Jean Baudrillard

La precesión de los simulacros
J E A N B A U D R I L L A R D
*

El simulacro nunca es aquello que oculta la verdad –es la verdad
que oculta que no hay tal.
El simulacro es verdad.

Eclesiastés


Si pudiéramos tomar como el ejemplo más claro de alegoría de la simulación el relato de Borges en el que los cartógrafos del Imperio dibujan un mapa tan detallado que termina cubriendo exactamente el territorio (pero donde la caída del Imperio ve cómo este mapa se va deshilachando y finalmente arruinado, unas cuantas tiras aun discernibles en los desiertos –la belleza metafísica de esta abstracción arruinada, siendo testigo de un orgullo imperial y pudriéndose como un cadáver, regresando a la sustancia del suelo, de la manera como un doble envejecido termina siendo confundido con la cosa real)—entonces esta fábula ha cerrado el círculo para nosotros, y ahora no tiene nada más que el encanto discreto de los simulacros de segundo orden. [1]
La abstracción hoy en día ya no es la del mapa, el doble, el espejo o el concepto. La simulación ya no es la del territorio, un ser referencial o una sustancia. Es la generación por vía de los modelos de un real sin origen o realidad: un hiperreal. El territorio ya no precede al mapa, ni lo sobrevive. De aquí en adelante, es el mapa el que precede al territorio –LA PRECESIÓN DE LOS SIMULACROS—es el mapa el que engendra el territorio y si pudiéramos revivir la fábula hoy en día, sería el territorio cuyas tiras lentamente se pudren en las inmediaciones del mapa. Es lo real, y no el mapa, cuyos vestigios subsisten aquí y allá, en los desiertos que ya no son los del Imperio, sino los nuestros: El desierto de lo real.
De hecho, incluso invertida, la fábula es inútil. Quizás sólo la alegoría del Imperio permanece. Ya que es con el mismo imperialismo que los simuladores actuales tratan de hacer lo real, todo lo real, coincidir con sus modelos de simulación. Pero ya no es una cuestión ni de mapas ni de territorios. Algo ha desaparecido: la diferencia soberana entre ellos que había sido el encanto de al abstracción. Ya que es la diferencia la que forma la poesía del mapa y el encanto del territorio, la magia del concepto y el encanto de lo real. Este imaginario representacional, que culmina en y a la vez es engullido por el proyecto enloquecido del cartógrafo de una coextensión entre el mapa y el territorio, desaparece con la simulación –cuya operación es nuclear y genética, y ya no especular y discursiva. Con ella se va toda la metafísica. No más espejo de ser y de apariencias, de lo real y su concepto. No más coextensión imaginaria: más bien, la miniaturización genética es la dimensión de la simulación. Lo real es producido a partir de unidades miniaturizadas, de matrices, bancos de memoria, y modelos de comandos –y con éstos puede reproducirse un número infinito de veces. Ya no tiene que ser racional, ya que deja de medirse contra algún ideal o instancia negativa. Ya no es más que operacional. De hecho, como ya no es envuelto por un imaginario, ya deja de ser real. Es un hiperreal, el producto de una síntesis irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera.
En este paso hacia un espacio cuya curvatura ya no es la de lo real, ni de la verdad, comienza de esta manera la era de la simulación con la liquidación de todo referente –lo que es peor: por su resurrección artificial en sistemas de signos, un material más dúctil que el significado, en el sentido de que se presta a todos los sistemas de equivalencia, todas las oposiciones binarias, y todas las álgebras combinatorias. Ya no es cuestión de imitación, ni de reduplicación, ni tampoco de parodia. Es más bien una cuestión de sustituir signos de lo real por lo real en sí mismo, esto es, una operación para disuadir todo proceso real por vía de su doble operacional, una máquina descriptiva inestable, programática, perfecta, que proporciona todos los signos de lo real y ejerce un corto circuito en todas las vicisitudes. Nunca más lo real tendrá que ser producido –esta es la función vital del modelo en un sistema de muerte, o mejor dicho, de resurrección anticipada que ya no da lugar a ninguna oportunidad incluso en el evento de la muerte. Un hiperreal que de ahora en adelante se refugia del imaginario, y de cualquier distinción entre lo real y lo imaginario, dejando lugar sólo para la recurrencia orbital de modelos y la generación simulada de la diferencia.


La divina
irreferencia
de las imágenes

Disimular es fingir no tener lo que uno tiene. Simular es fingir tener lo que uno no tiene. El primero implica una presencia, el segundo una ausencia. Pero la cuestión es más complicada, ya que simular no es simplemente fingir: “Alguien que finge una enfermedad, simplemente se va a la cama y hacer creer que está enfermo. Alguien que simula una enfermedad se produce a sí mismo algunos de los síntomas.” (Littre) Por lo tanto, fingir o disimular deja intacto al principio de la realidad: la diferencia entre lo “verdadero” y lo “falso”, entre lo “real” y lo “imaginario”. Dado que el simulador se produce síntomas “verdaderos”, ¿está o no está enfermo? No puede ser tratado objetivamente ni como enfermo, ni como no-enfermo. La psicología y la medicina se detienen en este punto, antes de una verdad de la enfermedad a partir de entonces no descubierta. Ya que si cualquier síntoma puede ser “producido”, y ya no puede aceptarse como un hecho natural, entonces cualquier enfermedad puede considerarse como simulable o simulada, y la medicina pierde su sentido, ya que sólo sabe cómo tratar enfermedades “verdaderas” a partir de sus causas objetivas. La psicosomática evoluciona de manera sospechosa, en los límites del principio de la enfermedad. En cuanto al psicoanálisis, transfiere el síntoma del orden orgánico al inconsciente: una vez más, este último se sostiene como verdad, más verdadero que el anterior, pero, ¿por qué la simulación se detendría en los portales del inconsciente? ¿Por qué no podría el “trabajo” del inconsciente ser “producido” de la misma manera que cualquier otro síntoma en la medicina clásica? Los sueños ya lo hacen.
El alienista, claro, dice que “para cada forma de la alienación mental hay un orden particular en la sucesión de síntomas, de los cuales no está conciente el simulador, y en cuya ausencia el alienista difícilmente puede ser engañado.” Esto (que data de 1865) para poder salvar a toda costa el principio de la verdad, y para escapar el espectro que surge por medio de la simulación –principalmente de que la verdad, la referencia y las causas objetivas han dejado de existir. ¿Qué puede hacer la medicina con algo que flota en ambos lados de la enfermedad, en ambos lados de la salud, o con la reduplicación de la enfermedad en un discurso que ya no es verdadero o falso? ¿Qué puede hacer el psicoanálisis con la reduplicación del discurso del inconsciente en un discurso de simulación que ya no puede ser desenmascarado, ya que tampoco es falso?[2]
¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente, siguiendo un principio directo de identificación, los desenmascara y los castiga. Hoy día, puede reformar a un simulador excelente como si fuera el equivalente de un homosexual “real”, caso cardíaco o lunático. Incluso la psicología militar pone la retirada de las claridades cartesianas y duda en marcar la distinción entre verdadero y falso, entre el síntoma “producido” y el síntoma auténtico. “Si actúa tan bien como un loco, entonces debe ser un loco.” Ni tampoco se confunde: en el sentido de que todos los lunáticos son simuladores, y esta falta de distinción es la peor forma de subversión. Contra ello, la razón clásica se armó con todas sus categorías. Pero es esto, hoy en día, lo que nuevamente le saca la vuelta, sumergiendo el principio de la verdad.
Fuera de la medicina y el ejército, terrenos favorecidos de simulación, el tema nos devuelve a la religión y al simulacro de la divinidad: “Prohibí cualquier simulacro en los templos porque la divinidad que respira vida a la naturaleza no puede ser representada.” De hecho, sí puede. ¿Pero qué ocurre con la divinidad cuando se revela a sí misma en iconos, cuando es multiplicada en simulacros? ¿Sigue siendo la autoridad suprema, simplemente encarnada en imágenes como una teología visible? ¿O es volatizada en simulacros que por sí solos utilizan su pompa y poder de fascinación –la maquinaria visible de los iconos siendo sustituida por la pura e inteligible Idea de Dios? Esto es precisamente lo que temían los iconoclastas, cuya pelea milenaria sigue con nosotros hasta la fecha. [3] Su furia por destrozar imágenes surgió precisamente porque sintieron esta omnipotencia de los simulacros, esta facilidad que ellos tienen para borrar a Dios de la conciencia de los hombres, y la verdad sobrecogedora y destructiva que sugieren: de que, finalmente, nunca ha habido un Dios, que sólo existe el simulacro, y efectivamente, que Dios sólo ha sido siempre su propio simulacro. De haber sido capaces de creer que las imágenes sólo ocultaban o enmascaraban la idea platónica de Dios, nunca habría razón para destruirlos. Uno puede vivir con la idea de una verdad distorsionada. Pero su desesperanza metafísica venía de la idea de que las imágenes no escondían nada, y que de hecho no eran imágenes, tales como el modelo original las pudo haber hecho, sino simulacros en verdad perfectos, por siempre radiante con su propia fascinación. Pero esta muerte de la referencia divina tiene que ser exorcizada a toda costa.
Puede verse que los iconoclastas, muchas veces acusados de despreciar y negar las imágenes, eran de hecho los que les otorgaban su valor real, a diferencia de los iconólatras, quienes veían en ellas sólo reflejos y se contentaban con venerar a Dios por separado. Pero también puede decirse lo contrario, principalmente, que los iconólatras eran las mentes más modernas y aventureras, ya que debajo de la idea de la desaparición de Dios en el espejo de las imágenes, ya hacían una representación de su muerte y su desaparición en la epifanía de sus representaciones (que ellos quizás sabían que ya no representaban nada, y de que ellos eran puro juego, pero que este era precisamente el juego más grandioso –sabiendo también que es peligroso desenmascarar las imágenes, ya que disimulan el hecho de que no hay nada detrás de éstas).
Esta fue la aproximación de los jesuitas, quienes basaban su política en la desaparición virtual de Dios y de la mundana y espectacular manipulación de las conciencias –la evanescencia de Dios en la epifanía del poder—el fin de la trascendencia, que ya no sirve como coartada para una estrategia completamente libre de influencia y de signos. Detrás del barroco de las imágenes se esconde la eminencia gris de la política.
Por lo tanto, quizá siempre ha estado apostándose a la capacidad asesina, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo, como los iconos bizantinos podrían asesinar la identidad divina. A esta capacidad asesina se opone la capacidad dialéctica de las representaciones como una mediación inteligible y visible de lo Real. Toda la fe de occidente y la buena fe se involucra en esta apuesta de la representación: de que un signo pudiera referirse a la profundidad del significado, de que un signo pudiera intercambiarse por significado, y de que algo pudiera garantizar dicho intercambio –Dios, por supuesto. ¿Pero qué si Dios puede ser simulado, esto es decir, reducido a los signos que dan cuenta de su existencia? Entonces, el sistema entero se vuelve ingrávido, ya no es nada más que un gigantesco simulacro—no irreal, sino un simulacro, nunca jamás intercambiándose por lo real, sino intercambiándose en sí mismo, en un circuito ininterrumpido sin referencia o circunferencia.
Y así es con la simulación, en tanto que se opone a la representación. La segunda comienza desde el principio de que el signo y lo real son equivalentes (aun cuando dicha equivalencia es utópica, es un axioma fundamental). Por el contrario, la simulación comienza desde la utopía de este principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, desde el signo como reverso y pena de muerte de toda referencia. Mientras que la representación trata de absorber la simulación interpretándola como representación falsa, la simulación envuelve a todo el edificio de la representación como en sí mismo un simulacro.
Estas serían las fases sucesivas de la imagen:
- es el reflejo de una realidad básica
- enmascara y pervierte una realidad básica
- enmascara la ausencia de una realidad básica
- no tiene relación con ninguna realidad cualquiera: es su propio puro simulacro.

