Boris Groys

El débil universalismo
Boris Groys

En estos tiempos, sabemos que todo puede ser una obra de arte. O mejor dicho, que todo puede convertirse en una obra de arte por un artista. No existe la oportunidad de que un espectador distinga entre una obra de arte y una “simple cosa” sólo sobre la base de la experiencia visual del espectador. El espectador debe conocer un objeto particular primero para ser usado por un artista en el contexto de su práctica artística para identificarla como obra de arte o como parte de una obra de arte.

Pero, ¿quién es este artista, y cómo es que él o ella se distingan de un no-artista –si acaso es posible esta distinción? Para mí, esto me parece una pregunta mucho más interesante que la de cómo diferenciamos entre una obra de arte y una “simple cosa.”

Mientras tanto, tenemos una larga tradición de crítica institucional. Durante las últimas décadas, el papel de los coleccionistas, curadores, miembros de consejos, directores de museos, galeristas, críticos de arte y así sucesivamente, ha sido extensamente analizado y criticado por los artistas. Pero ¿qué pasa con los artistas? El artista contemporáneo es claramente también una figura institucional. Y los artistas contemporáneos, en su mayoría, están dispuestos a aceptar el hecho de que sus críticas a las instituciones del arte son críticas desde el interior. Hoy en día, el artista podría ser definido simplemente como un profesional que cumple cierto rol en el marco general del mundo del arte, un mundo que está basado –como cualquier otra organización burocrática o corporación capitalista—en la división del trabajo. Podría decirse también que parte de este rol es el de criticar al mundo del arte con el objeto de hacerlo más abierto, más incluyente, y mejor informado, y debido a esto, también más eficiente y más redituable. Esta respuesta es ciertamente plausible –pero al mismo tiempo no muy persuasiva.
1. Desprofesionalizar el arte

Recordemos la conocida máxima de Joseph Beuys: “Todo mundo es un artista.” Esta máxima tiene una larga tradición, retrocediéndose hasta los principios del marxismo y la vanguardia rusa, y es por lo tanto casi siempre caracterizada hoy en día –y ya estaba siendo caracterizada en los tiempos de Beuys—como utópica. Esta máxima es normalmente entendida como expresión de una esperanza utópica de que, en el futuro, la especie humana que actualmente consiste predominantemente en no-artistas se convierta en una humanidad que consista de artistas. No sólo podemos estar de acuerdo ahora que dicha esperanza es imposible, sino que yo jamás sugeriría que es utópica si la figura del artista se define de esta manera. Una visión del mundo completamente girada en torno al mundo del arte, en la cual todos los seres humanos tienen que producir obras de arte y competir por la oportunidad de exhibirlas en esta u aquella bienal, de ninguna manera es una visión utópica, sino bastante distópica –de hecho, una verdadera pesadilla.

Ahora puede decirse –y efectivamente, muchas veces se dijo—que Beuys tenía una comprensión Romántica y utópica de la figura y papel del artista. Y también se dice muchas veces que esta visión romántica y utópica está pasada de moda. Pero este diagnóstico no me resulta muy persuasivo. La tradición sobre la cual funciona nuestro mundo del arte contemporáneo –incluyendo nuestras actuales instituciones de arte—fue formada después de la Segunda Guerra Mundial. Esta tradición se basa en las prácticas artísticas de la vanguardia histórica –y en sus actualizaciones y codificaciones durante los cincuenta y sesenta. Ahora bien, uno no tiene la impresión de que esta tradición haya cambiado mucho desde entonces. Por el contrario, a través del tiempo se ha vuelto más y más establecida. Las nuevas generaciones de artistas profesionales encuentran sus accesos al sistema del arte sobre todo por medio de la red de escuelas de arte y programas educativos que se han globalizado cada vez más en décadas recientes. Esta educación artística, globalizada y más o menos uniforme, se basa en el mismo canon de la vanguardia que domina a otras instituciones de arte contemporáneo –y eso incluye, claro está, no sólo la producción de arte de vanguardia en sí, sino también el arte que fue hecho posteriormente, siguiendo la misma tradición de vanguardia. El modo dominante de la producción de arte contemporáneo es la vanguardia academizada del periodo tardío. Es por ello que me parece que, para ser capaces de responder a la pregunta de quién es el artista, uno debe primero regresarse a los comienzos de la vanguardia histórica –y al papel del artista que se definió en aquel entonces.