En el primer caso, la imagen es una buena apariencia –la representación es de la orden del sacramento. En el segundo, es una apariencia maligna –de la orden del maleficio. En el tercero, juega a ser una apariencia –es de la orden de la brujería. En el cuarto, ya deja de ser de la orden de la apariencia, sino de la simulación.
La transición de signos que disimulan algo a los signos que disimulan que no hay nada señala el punto decisivo. Los primeros implican una teología de la verdad y del secreto (para el cual la noción de ideología sigue perteneciéndole). Los segundos inauguran una era de simulacros y de simulación, en la cual ya no existe un Dios que reconozca a sus propios, ni tampoco un juicio final para separar lo verdadero de lo falso, lo real de su resurrección artificial, ya que todo se ha muerto y ha resucitado de antemano.
Cuando lo real ya no es lo que solía ser, la nostalgia asume su sentido completo. Hay una proliferación de mitos de origen y signos de realidad; de verdades de segunda mano, de objetividad y de autenticidad. Hay una escalamiento de lo que es verdad, de la experiencia vivida; una resurrección de lo figurativo, donde el objeto y la sustancia han desaparecido. Y hay una producción aterrada de lo real y lo referencial, por encima y paralelo al pánico de la producción material: así es como la simulación aparece en la fase que nos concierne –una estrategia de lo real, lo neo-real, y lo hiperreal, cuyo doble universal es una estrategia de la disuasión.


Ramseses, o
Resurrecciones
rosadas.


La etnología casi se encontró con una muerte paradójica aquel día en 1971 cuando el gobierno filipino decidió devolver a su estado primitivo las pocas docenas de Tasadays encontrados en la jungla, donde habían vivido durante ocho siglos, sin ser molestados por el resto de la humanidad, lejos del alcance de colonizadores, de turistas y de etnólogos. Esto fue a partir de la iniciativa de los mismos antropólogos, quienes vieron que los nativos se descomponían al contacto, como una momia en el campo abierto.
Para que viva la etnología, su objeto debe morir. Pero este último toma venganza al morir por ser “descubierto”, y desafía por medio de su muerte la ciencia que quiere tomarla.
¿No es acaso que toda la ciencia vive en esa cuesta paradójica, a la cual está condenada, por al evanescencia de su objeto en el proceso mismo de su aprehensión, y por el reverso despiadado que este objeto muerto ejerce en él? Como Orfeo, siempre se voltea demasiado rápido, y su objeto, como Eurídice, cae nuevamente en Hades.
Fue en contra de este hades de paradoja que los etnólogos querían protegerse, acordonando a los Tasaday con bosques vírgenes. Nadie los tocaría ahora: se cierra la vena, como una mina. La ciencia pierde un capital preciado, pero el objeto se encontrará seguro –perdido para la ciencia, pero intacto en su “virginidad”. No es una cuestión de sacrificio (la ciencia nunca se sacrifica a sí misma; siempre es asesina), sino del sacrificio simulado de su objeto para poder salvar su principio de la realidad. Los Tasaday, congelados en su elemento natural, proporcionan una coartada perfecta, una garantía eterna. En este punto, comienza una antietnología persistente, a la cual pertenecen en mayor o menor grado Jaulin, Castaneda y Clastres. En cualquier caso, la evolución lógica de una ciencia es la de distanciarse cada vez más de su objeto, hasta que puede deshacerse de él por completo: su autonomía cada vez más fantástica en el acto de alcanzar su forma pura.
Por lo tanto, ese indio conducido nuevamente al ghetto, dentro del ataúd de cristal del bosque virgen, se convierte en el modelo de simulación para todos los indios concebibles antes de la etnología. Este último se permite el lujo de estar encarnado más allá de sí mismo, en la realidad “bruta” de estos indios que ha reinventado por completo –salvajes que tienen deuda con la etnología por seguir siendo Salvajes: ¡qué giro de eventos, qué triunfo para esta ciencia que parecía dedicada a su destrucción!
Claro, estos salvajes en particular son póstumos: congelados, criogenizados, esterilizados, protegidos hasta la muerte, se han convertido en simulacros referenciales, y la ciencia misma una simulación pura. Lo mismo en Creusot donde, bajo la forma de una exhibición “abierta” de museo, han “museomizado” al instante, como testigos históricos de su periodo, quartiers completos de las clases trabajadoras, zonas metalúrgicas vivas, una cultura completo incluyendo hombres, mujeres y niños y sus gestos, lenguajes y hábitos –seres vivos fosilizados como si en una instantánea. El museo, en vez de estar circunscrito a una locación geométrica, ahora está en todas partes, como la dimensión misma de la vida. De esta manera, la etnología, ahora liberada de su objeto, ya no será circunscrita como una ciencia objetiva, sino que es aplicada a todas las cosas vivas y se vuelve invisible, como una cuarta dimensión omnipresente, el del simulacro. Todos somos Tasaday. O indios que una vez más se han convertido “en lo que eran”, o por lo menos aquello en lo que los ha convertido la etnología –indios de simulacro que proclaman por fin la verdad universal de la etnología.
Todos nos convertimos en especimenes vivos bajo la luz espectral de la etnología, o de la antietnología, que viene siendo sólo la forma pura de la etnología triunfante, bajo el signo de las diferencias muertas, y de la resurrección de las diferencias. Es por lo tanto extremadamente ingenuo buscar la etnología entre los salvajes o en algún Tercer Mundo –está aquí, en la metrópolis, entre los blancos, en un mundo completamente catalogado y analizado y luego artificialmente revivido como si fuera real, en un mundo de simulación: de la alucinación de la verdad, el chantaje por parte de lo real, del asesinato de la retrospección histórica (histérica) de toda forma simbólica –un asesinato cuyas primeras víctimas fueron, noblesse obligue, los salvajes, pero que por mucho tiempo ahora se ha extendido a todas las sociedades de occidente.
Pero al mismo tiempo, la etnología otorga su única lección final, el secreto que la mata (y que los salvajes entendieron mucho mejor): la venganza de los muertos.
El confinamiento del objeto científico es el mismo que el de los locos o los muertos. Y así como la sociedad por entero desamparadamente se contamina por ese espejo de locura que ha sostenido frente a sí mismo, del mismo modo la ciencia sólo puede morir contaminado por la muerte del objeto con su espejo inverso. Es la ciencia la que ostensiblemente domina al objeto, pero es esta última la que profundamente invierte en la anterior, siguiendo una reversión inconsciente, dando sólo réplicas muertas y circulares a una interrogación muerta y circular.
Nada cambia cuando una sociedad rompe el espejo de la locura (aboliendo los asilos, devolviendo el habla a los locos, etc.) ni cuando la ciencia parece romper el espejo de su objetividad (eliminándose a sí mismo ante su objeto, como lo hace Castaneda, etc.) y de inclinarse ante las “diferencias.” El confinamiento es sucedido por un aparato que asume una forma incontable, interminablemente defractable, multiplegable. Tan rápido como la etnología en una institución clásica se colapsa, sobrevive en una antietnología cuya tarea es la de reinyectar la diferencia ficticia y el salvajismo en todas partes, para poder esconder el hecho de que es este mundo, el nuestro, que a su manera se ha vuelto salvaje nuevamente, esto es decir, devastado por la diferencia y la muerte.
Es desde este modo, bajo el pretexto de salvar el original, que las cavernas de Lascaux han sido prohibidas para los visitantes, y una réplica exacta, construida a unos 500 metros lejos de ahí, para que todos puedan verlas (puedes ver a través de una mirilla la gruta original, y luego visitar todo lo que fue reconstituido). Es posible que la memoria misma de las cavernas originales se desvanecerá en la mente de las generaciones futuras, pero por ahora, ya no hay ninguna diferencia: la duplicación es suficiente para hacer que ambas sean artificiales.


Del mismo modo, la totalidad de la ciencia y la tecnología fueron recientemente movilizadas para salvar la momia de Ramsés II, después que se dejó deteriorándose en un museo. El occidente se murió del pánico por la idea de no ser capaces de salvar lo que el orden simbólico había sido capaz de preservar durante cuarenta siglos, pero lejos de la luz y la mirada de los espectadores. Ramsés no significa nada para nosotros: sólo la momia es de valor inestimable, ya que es lo que garantiza que la acumulación significa algo. Toda nuestra cultura lineal y acumulativa se colapsaría si no pudiéramos almacenar el pasado a la vista de todos. Para este fin, los faraones deben ser extraídos de sus tumbas, y las momias extraídas de su silencio. Para este fin, deben ser exhumadas y debe otorgárseles honores militares. Son presa tanto de la ciencia como de las lombrices. Sólo un secreto absoluto les asegura su potencia a través de los milenios –su dominio por encima de su putrefacción, la cual significaba un dominio por encima del ciclo total de intercambio con la muerte. Nosotros sabemos que conviene más usar nuestra ciencia para la reparación de la momia, esto es, para restaurar un orden visible, mientras que el embalsamado era una labor mítica dirigida a inmortalizar una dimensión escondida.
Necesitamos de un pasado visible, un continuo visible, un mito visible de origen, para reasegurarnos en torno a nuestros fines, ya que finalmente, nunca hemos creído en ellos. De ahí que la escena histórica de la recepción de la momia en el aeropuerto de Orly. ¿Todo porque Ramsés era un gran déspota y figura militar? Ciertamente. Pero por encima de todo, porque el orden que nuestra cultura sueña, detrás de ese poder difunto que busca anexar, pudo no tener nada que ver con él, y por lo tanto, sueña porque ha exterminado este orden exhumándolo como si fuera nuestro propio pasado.
Estamos fascinados por Ramsés del mismo modo que los cristianos del renacimiento lo estaban por los indios americanos: aquellos seres (¿humanos?) que nunca habían conocido la palabra de Cristo. De tal manera que al comienzo de la colonización, hubo un momento de estupor y de asombro ante la mera posibilidad de escaparse de la ley universal de los Evangelios. Habían dos respuestas posibles: ya fuera admitir que esta ley no era universal, o exterminar a los indios para poder deshacerse de la evidencia. En general, fue suficiente como para convertirlos, o incluso simplemente para descubrirlos, para asegurar su lento exterminio.


Por lo tanto, hubiera sido suficiente exhumar a Ramsés para asegurar su exterminio por vía de la museoficación. Ya que las momias no se descomponen debido a las lombrices: mueren por ser trasplantadas de un orden simbólico prolongado, mismo que es el amo por sobre la muerte y la putrefacción, a un orden de la historia, la ciencia y los muesos –el nuestro, que ya no es el amo de nada, ya que sólo sabe cómo condenar a sus predecesores a la muerte y la putrefacción y su posterior resucitación por medio de la ciencia. Una violencia irreparable hacia todos los secretos, la violencia de una civilización sin secretos. El odio de una civilización entera por sus propios cimientos.
Y así como con la etnología que juega a rendir el objeto para mejor establecerse en su forma pura, igualmente la museoficación es sólo un giro más en el espiral en la artificialidad. Seamos testigos del claustro de San Miguel de Cuxa, que será repatriado con un gran costo por los Claustros de Nueva York, para ser reinstalado en su “sitio original”. Y todos supuestamente deben aplaudir esta restitución (¡como con la “campaña experimental para recobrar las banquetas” en los Campos Elíseos!). Sin embargo, si la exportación de las cornisas fue en efecto un acto arbitrario, y si los Claustros de Nueva York es en realidad un mosaico artificial de todas las culturas (de acuerdo con una lógica de la centralización capitalista del valor), entonces la reimportación a la locación original es incluso más artificial: es un simulacro total que se vincula con la “realidad” por medio de una circunvolución completa.
El claustro debió quedarse en Nueva York en su entorno simulado, que por lo menos no engañaba a nadie. La repatriación es sólo un subterfugio suplementario, para poder hacer como si nada hubiera pasado y para satisfacer una alucinación retrospectiva.
Del mismo modo, los americanos se congratulan de que condujeron a los indios de vuelta a como era antes de la conquista. Todo es destruido sólo para comenzar otra vez. Incluso se congratulan que fueron un paso más, superando la figura original. Esto es presentado como prueba de la superioridad de la civilización: produce más indios de lo que fueron capaces los mismos indios. Por medio de una burla siniestra, esta sobreproducción es nuevamente una manera de destruirlos: ya que la cultura india, como toda cultura tribal, descansa en la limitación del grupo, y prohibiendo cualquier crecimiento “irrestringido”, como puede verse en el caso de los Ishi. La “promoción” demográfica, por lo tanto, es sólo un paso más hacia el exterminio simbólico.
Nosotros también vivimos en un universo que en todos lados es extrañamente similar al original –aquí, las cosas son duplicadas por su propio escenario. Pero este doble no significa, como en el folclor, la inminencia de su muerte –ya se encuentran purgados de la muerte, e incluso son mejores que la vida; más sonrientes, más auténticos, a la luz de su modelo, como los rostros en las funerarias.


Lo Hiperreal
y
el Imaginario

Disneylandia es un modelo perfecto de todos los órdenes enredados de simulación. Para comenzar, es un juego de ilusiones y fantasmas: Piratas, la Frontera, el Mundo Futuro, etc. Este mundo imaginario se supone que es lo que hace exitosa la operación. Pero lo que convoca a las masas es indudablemente mucho más que el microcosmo social, el deleite miniaturizado y religioso en la América real, en sus goces y sus inconvenientes. Te estacionas afuera, haces fila adentro, y quedas completamente abandonado a la salida. En este mundo imaginario, la única fantasmagoría está en la calidez inherente y el afecto de las multitudes, y en ese suficientemente excesivo número de artilugios usados ahí, específicamente para mantener la afectación multitudinaria. El contraste con la soledad absoluta del estacionamiento –un verdadero campo de concentración—es total. O mejor dicho: adentro, la soledad es dirigida en torno a un solo artilugio: el automóvil. Como una extraordinaria coincidencia (misma que indudablemente pertenece al encantamiento peculiar de este universo), este mundo congelado e infantil resulta haber sido concebido y realizado por un hombre que hoy en día se encuentra criogenizado: Walt Disney, quien espera su resurrección a menos de 180 grados centígrados.
El perfil objetivo de América, entonces, puede rastrearse en todo alrededor de Disneylandia, incluso hasta en la morfología de los individuos y las multitudes. Todos sus valores se exaltan aquí, bajo una forma miniatura y de cómic. Embalsamada y pacificada. De ahí la posibilidad de un análisis ideológico de Disneylandia (Louis Marin lo hace bien en Utopies, jeux d’espaces): compendio del American way of life, panegírico de los valores americanos, transposición idealizada de una realidad contradictoria. Seguramente. Pero esto esconde algo más, y ese manto “ideológico” sirve exactamente para cubrir una simulación de tercer orden: Disneyland está ahí para ocultar el hecho de que es el país “real”, toda la América “real”, la cual es Disneylandia (así como las prisiones están ahí para ocultar el hecho de que es lo social en su totalidad, en su omnipresencia banal, la cual es carcelaria). Disneylandia se presenta como imaginaria para poder hacernos creer que el resto es real, cuando de hecho todo Los Ángeles y la América que la rodea ya no son reales, sino están en el orden de lo hiperreal y de la simulación. Ya no es el caso de una representación falsa de la realidad (ideología), sino de ocultar el hecho de que lo real ya no es real, y por lo tanto, de salvar el principio de la realidad.
El imaginario de Disneylandia ya no es ni verdadero ni falso, es una máquina de disuasión elaborada para rejuvenecer en reversa la ficción de lo real. De ahí la debilidad, la degeneración infantil de este imaginario. Se supone que debe ser un mundo infantil, para poder hacernos creer que los adultos están en otra parte, en el mundo “real”, y para ocultar el hecho de que el verdadero infantilismo está en todas partes, particularmente, entre aquellos adultos que acuden ahí para actuar al niño para poder fomentar las ilusiones a su verdadero infantilismo.
Además, Disneylandia no es el único. Enchanted Village, Magic Mountain, Marine World: Los Ángeles está rodeado por estas “estaciones imaginarias” que nutren la realidad, energía de realidad, a una ciudad cuyo misterio es precisamente de que no es nada más que una red de circulación interminable, irreal –una ciudad de fabulosas proporciones, pero sin espacio ni dimensiones. Tanto como las estaciones eléctricas y nucleares, tanto como los estudios de cine, esta ciudad, que no es nada más que un guión inmenso y una película en perpetuo movimiento, necesita este viejo imaginario, hecho de señales de la infancia y de fantasmas falsos, para su sistema nervioso simpático.


Encantamiento
político

Watergate. Mismo escenario que Disneylandia (un efecto imaginario ocultando que la realidad no existe más afuera que dentro de los límites del perímetro artificial): aunque aquí es un efecto de escándalo que oculta que no hay diferencia entre los hechos y su denuncia (métodos idénticos se emplean tanto por parte de la CIA como por parte de los periodistas del Washington Post). La misma operación, aunque esta vez tendiendo hacia el escándalo como medio para regenerar un principio moral y político, hacia el imaginario como un medio para regenerar un principio de la realidad en apuros.
La denuncia de escándalo siempre rinde homenaje a la ley. Y Watergate, por encima de todo, logró imponer la idea de que Wtaregate fue un escándalo –en este sentido, fue una extraordinaria operación de intoxicación. La reinyección de una gran dosis de moralidad política a escala global. Podría decirse junto con Bordieu que: “El carácter específico de toda relación de fuerza es la de disimularse como tal, y de adquirir toda su fuerza sólo porque es tan disimulada,” entendida de la siguiente manera: el capital, que es inmoral y sin escrúpulos, sólo puede funcionar detrás de una superestructura moral, y quienquiera que regenere esta moralidad pública (por indignación, por denunciación, etc.) espontáneamente adelanta el orden del capital, como lo hicieron los periodistas del Washington Post.
Pero esta es sólo la fórmula de la ideología, y cuando Bordieu la enuncia, toma la “relación de fuerza” para que signifique la verdad de la dominación capitalista, y él denuncia esta relación de fuerza como un escándalo en sí misma –y por lo tanto, ocupa la misma posición determinista y moralista que los periodistas del Washington Post. Hace la misma labor de purgar y revivir el orden moral, un orden de verdad, en cuyo interior se engendra la violencia simbólica genuina del orden social, mucho más allá de todas las relaciones de fuerza, que sólo son su configuración indiferente y cambiante en la conciencia moral y política de los hombres.
Todo lo que pide el capital de nosotros es recibirlo como racional, o de combatirlo en nombre de la racionalidad, de recibirlo como moral o combatirlo en el nombre de la moralidad. Ya que ellos son idénticos, en el sentido de que pueden leerse de otra manera: anteriormente, la tarea era la de disimular el escándalo; hoy en día, la tarea es la de ocultar el hecho de que no hay tal.
Watergate no es un escándalo: esto es lo que debe decirse, a toda costa, ya que esto es lo que a todos preocupa ocultar, esta disimulación enmascarando un fortalecimiento de la moralidad, un pánico moral mientras nos acercamos a la (puesta en) escena del capital: su crueldad instantánea, su ferocidad incomprensible, su inmoralidad fundamental –esto es lo escandaloso, no responsable en ese sistema de equivalencia moral y económica que sigue siendo el axioma del pensamiento de izquierda, desde la teoría de la Ilustración al comunismo. Al capital le importa un demonio la idea del contrato que se le imputa –es una tarea monstruosamente sin principios, y nada más que eso. Más bien, es el pensamiento “ilustrado” el que busca controlar el capital imponiéndole reglas a éste. Y toda esa recriminación que reemplazó al pensamiento revolucionario hoy en día, se resume a un reproche al capital por no seguir las reglas del juego. “El poder es injusto, su justicia es una justicia de clase, el capital nos explota, etc.” –como si el capital estuviera vinculado por un contrato a la sociedad que rige. Es la izquierda la que sostiene el espejo de la equivalencia, esperando que el capital caiga por esta fantasmagoría del contrato social y cumplir su obligación hacia el total de la sociedad (al mismo tiempo, no hay necesidad de revolución: es suficiente que el capital acepte la fórmula racional del intercambio).
El capital, de hecho, nunca ha estado ligado por un contrato a la sociedad que domina. Es una brujería de la relación social, es un desafío a la sociedad y debería responderse como tal. No es un escándalo ser denunciado de acuerdo con una racionalidad moral y económica, sino un desafío para tomarse de acuerdo con la ley simbólica.