Toda educación artística –como la educación en general—tiene que basarse en ciertos tipos de conocimientos o una cierta maestría que supuestamente será transmitida de una generación a otra. Por lo tanto, surge la pregunta: ¿qué tipo de conocimiento y maestría se transmite en las escuelas de arte contemporáneas? Esta pregunta, como todos sabemos, produce mucha confusión hoy en día. El papel de las academias de arte pre-vanguardias estaba muy bien definida. Ahí, uno tenía que dedicarse a los bien establecidos criterios de la maestría técnica –en pintura, escultura y otros medios—que pudiera enseñarse a los estudiantes. Hoy en día, las escuelas de arte regresan parcialmente a este entendimiento de la educación artística –especialmente en el campo de los nuevos medios. Efectivamente, la fotografía, el cine, el video, el arte digital, y demás, requieren de ciertas habilidades técnicas que las escuelas de arte pueden enseñar. Pero claro, el arte no puede ser reducido a la suma de habilidades técnicas. Es por ello que ahora vemos la reemergencia del discurso sobre el arte como forma de conocimiento –un discurso que se vuelve inevitable cuando el arte comienza a enseñarse.
Ahora, la idea de que el arte es una forma de conocimiento no es de ninguna manera nueva. El arte religioso tuvo el propósito de presentar las verdades religiosas en una forma visual y pictórica, a un espectador que no podía contemplarlas directamente. Y el arte mimético tradicional pretendía revelar al mundo natural y cotidiano de las maneras que permitieran que el espectador común pudiera verlo. Ambas ideas fueron criticadas por muchos pensadores, desde Platón hasta Hegel. Y ambas fueron auspiciadas por muchos otros, desde Aristóteles hasta Heidegger. Pero cualquier cosa que pueda decirse sobre los beneficios y desventajas filosóficas correspondientes, ambas ideas en torno a que el arte es una forma específica de conocimiento fueron explícitamente rechazadas por la vanguardia histórica –junto con los criterios tradicionales del dominio conectados a estas ideas. Por medio de la vanguardia, la profesión del artista se desprofesionalizó.

La desprofesionalización del arte ha puesto al artista en una situación incómoda, porque esta desprofesionalización es interpretada muchas veces por el público como un retorno del artista a un estatus de no-profesionalismo. Del mismo modo, el artista contemporáneo comienza a ser percibido como un profesional no-profesional –y al mundo del arte como un espacio de “conspiración de arte” (para usar el término de Baudrillard). 1 La efectividad social de esta conspiración parecería presentar un misterio que sólo puede ser descifrado sociológicamente (ver los escritos de Bordieu y su escuela).

Sin embargo, la desprofesionalización del arte emprendida por la vanguardia no debería malinterpretarse como un simple retorno al no-profesionalidad. La desprofesionalización del arte es una operación artística que transforma la práctica general de las artes, más que simplemente causar que un artista se regrese a un estado original de no-profesionalidad. Por lo tanto, la desprofesionalización del arte es en sí misma una operación altamente profesional. Discutiré posteriormente la relación entre desprofesionalización y la democratización del arte, pero debo comenzar preguntándome cómo el conocimiento y la maestría son necesarios para poder desprofesionalizar desde el principio.

2. Los signos débiles de la Vanguardia

En su libro más reciente, The Time that Remains, Giorgio Agamben describe –usando el ejemplo de San Pablo—el conocimiento y dominio que se requería para convertirse en un apóstol profesional.
2 Este conocimiento es un conocimiento mesiánico: el conocimiento de la llegada del fin del mundo tal y como lo conocemos, de contraer el tiempo, de la escasez del tiempo en que vivimos –la escasez de tiempo que anula toda profesión, precisamente porque la práctica de toda profesión necesita una perspectiva de longue durée, la duración del tiempo y la estabilidad del mundo como tal. En este sentido, la profesión del apóstol es, como escribe Agamben, la de practicar “la constante revocación de toda vocación.” 3 Uno también puede decir “la des-profesionalización de todas las profesiones.” La contracción del tiempo empobrece, vacía todos nuestros signos y actividades culturales –convirtiéndolas en signos cero o, mejor dicho, como Agamben las llama, señales débiles. 4 Tales señales débiles son las señales de la llegada del fin del tiempo que está siendo debilitado por dicha llegada, que ya manifiesta esa carencia de tiempo que se necesitaría para producir y contemplar señales fuertes, ricas. Sin embargo, al final del tiempo, estas señales débiles mesiánicas triunfan por encima de las señales fuertes de nuestro mundo –señales fuertes de autoridad, tradición y poder, pero también señales fuertes de revuelta, deseo, heroísmo, o conmoción. Al hablar de las señales débiles de lo mesiánico, Agamben está pensando obviamente en el “mesianismo débil” –un término introducido por Walter Benjamin. Pero uno también puede recordar (aun cuando Agamben no lo hace) que, en la teología griega, el término “kenosis” caracterizaba a la figura de Cristo –la vida, pasión y muerte de Cristo como una humillación de la dignidad humana, y un vaciado de las señales de la gloria divina. En este sentido, la figura de Cristo también se convierte en una señal débil que puede ser fácilmente malinterpretada como una señal de debilidad –un punto extensamente discutido en El Anticristo de Nietzsche.