Negatividad
Moebius
en espiral


Por lo tanto, Watergate fue sólo una trampa hecha por el sistema para atrapar a sus adversarios –una simulación del escándalo para fines regenerativos. Esto es representado por el personaje llamado “Deep Throat” (“garganta profunda”. N. del Trad.) de quien se dice era una eminencia gris republicana manipulando a los periodistas de izquierda para poder deshacerse de Nixon –y ¿por qué no? Todas las hipótesis son posibles, aunque esta es superflua: el trabajo de la derecha se hace muy bien, y espontáneamente, por la izquierda por cuenta propia. Además, sería ingenuo ver en acción a una buena conciencia resentida en todo esto. Porque la misma derecha también hace espontáneamente el trabajo de la izquierda. Todas las hipótesis de manipulación son reversibles en un interminable molinete. Ya que la manipulación es una causalidad flotante donde la positividad y la negatividad se engendran y coinciden una con la otra, en donde ya no hay ni un activo ni un pasivo. Es por medio de la colocación de una detención arbitraria a esta causalidad giratoria que puede salvarse un principio de realidad política. Es por vía de la simulación de un campo de perspectiva convencional y restringido, donde las premisas y las consecuencias de un evento son calculables, que puede mantenerse una credibilidad política (incluyendo, claro está, el análisis “objetivo”, la lucha, etc.). Pero si el ciclo entero de cualquier acto o evento se imagina en un sistema donde la continuidad lineal y la polaridad dialéctica ya no existen, en un campo desquiciado por la simulación, entonces toda determinación se evapora, todo acto termina al final del ciclo habiendo beneficiado a todos y disperso en todas direcciones.
¿Acaso cualquier bombardeo en Italia es obra de extremistas de izquierda, o una provocación de la ultraderecha, o acaso fue escenificada por centristas para llevar a todo extremo terrorista a caer en el descrédito para apuntalar su propio poder en decadencia, o nuevamente, acaso es un escenario inspirado por la policía para poder apelar a la seguridad pública? Todo esto es igualmente verdadero, y la búsqueda de pruebas, en sí la objetividad del hecho, no toma en cuenta este vértigo de interpretación. Estamos en una lógica de simulación que nada tiene que ver con una lógica de hechos y un orden de razones. La simulación se caracteriza por una precesión del modelo, de todos los modelos que rodean al hecho más simple –todos los modelos vienen primero, y su circulación orbital (como el de una bomba) constituye el genuino campo magnético de los eventos. Los hechos ya no tienen una trayectoria propia, surgen en la intersección de los modelos; un solo hecho incluso puede ser engendrado por todos los modelos al unísono. Esta anticipación, esta precesión, este corto circuito, esta confusión del hecho con su modelo (ya no más divergencia de significado, no más polaridad dialéctica, no más electricidad negativa o implosión de los polos) es lo que cada vez permite todas las interpretaciones posibles, incluso las más contradictorias –todas son verdad, en el sentido de que su verdad es intercambiable, en la imagen de los modelos desde los cuales proceden, en un ciclo generalizado.
Los comunistas atacan un partido socialista como si quisieran destrozar la unión de la izquierda. Sancionan la idea de que su reticencia proviene de una exigencia política más radical. De hecho, se debe a que no quieren poder. ¿Pero acaso es que no lo quieren en esta coyuntura porque no es favorable para la izquierda en general, o porque no es favorable para ellos dentro de la unión de la izquierda –o es que no lo quieren por definición? Cuando Berlinguer declara: “No debemos tener miedo de ver a los comunistas tomar el poder en Italia,” esto significa simultáneamente:
--que no hay nada qué temer, ya que los comunistas, si llegan al poder, no cambiarán nada en su mecanismo capitalista fundamental,
--que no hay riesgo alguno de que lleguen al poder (a razón de que no quieren) –e incluso si llegaran a tomarlo, sólo lo detentarían por delegación,
--que de hecho el poder, el poder genuino, ya no existe, y por lo tanto no hay riesgo de que alguien lo tome o lo rebate,
--pero más: Yo, Berlinguer, no tengo miedo de ver a los comunistas tomar el poder en Italia –lo cual puede parecer evidente, pero no mucho, ya que
--esto puede significar también lo contrario (no hay necesidad del psicoanálisis aquí): Yo tengo miedo de ver a los comunistas tomar el poder (y con justa razón, incluso para un comunista).
Todo lo mencionado arriba es simultáneamente cierto. Este es el secreto de un discurso que ya no sólo es ambiguo, como pueden ser los discursos políticos, sino que transmite la imposibilidad de una posición determinada de poder, la imposibilidad de una posición determinada de discurso. Y esta lógica no pertenece a ningún partido. Atraviesa todos los discursos sin que ellos lo quieran.
¿Quién desenmarañará este embrollo? El nudo gordiano por lo menos puede ser cortado. Así como con la franja de Moebius, si se parte en dos, resulta un espiral adicional sin que exista la posibilidad de resolver sus superficies (de aquí la continuidad reversible de las hipótesis). Hades de la simulación, el cual ya no es de tortura, sino del giro sutil, maléfico y elusivo del significado [4] --donde incluso aquellos condenados en Burgos siguen siendo un obsequio de Franco a la democracia de occidente. , que encuentra en ellos la ocasión para regenerar su propio débil humanismo, y ¿qué protesta indigna consolida de vuelta el régimen de Franco, al unir a las masas españolas en contra de la intervención extranjera? ¿Dónde está la verdad en todo esto, cuando tales colusiones se tejen admirablemente sin que sus autores lo sepan?
La conjunción del sistema y su alternativa extrema como las dos puntas de un espejo curvo, la curvatura “viciosa” de un espacio político que de ahora en adelante está magnetizado, circularizado, reversibilizado de la derecha a la izquierda, una torsión que es como el demonio maligno de la conmutación, el sistema en su totalidad, la infinitud del capital doblado sobre su propia superficie: ¿transfinito? ¿Y no es acaso lo mismo con el deseo y el espacio libidinoso? La conjunción del deseo y el valor, del deseo y del capital. La conjunción del deseo y la ley –el goce final y la metamorfosis de la ley (es por ello que es tan bien recibido en su momento): ¿sólo el capital obtiene placer, dijo Lyotard, antes de llegar a pensar que nosotros obtenemos placer del capital. La sobrecogedora versatilidad del deseo en Deleuze, un reverso enigmático que trae este deseo que es “revolucionario en sí mismo, como si involuntariamente, al querer lo que quiere,” de querer su propia represión y de invertir en sistemas paranoicos y fascistas? Una torsión maligna que reduce esta revolución del deseo a la misma ambigüedad fundamental como la otra revolución histórica.
Todos los referentes entremezclan sus discursos en una compulsión circular, Moebiuseana. No hace mucho, el sexo y el trabajo eran términos salvajemente opuestos: hoy día, ambos se disuelven en el mismo tipo de demanda. Anteriormente, el discurso de la historia tomaba su fuerza oponiéndose a la de la naturaleza, el discurso del deseo al del poder –hoy día, intercambian sus significantes y sus escenarios.
Tomaría demasiado atravesar todo el rango de negatividad operacional, de todos aquellos escenarios de disuasión que, como Watergate, tratan de regenerar un principio moribundo por vía del escándalo simulado, de fantasma, de asesinato –una suerte de tratamiento hormonal por vía de la negatividad y la crisis. Siempre es una cuestión de comprobar lo real por medio de lo imaginario, comprobar la verdad por medio del escándalo, comprobar la ley por medio de la trasgresión, comprobar el trabajo por medio de la huelga, comprobar el sistema por medio de la crisis, y el capital por medio de la revolución, así como en tal caso comprobar la etnología por medio de la desposesión de su objeto (los Tasaday) –sin contar:

-comprobar el teatro por medio del antiteatro
-comprobar el arte por medio del ansiarte
-comprobar la pedagogía por medio de la antipedagogía
-comprobar la psiquiatría por medio de la antipsiquiatría

Todo se metamorfosea en su inverso para poder perpetuarse en su forma purgada. Toda forma de poder, toda situación habla por sí misma por medio de la negación, para poder intentar escapar, por medio de la simulación de la muerte, su agonía real. El poder puede escenificar su propio asesinato para redescubrir un resquicio de existencia y legitimación. De tal modo es con los presidentes estadounidenses: los Kennedy son asesinados porque siguen teniendo una dimensión política, Otros –Johnson, Nixon y Ford, sólo tenían el derecho a intentos titiriteros, a asesinatos simulados. Pero no obstante necesitaban esa aura de una amenaza artificial para ocultar que no eran nada más que maniquíes de poder. En los tiempos antiguos, el rey (también el dios) tenía que morir –esa era su fortaleza. Hoy en día, hace su miserable mayor esfuerzo por pretender morir, para poder preservar la bendición del poder. Pero incluso esto se va.
Para buscar sangre nueva en su propia muerte, para renovar el ciclo por medio del espejo de la crisis, la negatividad y el antipoder: esa es la única coartada de todo poder, de toda institución que intenta romper el círculo vicioso de su irresponsabilidad y su no existencia fundamental, de su déjà vu y de su déjà mort.