Ahora, me gustaría sugerir que el artista de vanguardia es un apóstol secularizado, un mensajero del tiempo que lleva al mundo el mensaje de que el tiempo se contrae, que hay una escasez de tiempo, incluso una falta de tiempo. La modernidad es, efectivamente, una era de pérdida permanente del mundo conocido y de las condiciones tradicionales de vida. Es un tiempo de cambio permanente, de rupturas históricas, de nuevos finales y nuevos comienzos. Vivir dentro de la modernidad significa no tener tiempo, experimentar una escasez permanente, una falta de tiempo que se debe al hecho de que los proyectos modernos son mayormente abandonados sin ser realizados –cada nueva generación desarrolla sus propios proyectos, sus propias técnicas, y sus propias profesiones para realizar dichos proyectos, que luego son abandonados por la siguiente generación. En este sentido, nuestro tiempo presente no es un tiempo postmoderno sino ultramoderno, porque es el tiempo en el que la escasez de tiempo, la falta de tiempo, se vuelve cada vez más obvia. Lo sabemos porque todo mundo está ocupado hoy en día: nadie tiene tiempo.
A través de la era moderna, vimos que todas nuestras tradiciones y estilos de vida heredados, fueron condenados a su caída y desaparición. Pero hoy en día, tampoco confiamos en nuestro tiempo presente –no creemos que sus modas, sus estilos de vida, o maneras de pensar tendrán algún tipo de efecto duradero. De hecho, en el momento que emergen nuevas modas, inmediatamente imaginamos que tarde que temprano llegará su inminente desaparición. (Efectivamente, cuando llega una nueva moda, el primer pensamiento que entra en la mente es: ¿pero cuánto durará? Y la respuesta es siempre que no durará mucho.) Uno puede decir que no sólo la modernidad, sino incluso –y a un grado mayor—nuestro propio tiempo, es crónicamente mesiánico, o, mejor dicho, crónicamente apocalíptico. Vemos casi automáticamente que todo lo que existe y todo lo que emerge desde la perspectiva de su inevitable caída y desaparición.


La vanguardia muchas veces se asocia a la noción de progreso –especialmente de progreso tecnológico. De hecho, pueden encontrarse muchas declaraciones de artistas y teóricos de la vanguardia que se dirigen en contra de los conservadores e insistiendo en la futilidad de la práctica de viejas formas de arte bajo nuevas condiciones determinadas por nuevas tecnologías. Pero esta nueva tecnología fue interpretada –por lo menos por la primera generación de artistas de vanguardia—no como una oportunidad para construir un mundo nuevo y estable, sino como una máquina que promete la destrucción del viejo mundo, así como la permanente autodestrucción de la civilización tecnológica moderna como tal. La vanguardia percibió las fuerzas del progreso como predominantemente destructivas.

De tal modo que las vanguardias se preguntaban si los artistas podían continuar haciendo arte en medio de la permanente destrucción de la tradición cultural y el mundo conocido, por medio de la contracción del tiempo, que viene siendo la principal característica del progreso tecnológico. O, si lo ponemos de otra manera: ¿Cómo pueden los artistas resistir la capacidad destructiva del progreso? ¿Cómo puede hacerse arte que se escaparía del cambio permanente –arte que fuera atemporal, transhistórico? La vanguardia no quería crear el arte del futuro –quería crear arte transtemporal, arte para todos los tiempos. Escuchamos y leemos repetidas veces que necesitamos un cambio, que nuestra meta –también en el arte—debería ser la de cambiar el estatus quo. Pero el cambio es nuestro estatus quo. El cambio permanente es nuestra única realidad. Y en la prisión del cambio permanente, cambiar el estatus quo sería cambiar el cambio –escaparse del cambio. De hecho, toda utopía no es más que un escape a este cambio.