La estrategia
de lo Real


Del mismo orden que la posibilidad de redescubrir un nivel absoluto de lo real es la imposibilidad de escenificar una ilusión. La ilusión ya no es posible, porque lo real ya no es posible. Es el problema político total de la parodia, de la hipersimulación o de la simulación ofensiva, lo que estamos postulando.
Por ejemplo: sería interesante ver si el aparato represivo no reaccionaría más violentamente a un atraco simulado que a uno verdadero. Ya que el segundo sólo afecta el orden de las cosas, el derecho a la propiedad, mientras que el otro interfiere con el principio mismo de la realidad. La trasgresión y la violencia son menos serios, ya que sólo ponen en disputa la distribución de lo real. Sin embargo, la simulación es infinitamente más peligrosa, ya que siempre sugiere, sobre y por encima de su objeto, que la ley y el orden mismos no pudieran ser más que una simulación.
Pero la dificultad es en proporción al riesgo. ¿Cómo fingir una violación y ponerla a prueba? Sal y trata de simular un robo en una gran tienda departamental: ¿cómo convences a los guardias de seguridad que se trata de un robo simulado? No hay diferencia “objetiva”: los mismos gestos y los mismos signos existen, como en un robo real; de hecho, los signos no se inclinan a ningún lado. En lo que concierne al orden establecido, siempre son del orden de lo real.
Sal y organiza un atraco falso. Asegúrate que tus armas sean inofensivas, y toma al rehén más confiable, de manera que ninguna vida esté en peligro (de lo contrario te arriesgas a cometer una ofensa). Exige una recompensa, y haz lo posible para que la operación pueda crear la mayor conmoción posible –en pocas palabras, mantente cercano a la “verdad”, para poder probar la reacción del aparato a una simulación perfecta. Pero no tendrás éxito: la red de signos artificiales se mezclará inextricablemente con los elementos reales (un oficial de la policía en verdad dispararía al primer vistazo; un cliente de banco se desmayaría y moriría de un infarto; en realidad te pasarán a ti la recompensa falsa, etc.) –en pocas palabras, sin querer queriendo, te encontrarás inmediatamente en lo real, una de cuyas funciones es precisamente la de devorar cualquier intento de simulación, de reducir todo a alguna realidad –eso es exactamente cómo es el orden establecido, mucho antes de que las instituciones y la justicia entren en juego.
En esta imposibilidad de aislar el proceso de simulación debe verse todo el impulso de un orden que sólo puede verse y entenderse en términos de alguna realidad, porque no puede funcionar en ninguna otra parte. La simulación de una ofensa, si es patente será, o castigada más ligeramente (porque no tiene “consecuencias”) o será castigada como una ofensa al oficio público (por ejemplo, si provocara una operación policíaca “por nada”) –pero nunca como una simulación, ya que es precisamente como tal que no es posible una equivalencia con lo real, y por lo tanto, no hay represión tampoco. El desafío de la simulación no puede ser recibido por el poder. ¿Cómo podrías castigar la simulación de la virtud? No obstante, como tal, es tan seria como la simulación de un crimen. La parodia hace equivalentes a la obediencia y a la trasgresión, y ese es el crimen más serio, ya que cancela la diferencia sobre la cual se basa la ley. El orden establecido no puede hacer nada contra ella, ya que la ley es un simulacro de segundo orden, mientras que la simulación es de tercer orden, más allá de lo verdadero y lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las cuales funciona todo el poder y lo social por entero. Por lo tanto, fallando en lo real, es aquí a donde debemos apuntar al orden.
Es por ello que el orden siempre opta por lo real. En un estado de incertidumbre, siempre prefiere esta suposición (de tal modo que en el ejército preferirían tomar al simulador como el verdadero loco). Pero eso se vuelve más y más difícil, ya que es prácticamente imposible aislar el proceso de simulación, aunque en la fuerza de la inercia de lo real que nos rodea, también es verdad lo inverso (y esta misma reversibilidad forma parte del aparato de simulación y de la impotencia del poder): principalmente, es ahora imposible aislar el proceso de lo real, o de comprobar lo real.
De modo que todos los atracos, secuestros y demás son, como tales, atracos de simulación, en el sentido de que se inscriben por adelantado en los rituales de decodificación y orquestación de los medios, anticipados en su modo de presentación y posibles consecuencias. En pocas palabras, donde funcionan como un conjunto de signos dedicados exclusivamente a su recurrencia como signos, y ya no a sus metas “reales.” Pero esto no las hace inofensivas. Por el contrario, son como eventos hiperreales, que ya no tienen ningún contenido o meta en particular, sino indefinidamente refractados el uno con el otro (en este caso, como los llamados eventos históricos: las huelgas, las demostraciones, las crisis, etc.[5]) son precisamente inverificables por un orden que sólo puede ejercerse en lo real y lo racional, en fines y en medios: un orden referencial que sólo puede dominar referencias, un poder determinado que sólo puede dominar un mundo determinado, pero que no puede hacer nada acerca de esa recurrencia indefinida de simulación, acerca de esa ingrávida nebulosidad que ya no obedece a la ley de gravedad de lo real –el poder mismo eventualmente rompiéndose en este espacio y convirtiéndose en una simulación de poder (desconectada de sus metas y objetivos, y dedicada a efectos de poder y simulación masiva).
La única arma de poder, su única estrategia contra esta deserción, es la de reinyectar realismo y referencialidad en todas partes, para poder convencernos de la realidad de lo social, la gravedad de la economía, y las finalidades de la producción. Para tal propósito, prefiere el discurso de la crisis, pero también –¿por qué no?—el discurso del deseo. “¡Toma tus deseos como realidad!” puede entenderse como el gran eslogan del poder, ya que en un mundo sin referentes, hasta la confusión del principio de la realidad por el principio del deseo es menor peligroso que una hiperrealidad contagiosa. Uno permanece entre los principios, y ahí, el poder siempre tiene la razón.
La hiperrealidad y la simulación son disuasivos de todo principio y de todo objetivo; tornan esta disuasión contra el poder tan bien utilizado durante mucho tiempo en sí mismo. Ya que, finalmente, fue el capital el primero en alimentarse a través de la historia en la destrucción de todo referente, de toda meta humana, la cual quebrantó toda distinción ideal entre lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, para poder establecer una ley radical de equivalencia e intercambio, la ley de hierro de su poder. Fue la primera en practicar la disuasión, la abstracción, la desconexión, la desterritorialización, etc.; y si fue el capital el que fomentaba la realidad, el principio de la realidad, también fue el primero en liquidarla, en la exterminación de todo valor de uso, de toda equivalencia real, de la producción y la riqueza, en la sensación misma que tenemos de la irrealidad de las apuestas y la omnipotencia de la manipulación. Ahora bien, es esta misma lógica que hoy día se endurece aun más en su contra. Y cuando quiere luchar con esta espiral catastrófica, secretando un último destello de realidad, en el cual fundar un último destello de poder, sólo multiplica los signos y acelera el juego de la simulación.
Mientras que fuera históricamente amenazado por lo real, el poder corría el riesgo de disuasión y simulación, desintegrando cada contradicción por medio de la producción de signos equivalentes. Cuando es amenazado hoy en día por la simulación (la amenaza de la desaparición en el juego de los signos), el poder arriesga lo real, arriesga la crisis, juega a remanufacturar las apuestas artificiales, sociales y económicas. Esta es una cuestión de vida o muerte para ello. Pero es demasiado tarde.
De ahí la histeria característica de nuestro tiempo: la histeria de producción y reproducción de lo real. La otra producción, la de los bienes y las mercancías, la de la belle époque de la economía política, ya no tiene sentido por sí sola, y no lo ha hecho por un buen tiempo. Lo que la sociedad busca a través de la producción, y la sobreproducción, es la restauración de lo real que se le escapa. Es por ello que la producción “material” contemporánea es en sí misma hiperreal. Retiene todos los rasgos, el discurso entero de la producción tradicional, pero no es nada más que su refracción reducida de escala (de ahí que los hiperrealistas sujetan en un parecido asombroso un real desde el cual se ha esparcido todo significado y encanto, toda la profundidad y energía de la representación). De modo que el hiperrealismo de la simulación se expresa en todas partes por el asombroso parecido que lo real tiene consigo mismo.
El poder, también, no produce ahora más que signos de su parecido. Y al mismo tiempo, entra en juego otra figura de poder: la de la exigencia colectiva de signos de poder –una unión sagrada que se forma alrededor de la desaparición del poder. Todos pertenecen a ella más o menos con el temor del colapso de lo político. Y al final, el juego de poder se reduce nada más que a la obsesión crítica con el poder –una obsesión con su muerte, una obsesión con su supervivencia, mucho más mientras más desaparece. Cuando ha desaparecido totalmente, lógicamente estaremos ante el hechizo total del poder –una memoria inolvidable ya presagiada en todas partes, manifestándose igualmente y al mismo tiempo la compulsión por deshacerse de ella (nadie la quiere ya, todos la descargan hacia los demás) y la añoranza aprehensiva en torno a su pérdida. Melancolía para sociedades sin poder: esto ya ha dado nacimiento al fascismo, esa sobredosis de un referente poderoso que ya no puede terminar con su luto.
Pero seguimos en el mismo barco: ninguna de nuestras sociedades sabe cómo manejar su luto por lo real, por el poder, por lo social en sí mismo, que está implicado en esta misma crisis. Y es por medio de una revitalización de todo esto que tratamos de escapar de ello. Indudablemente, esto incluso terminará en socialismo. Por un giro imprevisto de eventos y una ironía que ya no pertenece a la historia, es por medio de la muerte de lo social que surgirá el socialismo –como lo es por medio de la muerte de Dios que surgen las religiones. Una llegada torcida, un evento perverso, una reversión ininteligible a la lógica de la razón. Como lo es el hecho de que el poder ya no está presente más que para ocultar que no existe. Una simulación que puede seguir indefinidamente, ya que –a diferencia del poder “verdadero”, que es o fue una estructura, una estrategia, una relación de fuerza, una apuesta—esto no es nada sino el objeto de una demanda social, y por lo tanto, sujeta a la ley de oferta y demanda, más que a la de la violencia y la muerte. Completamente expurgada de la dimensión política, es dependiente, como cualquier otro bien, de la producción y el consumo masivo. Su chispa ha desaparecido –sólo se salva la ficción de un universo político.
De la misma manera con el trabajo. La chispa de la producción, la violencia de su apuesta ya no existe. Todos siguen produciendo, y más y más, pero el trabajo sutilmente se ha convertido en otra cosa: una necesidad (como Marx idealmente la visualizó, pero para nada en el mismo sentido), el objeto de una “demanda” social, como el tiempo libre, para el cual es equivalente en el rumbo general de las opciones de vida. Una demanda exactamente proporcional a la pérdida de las apuestas en el proceso de trabajo. [6] El mismo cambio de fortuna como del poder: el escenario del trabajo está ahí para ocultar el hecho de que lo real-trabajo, lo real-producción, ha desaparecido. Y por tal motivo también lo real-huelga, el cual ya no es un paro de labores, sino su polo alternativo en la versificación ritual del calendario social. Es como si todos hubieran “ocupado” su sitio o puesto de trabajo, después de declarar la huelga, y continuaran con la producción, como se acostumbra en un trabajo “automanejado”, exactamente en los mismos términos que antes, al declararse a sí mismos (y virtualmente estando) en un estado de huelga permanente.
Esto no es un sueño de ciencia ficción: en todas partes, es cuestión de un redoblamiento del proceso de trabajo. Y de un doble o locum para el proceso de huelga –huelgas que son incorporadas como obsolescencia en los objetos, como crisis en la producción. Entonces, ya no hay ni huelgas ni trabajo, sino que hay ambas simultáneamente, esto es decir, algo completamente distinto: una magia del trabajo, un trompe l’oeil, una escenodrama (a no decir que melodrama) de producción, dramaturgia colectiva en el escenario vacío de lo social.
Ya no es cuestión de la ideología del trabajo –de la ética tradicional que oscurece el proceso “real” de labor y el proceso “objetivo” de explotación—sino del escenario del trabajo. Del mismo modo, ya no es cuestión de la ideología del poder, sino de un escenario del poder. La ideología sólo corresponde a una traición de la realidad por medio de los signos; la simulación corresponde a un corto circuito de la realidad y a su reduplicación por medio de los signos. Siempre es la meta del análisis ideológico el restaurar el proceso objetivo; siempre es un problema falso el querer restaurar la verdad detrás del simulacro.
Esto finalmente explica porqué se encuentra tan de acuerdo con los discursos ideológicos y los discursos de la ideología, ya que todos estos son discursos de verdad –siempre buenos, incluso y especialmente si son revolucionarios, para contrarrestar los golpes mortales de la simulación.

El Fin
del
Panóptico


Es nuevamente a esta ideología de la experiencia vivida, de la exhumación, de lo real en su banalidad fundamental, en su autenticidad radical, al que se refiere el experimento de TV vérité estadounidense sobre la familia Loud en 1971: siete meses de grabación sin interrupciones, 300 horas de transmisión directa constante, sin guión o escenario, la odisea de una familia, sus dramas, sus felicidades, sus altas y bajas –en resumen, un documento histórico “crudo”, y lo “mejor jamás visto en televisión, comparable, en el nivel de nuestra existencia diaria, al cine o al aterrizaje lunar.” Las cosas se complican por el hecho de que esta familia se desintegró durante el rodaje: surgió una crisis, los Louds se separaron, etc. De ahí la indisoluble controversia: ¿Fue responsable la TV? ¿Qué hubiera sucedido si la TV no hubiese estado ahí?
Más interesante es la fantasmagoría de filmar a los Louds como si la TV no estuviese ahí. La carta bajo la manga del productor era la de decir: “Ellos lo vivieron como si nosotros no estuviésemos ahí.” Una fórmula absurda y paradójica –ni verdadera, ni falsa, sino utópica. El “como si nosotros no estuviésemos ahí” es equivalente a “como si tú estuvieses ahí.” Es esta utopía, esta paradoja la que fascinó a 20 millones de espectadores, mucho más que el “perverso” placer de fisgonear. En este experimento de la “verdad”, no se trata de una cuestión de secreto ni de perversión, sino de un tipo de emoción en torno a lo real, o de una estética de lo hiperreal, una emoción de exactitud vertiginosa y falsa, una emoción de alienación y de magnificación, de distorsión en escala, de excesiva transparencia todo al mismo tiempo. El goce en un exceso de significado, cuando la barra del signo se desliza por debajo del nivel del agua del significado: el no-significante es elevado por el ángulo de la cámara. Aquí lo real puede verse como si jamás hubiera existido (pero “como si tú estuvieses ahí”), sin la distancia que produce el espacio de perspectiva y nuestra visión de profundidad (pero “más verdadero que la naturaleza”). Goce en la simulación microscópica que transforma lo real en hiperreal. (Esto también es un poco como lo que sucede con la pornografía, donde la fascinación es más metafísica que sexual.)
Esta familia era de cualquier manera hiperreal, por su mera selección: con casa en California, de tres cocheras, cinco hijos, de bien haber, profesional, de clase media alta, una familia americana ideal, con una ama de casa ornamental. En cierta manera, es esta perfección estadística la que la condena a la muerte. Esta heroína ideal del American way of life se escoge, como en los rituales de sacrificio, para ser glorificada y para morir bajo el encendido resplandor de las luces del estudio, un fatum moderno. Ya que el fuego celestial deja de atisbar en las ciudades depravadas, es más bien el lente que corta a través de la realidad ordinaria como un láser, llevándolo a la muerte. “Los Loud: simplemente una familia que accedió a entregarse a las manos de la televisión, y a morir por ello,” dijo el productor. De modo que es en realidad una cuestión de proceso de sacrificio, un espectáculo de sacrificio ofrecido a 20 millones de estadounidenses. El drama litúrgico de una sociedad de masas.
TV vérité. Un término ambivalente admirable: ¿se refiere a la verdad de esta familia o a la verdad de la TV? De hecho, es la TV la verdad de los Loud, es lo que es verdadero, es lo que los vuelve verdad. Una verdad que ya no es la verdad reflexiva del espejo, ni la verdad perspectiva del sistema panóptico y de la mirada, sino la verdad manipuladora de la prueba que indaga e interroga, del láser que toca y luego penetra, de tarjetas de computadora que retienen tus secuencias agujereadas, del código genético que regula tus combinaciones, de células que informan tu universo sensorial. Es a este tipo de verdad a la que se sujeta la familia Loud por el medio de la TV, y en este sentido, termina realmente en una sentencia de muerte (¿pero acaso sigue siendo una cuestión de verdad?).
El fin del sistema panóptico. El ojo de la TV ya no es la fuente de una mirada absoluta, y el ideal de control ya no es el de la transparencia. El último sigue presuponiendo un espacio objetivo (el del Renacimiento) y la omnipotencia de una mirada despótica. Esto sigue siendo, si no un sistema de confinamiento, por lo menos un sistema de escrutinio. Ya no es sutil, sino siempre en una posición de exterioridad, jugando con la oposición entre ver y ser visto, aun si el punto focal del panóptico pueda estar ciego.
Es completamente distinto cuando con los Louds. “Ya no estás viendo TV, la TV te está viendo a ti (vivir),” o nuevamente: “Ya no estás escuchando a Pas de Panique, Pas de Panique te está escuchando a ti” –cambiando del aparato panóptico de la vigilancia (de Disciplina y Castigo) a un sistema de disuasión, donde la distinción entre activo y pasivo es abolido. Ya no existe el imperativo de someterse al modelo, o a la mirada. “¡TÚ eres el modelo!” “¡TÚ eres la mayoría!” Tal es la cuesta de una socializad hiperrealista, donde lo real se confunde con el modelo, como en la operación estadística, o con el medio, como en la operación de los Loud. Tal es el estadio posterior del desarrollo de la relación social, la nuestra, que ya no es de persuasión (la era clásica de la propaganda, la ideología, la publicidad, etc.) sino una de disuasión: “TÚ eres noticia, tú eres lo social, el evento eres tú, tú estás involucrado, tú puedes usar tu propia voz, etc.” Se da la vuelta al asunto, por lo cual se hace imposible localizar una instancia del modelo, del poder, de la mirada, del medio en sí, pues tú ya estás siempre del otro lado. No más sujeto, punto focal, centro o periferia: sólo pura flexión o inflexión circular. No más violencia o vigilancia: sólo “información”, virulencia secreta, reacción en cadena, lenta implosión, y simulacros de espacios donde el efecto de lo real nuevamente entra en juego.



Estamos siendo testigos del final de la perspectiva y del espacio panóptico (que sigue siendo una hipótesis moral vinculada a todos los análisis clásicos de la esencia “objetiva” del poder), y por lo tanto la abolición misma de lo espectacular. La televisión, en el caso de los Loud por ejemplo, ya no es un medio espectacular. Ya no estamos en la sociedad del espectáculo del que hablaban los situacionistas, ni en los tipos específicos de alienación y represión que esto implicaba. El medio mismo ya no es identificable como tal, y la fusión del medio y del mensaje (McLuhan [7]) es la primer gran fórmula de esta nueva era. Ya no existe un medio en el sentido literal: es ahora intangible, difuso y difractado en lo real, e incluso ya ni siquiera puede decirse que este último es distorsionado por esto.
Tal mezcla interna, tal presencia viral, endémica, crónica y alarmante del medio, sin nosotros ser capaces de aislar sus efectos –espectralizado, como esos hologramas publicitarios esculpidos en el espacio vacío con rayos láser, el evento filtrado por el medio—la disolución de la TV en la vida, la disolución de la vida en la TV –una solución química indiscernible: todos somos Louds, condenados no a la invasión, a la presión, a la violencia, y al chantaje por los medios y los modelos, sino a su inducción, a su infiltración, a su violencia ilegible.
Pero debemos tener cuidado con el giro negativo que el discurso le otorga a esto: no es una cuestión ni de una enfermedad ni de una queja viral. Más bien, debemos pensar de los medios como si fueran, en la órbita exterior, una suerte de código genético que controla la mutación de lo real en lo hiperreal, así como el otro código micromolecular controla el paso de la señal, de una esfera representativa de sentido a la esfera genética de la señal programada.
Todo el modo tradicional de la causalidad se pone en cuestión: el modo de perspectiva, determinista, el modo “activo”, crítico, el modo analítico –la distinción entre causa y efecto, entre activo y pasivo, entre sujeto y objeto, entre fines y medios. Es en este modo que puede decirse: la TV nos ve a nosotros, la TV nos aliena, la TV nos manipula, la TV nos informa…A través de todo esto, uno depende de la concepción analítica cuyo punto de fuga es el horizonte entre realidad y sentido.
Por el contrario, debemos imaginar a la TV en el modelo del ADN, como un efecto en el cual los polos opuestos de la determinación se desvanecen de acuerdo a una contracción nuclear o retracción del viejo esquema polar que siempre ha mantenido una distancia mínima entre una causa y un efecto, entre un sujeto y un objeto: precisamente, la brecha del sentido, la discrepancia, la diferencia, el más pequeño margen de error, irreducible bajo pena de reabsorción en un proceso aleatorio e indeterminable al que ya no se puede referir el discurso, ya que es en sí mismo un orden determinable.
Es esta brecha que se desvanece en el proceso genético de codificación, donde la indeterminación es menos un producto de aleatoriedad molecular que producto de la abolición, simple y pura, de la relación. En el proceso de control molecular, que “va” de núcleo de ADN a la “sustancia” que “informa”, ya no se atraviesa un efecto, de una energía, de una determinación, de cualquier mensaje. “Orden, señal, impulso, mensaje”: todos estos intentos por hacer ininteligible la materia a nosotros, pero por analogía, retranscribiendo en términos de inscripción, de vector, de decodificación, una dimensión de la cual no sabemos nada –ya ni siquiera es una “dimensión”, o quizás es la cuarta (aquello que es definido, no obstante, en la relatividad einsteineana, por la absorción de los polos distintos de espacio y tiempo). De hecho, todo este proceso sólo tiene sentido para nosotros en su forma negativa. Pero nada separa a un polo del otro, el inicial del terminal: hay sólo una especie de contracción de uno con el otro, una telescopía fantástica, un colapso de los dos polos tradicionales uno con el otro: una IMPLOSIÓN –una absorción del modelo radiante de la causalidad, del modo diferencial de la determinación, misma que es electricidad positiva y negativa –una implosión de sentido. Es aquí donde comienza la simulación.
En todas partes, en cualquier dominio político, biológico, psicológico y de medios, donde la distinción entre polos ya no puede mantenerse, uno entra a la simulación, y de ahí a una manipulación absoluta –no a la pasividad, sino a no distinción entre pasivo y activo. El ADN se da cuenta de esta reducción aleatoria en el nivel de la sustancia viva. La televisión en sí, en el ejemplo de los Loud, también adquiere este límite indefinido donde la familia vis-á-vis la TV no es ni más ni menos activa o pasiva que lo que sería una sustancia viva vis-á-vis su código molecular. En ambos sólo hay una nebulosa indescifrable en sus elementos más simples, indescifrable en tanto que su verdad.