Cuando Agamben describe la anulación de todas nuestras ocupaciones y el vaciado de todos nuestros signos culturales por medio del evento mesiánico, no se pregunta cómo podemos trascender la frontera que divide a nuestra era de la que viene. No se hace esta pregunta porque el Apóstol Pablo no se la pregunta. San Pablo creía que una sola alma –siendo inmaterial—sería capaz de cruzar esta frontera sin perecer, incluso hasta después del fin del mundo material. Sin embargo, la vanguardia artística no buscaba salvar el alma, sino el arte. Y trató de hacerlo por medio de la reducción –reduciendo los signos culturales al mínimo absoluto para que pudieran ser contrabandeados a través de las rupturas, los giros y los cambios permanentes en las modas y corrientes culturales.

Esta reducción radical de la tradición artística tuvo que anticipar todo el grado de su inminente destrucción en manos del progreso. Por medio de la reducción, los artistas de la vanguardia comenzaron a crear imágenes que parecían ser tan pobres, tan débiles, tan vacías, que sobrevivirían a toda posible catástrofe histórica.

En 1911, cuando Kandinsky habla en Sobre lo espiritual en el arte sobre la reducción de toda mímesis pictórica, toda representación del mundo –la reducción que revela que todas las pinturas son en realidad combinaciones de colores y formas—quiere garantizar la supervivencia de su visión de la pintura a través de toda posible transformación cultural futura, incluyendo hasta las más revolucionarias. El mundo que representa una pintura podrá desaparecer, pero no la propia combinación de colores y formas contenidas en una pintura. Y eso se relaciona no sólo con la pintura, sino también con todos los otros medios, incluyendo la fotografía, y el cine. Kandinsky no quiso crear su propio estilo individual, sino que más bien usó sus pinturas como una escuela para la mirada del espectador –una escuela que permitiría que el espectador viera los componentes invariables de todas las posibles variaciones artísticas, los patrones repetitivos que subyacen en las imágenes del cambio histórico. En este sentido, Kandinsky sí entiende su propio arte como eterno.

Posteriormente, con Black Square, Malevich emprende una reducción aun más radical de la imagen, hacia una relación pura entre imagen y marco, entre objeto contemplado y campo de contemplación, entre uno y cero. De hecho, no podemos escapar del cuadrado negro –cualesquier imagen que veamos es simultáneamente el cuadrado negro. Lo mismo puede decirse acerca del gesto de readymade introducido por Duchamp: lo que sea que queramos exhibir y lo que sea que vemos como lo que se exhibe presupone este gesto.
Por lo tanto, podemos decir que el arte de vanguardia produce imágenes trascendentales, en el sentido kantiano del término, imágenes que manifiestan las condiciones para la emergencia y contemplación de cualquier otra imagen. El arte de la vanguardia es el arte no sólo del mesianismo débil, sino también de un universalismo débil. No sólo es un arte que utiliza signos cero vaciados por el evento mesiánico que se acerca, sino que es también el arte que se manifiesta por medio de imágenes débiles –imágenes de una visibilidad débil, imágenes que son necesariamente, estructuralmente pasadas por alto cuando funcionan como componentes de imágenes fuertes con un alto nivel de visibilidad, imágenes como las del arte clásico o la cultura de masas.

La vanguardia negó la originalidad, ya que no quería inventar sino descubrir la imagen trascendental, repetitiva, débil. Pero claro, todos esos descubrimientos de lo no original fue entendido como un descubrimiento original. Y como en la filosofía y la ciencia, hacer arte trascendental también significa hacer arte universalista, transcultural, porque cruzar una frontera temporal es básicamente la misma operación que cruzar una frontera cultural. Toda imagen hecha en el contexto de cualquier cultura imaginable es también un cuadrado negro, porque se parecerá a un cuadrado negro si es borrado. Y eso quiere decir que –para una mirada mesiánica—siempre ya se veía como un cuadrado negro. Esto es lo que hace de la vanguardia una verdadera apertura hacia un arte universalista y democrático. Pero el poder universalista de la vanguardia es un poder de debilidad, de auto-borrado, porque la vanguardia sólo se volvió universalmente exitosa al producir las imágenes más débiles posibles.