Orbital y
Nuclear


Lo nuclear es la apoteosis de la simulación. No obstante, el balance de terror no es nada más que la inclinación espectacular de un sistema de disuasión que ha reptado sigilosamente desde el interior en todas las ranuras de la vida diaria. El momento de tensión nuclear solamente sella el sistema trivializado de la disuasión en el corazón de todos los medios, de la violencia inconsecuente que reina en todo el mundo, del efecto aleatorio de todas las opciones que se hacen por nosotros. Los detalles más nimios de nuestro comportamiento son regidos por signos neutralizados, indiferentes, equivalentes, por signos de suma cero como aquellos que regulan la “estrategia de juego” (pero la ecuación genuina está en otra parte, y lo desconocido es precisamente esa variable de simulación que convierte al mismo arsenal atómico en una forma hiperreal, un simulacro que nos domina a todos y reduce a todos los eventos “de base” a simples escenarios efímeros, transformando la única vida que nos queda en supervivencia, en una apuesta sin apostadores –ni siquiera en una póliza de muerte: sino en una póliza devaluada por adelantado).
No es que la amenaza directa de la destrucción atómica paraliza nuestras vidas. Es más bien que la disuasión nos leucemiza. Y esta disuasión viene de la misma situación que excluye al choque atómico real –lo excluye de antemano como la eventualidad de lo real en un sistema de signos. Todo mundo pretende creer en la realidad de esta amenaza (uno la entiende desde el punto de vista militar, toda la seriedad de su ejercicio, y el discurso de su “estrategia”, es una apuesta): pero precisamente no hay apuestas estratégicas en este nivel, y toda la originalidad de la situación descansa en la improbabilidad de la destrucción.
La disuasión excluye a la guerra –la violencia anticuada de los sistemas en expansión. La disuasión es la violencia neutral, implosiva de los sistemas metastatizables o envolventes. Ya no hay sujeto de disuasión, ni adversario, ni estrategia –es una estructura planetaria del aniquilamiento de las apuestas. La guerra atómica, como la de Troya, no tendrá lugar. El riesgo de la atomización nuclear sólo sirve como pretexto, a través de la sofisticación de las armas –pero esta sofisticación se excede a cualquier objetivo posible a tal grado que es en sí mismo un síntoma de no-existencia –a la instalación de un sistema universal de seguridad, de vinculación, y de control, cuyo efecto disuasivo no apunta de ninguna manera a un choque atómico (este último nunca ha sido una posibilidad real, excepto sin duda justo al principio de la guerra fría, cuando la postura nuclear se confundía con una guerra convencional) pero en realidad, la mucho mayor posibilidad de cualquier evento real, de cualquier cosa que pudiera interrumpir al sistema general y afectar el balance. El balance del terror es el terror del balance.
La disuasión no es una estrategia. Circula y es intercambiado entre los protagonistas nucleares exactamente como el capital internacional, en esa zona orbital de la especulación monetaria, cuyo flujo es suficiente como para controlar toda finanza global. De tal modo que el dinero para matar (no nos referimos a un asesinato real, de igual modo que el capital flotante se refiere a la producción real) que circula en la órbita nuclear es suficiente para controlar toda violencia o conflicto potencial en el mundo.
Lo que se bate a la sombra de esta postura, bajo el pretexto de una amenaza “objetiva” máxima y gracias a esa espada nuclear de Damocles, es la perfección del mejor sistema de control que nunca ha existido. Y la satelización progresiva de todo el planeta por medio de ese hipermodelo de seguridad.
Lo mismo va para las instalaciones nucleares pacíficas. La pacificación no distingue entre lo civil y lo militar: dondequiera que se elaboren aparatos irreversibles de control, dondequiera que la noción de seguridad se vuelve absoluta, dondequiera que la norma reemplaza al anterior arsenal de leyes y violencia (incluyendo la guerra), el sistema de disuasión crece, y alrededor de éste crece un desierto histórico, social y político. Una gran involución hace que todo conflicto, que toda oposición, que todo acto de desafío se contraiga en proporción a este chantaje que los interrumpe, los neutraliza, los congela. No hay motín, no hay historia que pudiera desplegarse más de acuerdo a su propia lógica, ya que corre el riesgo del aniquilamiento. Ni siquiera es posible una estrategia, y la escalada es sólo un juego pueril que se deja a los militares. La apuesta política está muerta. Sólo permanecen los simulacros de conflicto y las apuestas cuidadosamente circunscritas.
La “carrera del espacio” jugó exactamente el mismo rol que la carrera nuclear. Es por ello que fue tan fácilmente capaz de ser tomada de ella en los sesenta (Kennedy/Khruschev), o para desarrollarse concurrentemente en un modo de “coexistencia pacífica”. Ya que, ¿Cuál es la función última de la carrera del espacio, de la conquista lunar, de los lanzamientos de satélites, si no la institución de un modelo de gravitación universal, de la satelización, cuyo embrión perfecto es el módulo lunar: un microcosmo programado, donde nada puede dejarse al azar? Trayectoria, energía, computación, fisiología, psicología, el medio ambiente –nada puede dejarse a la contingencia, este es el universo total de la norma—la Ley ya no existe, es la inmanencia operacional de todo detalle que es ley. Un universo purgado de toda amenaza a los sentidos, en un estado de asepsia y de ingravidez –es esta misma perfección la que nos fascina. Ya que la exaltación de las masas no fue en respuesta al aterrizaje lunar o al viaje del hombre en el espacio (esto es mejor dicho el cumplimiento de un sueño anterior) –no, estamos estupefactos con la perfección de su planeación y manipulación técnica, por el asombro inmanente del desarrollo programado. Fascinados por la maximización de normas y por el dominio de la probabilidad. Desequilibrado por el modelo, como lo estamos por la muerte, pero sin miedo ni impulso. Ya que si la ley, con su aura de trasgresión, si el orden, con su aura de violencia, sigue trastocando a un imaginario perverso, entonces la norma fija, hipnotiza, enmudece, causando que todos los imaginarios se envuelvan. Ya no fantaseamos sobre cada minucia de un programa. Su observancia en sí nos desequilibra. El vértigo de un mundo perfecto.
El mismo modelo de infalibilidad planeada, de seguridad máxima y de disuasión, gobierna ahora la extensión de lo social. Esa es la verdadera caída radiactiva: la operación meticulosa de lo social. Aquí también, nada se dejará al azar; además, esta es la esencia de la socialización, misma que ha estado ocurriendo desde hace algunos siglos pero ha entrado ahora a su fase acelerada, hacia un límite que la gente imaginó sería explosivo (revolución), pero que actualmente resulta en un proceso inverso, irreversible, implosivo: una disuasión generalizada de todo azar, de todo accidente, de toda transversalidad, de toda finalidad, de toda contradicción, ruptura o complejidad en una socialidad iluminada por la norma y condenada a la transparencia del detalla radiado por mecanismos de recolección de datos. De hecho, los modelos espaciales y nucleares ni siquiera tienen sus propios fines: tampoco lo tienen las exploraciones lunares, ni la superioridad estratégica o militar. Su verdad descansa en que son modelos de simulación, modelos vectores en un sistema de control planetario (donde hasta los superpoderes de este escenario no son libres –el mundo entero es satelizado). [8]
Rechaza la evidencia: con la satelización, aquel que es satelizado no es quien piensas que es. Por medio de la inscripción orbital de un objeto del espacio, el planeta tierra se convierte en un satélite, el principio terrestre de la realidad se vuelve excéntrico, hiperreal e insignificante. Por medio del establecimiento orbital de un sistema de control como una coexistencia pacífica, todos los microsistemas terrestres son satelizados y pierden su autonomía. Toda la energía, todos los eventos son absorbidos por esta gravitación excéntrica, todo se condensa e implota en el mismo micro modelo de control (el satélite orbital), como por el contrario, en la otra dimensión biológica, todo converge e implota en el micro modelo molecular del código genético. Entre los dos, atrapados en medio de lo nuclear y lo genético, en el supuesto simultáneo de los dos códigos fundamentales de la disuasión, todo principio de significado es absorbido, todo despliegue de lo real es imposible.
La simultaneidad de dos eventos en 1975 ilustra esto de manera asombrosa: el enlace en el espacio de dos supersatélites estadounidenses y soviéticos, apoteosis de la existencia pacífica –y la supresión por parte de los chinos de la escritura de caracteres y la conversión al alfabeto romano. Este último significa el establecimiento “orbital” de un sistema abstracto y modelo de signos, en cuya órbita se reabsorberán todos aquellos que alguna vez fueron formas de estilo de escritura notables y singulares. La satelización de su lengua: este es el modo como los chinos entran al sistema de la coexistencia pacífica, la cual es inscrita en su cielo justo al mismo tiempo por el acoplamiento de los dos satélites. El vuelo orbital de los Dos Grandes, la neutralización y homogenización de todos los demás en la tierra.


No obstante, a pesar de esta disuasión por parte de la autoridad orbital –el código nuclear o molecular—los eventos continúan sobre tierra, los percances son cada vez más numerosos, a pesar del proceso global de la contigüidad y la simultaneidad de los datos. Pero, sutilmente, estos eventos ya no tienen sentido; no son nada más que un efecto dúplex de simulación en la cumbre. El mejor ejemplo debe ser la guerra de Vietnam, ya que estaba en la encrucijada de una apuesta máxima histórica o “revolucionaria” y la instalación de esta autoridad disuasiva. ¿Qué sentido tuvo esa guerra, sino que su despliegue selló el fin de la historia en el evento culminante y decisivo de nuestra era?
¿Por qué una guerra tan difícil, larga y ardua se desvaneció de la noche a la mañana como por arte de magia?
¿Por qué no la derrota estadounidense (el más grande reverso en la historia) no tuvo repercusiones internas? Si realmente hubiera significado un retroceso en la estrategia planetaria de los Estados Unidos, necesariamente debió haber perturbado el balance interno del sistema político estadounidense. Pero eso no ocurrió.
De ahí que algo más sucedió. Finalmente, esta guerra fue sólo un episodio crucial en una coexistencia pacífica. Marcó el advenimiento de China hacia una coexistencia pacífica. El aseguramiento y concretización –buscado desde hace mucho—de la no intervención de China. El aprendizaje de China en un modus vivendi global, el paso de una estrategia de revolución mundial a una de compartir fuerzas e imperios, la transición de una alternativa radical a la alternancia política en un sistema ahora casi establecido (la normalización de las relaciones entre Pekín y Washington): todo esto fue la apuesta de la guerra de Vietnam, y en ese sentido, los Estados Unidos se retiraron de Vietnam, pero ellos ganaron la guerra.
Y la guerra “espontáneamente” llegó a su fin cuando el objetivo se logró. Es por ello que fue desescalada y desmovilizada tan fácilmente.
Los efectos de este mismo remoldeo son legibles en el campo. La guerra duró hasta que quedaran elementos no liquidados irreducibles a una saludable política y una disciplina de poder, aunque fuera comunista. Cuando finalmente la guerra pasó de la resistencia a las manos de las tropas del Norte regulares, pudo detenerse: había logrado su objetivo. De modo que la apuesta fue por un relevo político. Cuando los vietnamitas probaron que ya no eran los representantes de una subversión impredecible, pudo habérseles entregado. Que este fuera un orden comunista no era fundamentalmente serio: se probó a sí mismo, podía confiarse en él. Incluso son más efectivos que los capitalistas en liquidar estructuras precapitalistas “primitivas” y anticuadas.
El mismo escenario que en la guerra de Argelia.
El otro aspecto de esta guerra y de todas las guerras desde entonces: detrás de la violencia armada, el antagonismo asesino entre los adversarios –lo cual parece una cuestión de vida o muerte, y lo cual se juega como tal (de otro modo, no podrías mandar a la gente a ser mallugada en este tipo de problemas), detrás de este simulacro de una lucha a muerte y de apuestas globales implacables, los dos adversarios son fundamentalmente como uno en contra de aquella otra cosa, innombrable, nunca mencionada, cuyo resultado objetivo, con igual complicidad entre los dos adversarios, es la liquidación total. Son las estructuras tribales, comunales, todo tipo de intercambio, lenguaje, y organización simbólica la que debe ser abolida. Sus asesinatos son el objeto de la guerra –y en su inmenso espectacular efecto de muerte, la guerra es el único medio de este proceso de racionalización terrorista por medio de lo social—el asesinato a través del cual puede fundarse la sociabilidad, sin importar el tipo de alianza, comunista o capitalista. La complicidad total o la división del trabajo entre dos adversarios (quién podría hacer tales sacrificios para lograr eso) para el propósito mismo de remoldear y domesticar las relaciones sociales.
“Los vietnamitas del norte fueron aconsejados a tolerar un escenario de la liquidación de la presencia estadounidense a través de la cual, claro está, debe preservarse el honor.”
El escenario: el bombardeo extremadamente pesado de Hanoi. La naturaleza intolerante de este bombardeo no debe ocultar el hecho de que fue sólo un simulacro para permitir que los vietnamitas parecieran tolerar un compromiso, y para que Nixon pudiera hacer que los estadounidenses se lo tragaran para retirar sus fuerzas. El juego ya se había ganado, nada estaba apostándose objetivamente sino la credibilidad del montaje final.
Los moralistas de la guerra, campeones de los valores exaltados de la guerra, no deberían estar mayormente molestos: una guerra no es mucho menos atroz por ser un simple simulacro –la carne sufre igualmente, y los muertos ex combatientes cuentan igual que en otras guerras. Ese objetivo siempre se logra ampliamente, como el de la repartición de territorios y la sociabilidad disciplinaria. Lo que ya no existe es la adversidad de los adversarios, la realidad de las causas antagonistas, la seriedad ideológica de la guerra –también la realidad de la victoria o la derrota, la guerra siendo un proceso cuyo triunfo descansa mucho más allá de estas apariencias.



En cualquier caso, la pacificación (o disuasión) que nos domina hoy en día está más allá de la guerra y la paz, la equivalencia simultánea de la paz y la guerra. “La guerra es la paz,” dijo Orwell. Aquí también, los dos polos diferenciales implotan uno en el otro, o se reciclan el uno con el otro –una simultaneidad de contradicciones que es tanto la parodia y el fin de toda dialéctica. De modo que es posible perder la verdad de una guerra: principalmente, que todo ya se había terminado mucho antes de llegar a una conclusión, de que en su mero centro, la guerra se llevó a su fin, y de que quizás nunca comenzó realmente. Muchos otros eventos similares (la crisis petrolera, etc.) nunca comenzaron, nunca existieron, excepto esos percances artificiales –abstractos, imitaciones de problemas, catástrofes, y crisis intencionadas para mantener una inversión histórica y psicológica bajo hipnosis. Todos los medios y los servicios de noticias oficiales sólo existen para mantener la ilusión de actualidad –de la realidad de las apuestas, de la objetividad de los hechos. Todos los eventos deben leerse al reverso, donde uno percibe (como con los comunistas “en el poder” en Italia, el redescubrimiento póstumo, “nostálgico” de los gulags y de los disidentes soviéticos como el redescubrimiento casi contemporáneo, por una etnología moribunda, de la “diferencia” perdida de los salvajes) que todas estas cosas llegan demasiado tarde, con una historia en vencimiento, un espiral demorado, de que han agotado su significado muy por adelantado, y que sólo sobreviven en una efervescencia artificial de signos, de que todos estos eventos se siguen ilógicamente uno del otro, con una ecuanimidad total hacia las más grandes inconsistencias, con una indiferencia profunda en torno a sus consecuencias (pero esto es porque ya no hay más: se consumen en su promoción espectacular) –de ahí todo el noticiario de “actualidad” nos da la impresión siniestra del kitsch, de lo retro y de lo porno, todo al mismo tiempo –indudablemente todo mundo sabe esto, y nadie lo acepta realmente. La realidad de la simulación es inaguantable –más cruel que el Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud, el cual seguía siendo un intento de dramaturgia de la vida, el último destello para un ideal del cuerpo, la sangre y la violencia en un sistema que ya se iba en torno a una reabsorción de todas las apuestas sin un solo rastro de sangre. Para nosotros, el truco ya estaba gastado. Toda dramaturgia, e incluso toda la escritura real de crueldad ha desaparecido. La simulación es la maestra, y la nostalgia, la rehabilitación fantasmal paródica de todos los referentes perdidos, permanece sola. Todo sigue desdoblándose ante nosotros, en la luz fría de la disuasión (incluyendo Artaud, quien tiene el derecho, como todos nosotros, a su propio revival, a una segunda existencia como el referente de la crueldad).
Es por ello que la proliferación nuclear no incrementa ni la oportunidad de un choque atómico ni del accidente –salvo en el intervalo donde los poderes “jóvenes” podrían ser tentados a usarlos para propósitos no disuasivos o “reales” (como lo hicieron los estadounidenses en Hiroshima –pero precisamente sólo ellos tenían derecho a este “valor de uso” de la bomba, mientras todos aquellos otros que la han adquirido han sido disuadidos a usarla por el mismo hecho de su posesión). La entrada al club atómico, tan curiosamente llamado, muy rápidamente quita (como la sindicalización para el mundo laboral) cualquier inclinación hacia una intervención violenta. La responsabilidad, el control, la censura, la autodisuasión, siempre se incrementan más rápido que las fuerzas o las armas a nuestra disposición: este es el secreto del orden social. De ahí que la mera posibilidad de paralizar un país entero con el simple movimiento de un switch hace imposible que los ingenieros eléctricos lleguen a utilizar jamás esta arma: todo el mito de la huelga revolucionaria y total se colapsa en el momento mismo en que los medios para lograrlo están disponibles –pero desgraciadamente, exactamente porque los medios para lograrlo están disponibles. Esta es la disuasión en resumidas cuentas.
Por lo tanto, es enteramente posible que un día podamos ver a los poderes nucleares exportando reactores atómicos, armas y bombas en todas las latitudes. Después del control por vía de la amenaza logrará la mucho más efectiva estrategia de la pacificación por medio de la bomba y de su posesión. Los poderes “pequeños”, esperando comprar su fuerza de golpe independiente, solamente comprarán el virus de la disuasión, de su propia disuasión. Lo mismo va para los reactores atómicos que ya les hemos enviado: tantas bombas de neutrones quitando toda virulencia histórica, todo riesgo de explosión. En este sentido, el sistema nuclear instituye un proceso universalmente acelerado de implosión, oculta todo a su alrededor, absorbe toda energía viva.
El sistema nuclear es tanto el punto culminante de la energía disponible y la maximización de los sistemas que controlan toda la energía. El cierre y el control crecen tan rápido como (e indudablemente, incluso hasta más rápido que) las potencialidades de liberación. Esto ya era la aporía de las revoluciones modernas. Sigue siendo la paradoja absoluta del sistema nuclear. Las energías se congelan por su propio poder de fuego, se disuaden a sí mismas. Uno no puede ver realmente qué proyecto, qué poder, qué estrategia, qué sujeto pudiera estar posiblemente detrás de este recinto, de esta vasta saturación de un sistema por su propias fuerzas, de aquí en adelante neutralizadas, inútiles, ininteligibles, no explosivas –excepto la posibilidad de una explosión hacia el centro, o una implosión, donde todas estas energías son abolidas en un proceso catastrófico (en el sentido literal, esto es decir, en el sentido de una reversión del ciclo entero hacia un punto mínimo, de una reversión de energías hacia un umbral mínimo).

(De la traducción de Paul Foss y Paul Patton.
Extraído del libro “Art After Modernism: Rethinking Representation”
Editado por Brian Wallis y Marcia Tucker).





* Reimpresión de Art & Text, no. 11 (Septiembre, 1983): 3-47; también disponible en Simulaciones de Jean Baudrillard, de la trad. de Paul Foss y Paul Patton (Nueva York: Semiotext(e), 1983).
[1] Cf., Jean Baudrillard, L’échange symbolique et la mort (“L’ordre des simulacres”), (París: Gallimard, 1975).
[2] Y que no es susceptible a la resolución por transferencia. Es el enredo de estos dos discursos los que hacen interminable al psicoanálisis.
[3] Mario Perinola, “Icones, Visions, Simulacres,” Traversas, no. 10 (febrero 1978): 39-49. De la traducción de Michael Makarius.
[4] Esto no necesariamente resulta en una desesperanza del significado, pero del mismo modo en una improvisación de significado, del sinsentido, o de varios sentidos simultáneos que se cancelan el uno al otro.
[5] La crisis energética, el montaje ecológico, por mucho, son en sí mismos una película de desastres, en el mismo estilo (y con el mismo valor) como aquellos que actualmente tienen tanto éxito para Hollywood. No tiene sentido interpretar estas películas laboriosamente, por su relación con una crisis social “objetiva”, o incluso con un fantasma de desastre “objetivo”. Es en la otra dirección que debemos decir que es lo social en sí que, en el discurso contemporáneo, se organiza de acuerdo a un guión para película de desastres. (Cf., Michel Makarius, “La stratégie de la catastrophe,” Traverses, no. 10 (febrero 1978): 115-124.
[6] A esta inversión decaída del trabajo le corresponde una inversión en decadencia paralela, en el consumo. Adiós al valor de uso o el prestigio del automóvil, adiós al amoroso discurso que hacía una clara distinción entre el objeto de disfrute y el objeto del trabajo. Otro discurso toma lugar, el cual es un discurso del trabajo sobre el objeto de consumo, que apunta a una reinversión activa, puritana, de peso (usa menos gasolina, cuida de tu seguridad, la velocidad es obsoleta, etc.), para la cual las especificaciones automovilísticas pretenden ser adaptadas: redescubrir una apuesta por la transposición de los polos. De esta manera, el trabajo se convierte en el objeto de una necesidad, el carro se convierte en el objeto del trabajo –no hay mejor prueba sobre la inhabilidad para distinguir las apuestas. Es a través del mismo giro que pasa de los “derechos” a votar a los “deberes” electorales que se señala la desinversión de la esfera política.
[7] La confusión medio/mensaje, es un correlativo de la confusión entre emisor y receptor, sellando de esta manera la desaparición de todas las estructuras duales, polares, que forman la organización discursiva del lenguaje, refiriendo a la rejilla celebrada de funciones de Jakobson, la organización de toda articulación determinada de sentido. El discurso “circular” debe tomarse literalmente: esto es, ya no va de un punto a otro sino que describe un círculo que incorpora indistintamente las posiciones de transmisor y receptor, que de ahí en adelante es inlocalizable como tal. Por lo tanto, ya no es cualquier instancia de poder, o cualquier autoridad transmisora –el poder es algo que circula y cuya fuente ya no puede localizarse, un ciclo en el cual las posiciones del dominador y del dominado se intercambian en una interminable reversión que también es el fin del poder en su definición clásica. La circularización del poder, del conocimiento y del discurso, lleva a toda localización de instancias y de polos a su fin. Incluso en la interpretación psicoanalítica, el “poder” del intérprete no viene de ninguna autoridad externa, sino de los interpretados mismos. Esto cambia todo, ya que nosotros siempre podemos preguntar a los poseedores tradicionales de poder de dónde es que obtienen su poder. ¿Quién te hizo Duque? El Rey. ¿Quién hizo al Rey? Dios. Dios por sí solo no responde. Pero a la pregunta: ¿Quién hizo al psicoanalista? el analista rápidamente responde: Tú. Es así como se expresa, por medio de una simulación inversa, el paso del “analizado” al “analizando”, de activo a pasivo, lo cual sólo lleva a describir el efecto giratorio y móvil de los polos, su efecto de circularidad en el cual se pierde el poder, se disuelve, se resuelve en una manipulación completa (esto ya no es del orden de la autoridad directiva y de la mirada, sino del orden de contacto personal y de conmutación). Ver, también, la circularidad de Estado/familia asegurada por la regulación flotante metastásica de las imágenes de lo social y lo privado. (Jacques Donzelot, The Policing of Families, de la trad. de Robert Hurley [Nueva York: Panteón Books, 1979].)
De aquí en adelante, es imposible preguntarse la pregunta famosa:
“¿Desde qué posición estás hablando?” –
“¿Cómo lo sabes?” –
“¿De dónde sacas el poder?”, sin obtener inmediatamente la respuesta: “Pero es de (desde) ti de quien estoy hablando” –queriendo decir, eres tú quien habla, eres tú quien sabe, el poder eres tú. Una gigantesca circunvolución, una circunlocución de la palabra hablada, lo cual se reduce a un chantaje y a una disuasión inamovible del sujeto que supuestamente hablaría, pero que se deja sin poder decir palabra, sin respuesta, ya que a las preguntas preguntadas puede venir la inevitable respuesta: pero tú eres la respuesta, o: tu pregunta ya es una respuesta, etc. –todo el dominio sofista de la explotación de las palabras, confesión forzada disfrazada como libre expresión, atrapando al sujeto en su propio cuestionamiento, la precesión de la réplica en torno a la pregunta (toda la violencia de la interpretación está ahí, y la violencia del automanejo conciente o inconciente del “habla”).
El simulacro de la inversión o de la involución de polos, este astuto subterfugio que es el secreto de todo el discurso de la manipulación y, por lo tanto, hoy en día, en todo dominio, el secreto de todos estos nuevos poderes limpiando el escenario del poder, forjando el supuesto de todo el habla desde el cual viene esa fantástica mayoría silenciosa característica de nuestros tiempos –todo esto indudablemente comenzó en la esfera política con el simulacro democrático, esto es decir, con la sustitución de la instancia del pueblo por la instancia de Dios como fuente de poder, y la sustitución de la instancia del poder como representación por el poder como emanación. Una revolución anticopérnica: ya no hay ninguna instancia trascendente ni un sol ni una fuente luminosa de poder y conocimiento –todo viene de y regresa al pueblo. Es a través de este magnífico reciclaje que comienza a instalarse el simulacro universal, desde la manipulación del escenario del sufragio masivo a las actuales e ilusorias encuestas de opinión.
[8] Paradoja: todas las bombas son limpias –su única contaminación es el sistema de control y la seguridad que irradian cuando no son detonadas.