Sin embargo, la vanguardia es ambigua de una manera que no lo es la filosofía trascendental. La contemplación filosófica y la idealización trascendental son operaciones que se pensaron efectuadas sólo por filósofos para filósofos. Pero las imágenes trascendentales de la vanguardia son mostradas en el mismo espacio de la representación artística –en términos filosóficos—que las imágenes empíricas. Por lo tanto, pude decirse que la vanguardia coloca lo empírico y lo trascendental en el mismo nivel, permitiendo que lo empírico y lo trascendental sean comparados en una mirada unificada, democratizada. El arte de vanguardia expande radicalmente el espacio de la representación democrática al incluir en ella lo trascendental, que fue previamente objeto de ocupación y especulación religiosa o filosófica. Y eso tiene aspectos positivos, pero peligrosos.

Desde una perspectiva histórica, las imágenes de la vanguardia se ofrecen a la mirada de un espectador no como imágenes trascendentales, sino como imágenes específicamente empíricas que manifiestan su tiempo específico y la psicología específica de sus autores. De ahí que la vanguardia “histórica” simultáneamente produjo clarificación y confusión: clarificación, porque reveló patrones repetitivos de imágenes detrás de los cambios en los estilos y corrientes históricas; pero también confusión, porque el arte de vanguardia se exhibía junto a otra producción artística de manera que le permitiera ser (mal)entendida como un estilo histórico específico. Puede decirse que la debilidad básica del universalismo de la vanguardia ha persistido hasta ahora. La vanguardia es percibida por la historia del arte actual como creadora de imágenes arte-históricas fuertes –y no como creadora de imágenes débiles, transhistóricas, universalistas. De esta manera, la dimensión universalista del arte que la vanguardia intentó revelar sigue siendo pasada por alto, porque el carácter empírico de su revelación la ha eclipsado.

Incluso ahora, uno puede escuchar en las exposiciones del arte de vanguardia: “¿Por qué esta pintura,” digamos, de Malevich, “debe estar en el museo si mi hijo puede hacerla –e incluso lo hace?” Por un lado, esta reacción a Malevich es, claro, correcta. Nos muestra que sus obras siguen siendo experimentadas por el público en general como imágenes débiles, no obstante su celebración arte-histórica. Pero por otro lado, la conclusión a la que la mayoría de los visitantes de la exhibición llegan es incorrecta: uno piensa que esa comparación desacredita a Malevich, mientras que la comparación puede usarse, en cambio, como una manera de admirar al hijo que tenemos. Efectivamente, por medio de su obra, Malevich abrió la puerta hacia la esfera del arte para las imágenes débiles –de hecho, para todas las posibles imágenes débiles. Pero esta apertura puede ser entendida sólo si el auto-borrado de Malevich es debidamente apreciado –si sus imágenes son vistas como trascendentales y no empíricas. Si el visitante a la exhibición de Malevich no puede apreciar la pintura de su hijo o hija, entonces tampoco puede este visitante apreciar verdaderamente la apertura de un campo del arte que permite que las pinturas de este niño sean apreciadas.
El arte de vanguardia, hoy en día, sigue siendo impopular por default, aun cuando se exhibe en los principales museos. Paradójicamente, es visto generalmente como un arte no-democrático, elitista, no porque sea percibido como un arte fuerte, sino porque es percibido como un arte débil. Lo cual quiere decir que la vanguardia es rechazada –o mejor dicho, pasada por alto—por públicos más amplios y democráticos, precisamente por ser un arte democrático; la vanguardia no es popular porque es democrática. Y si la vanguardia fuera popular, sería no-democrática. Efectivamente, la vanguardia abre una manera para que una persona promedio se entienda a sí mismo como artista –para entrar en el campo como productor de imágenes débiles, pobres, sólo parcialmente visibles. Pero una persona promedio no es popular, por definición –solo las estrellas, las celebridades y las personalidades excepcionales y famosas pueden ser populares. El arte popular es hecho para una población que consiste de espectadores. El arte de vanguardia es hecho para una población que consiste de artistas.

3. La repetición del gesto débil

Claro, aquí nos surge la pregunta sobre lo que ha ocurrido con el arte de vanguardia trascendentalista, universalista. En la década de los veinte, este arte fue usado por la segunda ola de movimientos de vanguardia como un supuesto cimiento estable para construir un nuevo mundo. El fundamentalismo secular de esta segunda ola de vanguardia fue desarrollada en los veinte por el Constructivismo, Bauhaus, Vkhutemas y así sucesivamente, aun cuando Kandinsky, Malevich, Hugo Ball y otras figuras principales de la primera vanguardia rechazaron este fundamentalismo. Pero incluso si la primera generación de la vanguardia no creía en la posibilidad de construir un nuevo mundo concreto sobre la base débil de su arte universalista, aun creían que ellos efectuaban la reducción más radical, y produjeron obras de una debilidad mucho más radical. Pero mientras tanto, sabemos que esto fue también una ilusión. Fue una ilusión no sólo porque estas imágenes podían ser hechas más débiles que lo que fueron, sino porque su debilidad fue olvidada por la cultura. De la misma manera, desde la distancia histórica nos parecen o muy fuertes (para el mundo del arte) o irrelevantes (para todos los demás).

Eso quiere decir que el gesto artístico débil, trascendental no puede ser producido de una vez y para todos los tiempos. Más bien, debe repetirse una y otra vez para mantener visible la distancia entre lo trascendental y lo empírico –y resistirse a las imágenes fuertes del cambio, la ideología del progreso, y las promesas de crecimiento económico. No es suficiente revelar los patrones repetitivos que trascienden al cambio histórico. Es necesario repetir constantemente la revelación de estos patrones –esta repetición en sí debe ser vuelta repetitiva, porque cada repetición del gesto débil y trascendental produce simultáneamente clarificación y confusión. Por lo tanto, necesitamos más clarificación que nuevamente produzca una posterior confusión, y así sucesivamente. Es por esto que la vanguardia no puede ocurrir una vez y para todos los tiempos, sino que debe repetirse permanentemente para resistirse al cambio histórico y a la falta crónica de tiempo.
Este gesto, repetitivo y al mismo tiempo fútil, abre un espacio que me parece que es uno de los espacios más misteriosos de nuestras formas democráticas contemporáneas: redes sociales como Facebook, MySpace, Youtube, Second Life y Twitter, los cuales ofrecen a las poblaciones globales la oportunidad de subir sus fotos, videos y textos de manera tal que no pueden distinguirse de cualquier otra obra de arte conceptualista o post-conceptualista. En un sentido, entonces, este es un espacio inicialmente abierto por el arte conceptual de la neovanguardia radical de los sesenta y setenta. Sin las reducciones artísticas efectuadas por estos artistas, la emergencia de la estética de estas redes sociales sería imposible, y no pudieran ser abiertas a un público democrático masivo de la misma manera.

Estas redes son caracterizadas por la producción masiva y colocación de signos débiles de baja visibilidad –en vez de la contemplación masiva de signos fuertes con alta visibilidad, como fue el caso durante el siglo XX. Lo que estamos experimentando hoy en día es la disolución de la cultura de masas comercial como la describieron muchos teóricos influyentes: como la era del kitsch (Greenberg), la industria cultural (Adorno), o una sociedad del espectáculo (Debord). Esta cultura de masas fue creada por las élites políticas y comerciales dominantes para las masas –masas de consumidores, de espectadores. Ahora, el espacio unificado de la cultura de masas está pasando por un proceso de fragmentación. Seguimos teniendo a las estrellas, pero ya no brillan como antes. Hoy en día, todo mundo escribe y postea imágenes –pero, ¿quién tiene el tiempo suficiente para verlas y leerlas? Nadie, obviamente, o sólo un círculo pequeño de coautores con ideas similares, conocidos, y parientes mayormente. La relación tradicional entre productores y espectadores como lo establece la cultura de masas del siglo XX se ha invertido. Mientras que antes, sólo unos cuantos elegidos producían imágenes y textos para millones de lectores y espectadores, millones de productores producen textos e imágenes para un espectador que tiene poco o nada de tiempo para leerlos o verlos.

Anteriormente, durante el periodo clásico de la cultura de masas, se esperaba que uno compitiera por recibir la atención del público. Se esperaba que uno inventara una imagen o texto que sería tan fuerte, tan sorprendente, y tan conmovedor que capturaba la atención de las masas, aun cuando fuera por un periodo corto de tiempo, a lo que Andy Warhol famosamente se refería como los quince minutos de fama.
Pero al mismo tiempo, Warhol produjo películas como Sleep o Empire State Building que duraban varias horas y eran tan monótonas que nadie podía esperar que los espectadores permanecieran atentos durante toda la película. Estas películas también son buenos ejemplos de signos mesiánicos y débiles, porque demuestran el carácter transitorio del sueño y de la arquitectura –que parecen peligrar, puestos en la perspectiva apocalíptica, listos para desaparecer. Al mismo tiempo, estas películas en realidad no necesitan de una atención dedicada, o de hecho, no necesitan ni siquiera de un espectador. No es accidental que ambas películas de Warhol funcionan mejor no en una sala de cine sino en una instalación, donde como regla son presentadas en constante repetición. El visitante de la exhibición puede verlas por un momento –o quizás ni siquiera verlas. Lo mismo puede decirse de los sitios en Web de las redes sociales –uno puede visitarlos o no. Y si uno sí los visita, entonces sólo esta visita como tal es registrada, no cuánto tiempo se mantuvo esa persona viendo la página. La visibilidad del arte contemporáneo es una visibilidad débil, virtual, la visibilidad apocalíptica del tiempo contraído. Uno queda ya satisfecho con que cierta imagen pueda verse o de que cierto texto pueda ser leído –la facticidad de ver y leer se vuelve irrelevante.

Pero claro que Internet también puede volverse –y parcialmente se ha vuelto—un espacio para imágenes y textos fuertes que han comenzado a dominarlo. Es por esto que las generaciones más jóvenes de artistas se interesan cada vez más en la visibilidad débil y en los gestos públicos débiles. En todos lados, somos testigos de la emergencia de grupos artísticos en los cuales los participantes y los espectadores coinciden. Estos grupos hacen arte para ellos mismos –y quizás para los artistas de otros grupos si están dispuestos a colaborar. Este tipo de práctica participativa quiere decir que uno se puede convertir en espectador sólo cuando uno ya se ha convertido en artista –de lo contrario, uno simplemente no podría ser capaz de obtener acceso a las prácticas artísticas correspondientes.
Regresemos ahora al comienzo de este texto. La tradición de la vanguardia opera por medio de la reducción, produciendo de esta manera imágenes atemporales y universalistas. Es un arte que posee y representa el conocimiento mesiánico secular de que el mundo en que vivimos es un mundo transitorio, sujeto a cambios permanentes, y que la duración de vida de cualquier imagen fuerte es necesariamente corta. Y también es un arte de baja visibilidad que puede compararse con la baja visibilidad de la vida cotidiana. Y esto, claro, no es accidental, porque es principalmente nuestra vida cotidiana la que sobrevive a las rupturas históricas y los cambios, precisamente debido a su debilidad y baja visibilidad.

Hoy en día, de hecho, la vida cotidiana comienza a exhibirse a sí misma –a comunicarse como tal—por medio del diseño o por medio de redes contemporáneas de participación en comunicación, y se vuelve imposible distinguir la presentación de la cotidianeidad de lo cotidiano en sí mismo. Lo cotidiano se convierte en una obra de arte –ya no existe una vida a secas, o, mejor dicho, la vida a secas se exhibe como artefacto. La actividad artística es ahora algo que el artista comparte con su público en el nivel más común de la experiencia cotidiana. El artista ahora comparte el arte con el público así como ella o él lo compartían con la religión o la política. Ser artista ya ha dejado de ser un destino exclusivo, convirtiéndose en cambio en una práctica cotidiana –una práctica débil, un gesto débil. Pero para establecer y mantener este nivel cotidiano de arte, uno debe repetir permanentemente la reducción artística –resistiéndose a las imágenes fuertes y escapándose del estatus quo que funciona como un medio permanente para el intercambio de estas imágenes fuertes.

Al inicio de sus Lecciones de Estética, Hegel afirmó que en su época, el arte ya era una cosa del pasado. Hegel creía que, en los tiempos de la modernidad, el arte ya no podía manifestar nada verdadero acerca del mundo como tal. Pero la vanguardia ha mostrado que el arte sigue teniendo algo qué decir acerca del mundo moderno: puede demostrar su carácter transitorio, su falta de tiempo; y para trascender esta falta de tiempo por medio de un gesto débil y mínimo, se requiere poco tiempo, o incluso nada de tiempo.