Los inicios del arte contemporáneo

Antecedentes
Ruptura con la tradición y el nacimiento del artista moderno

Lectura: Extraído de “Historia del Arte”, de E.H. Gombrich
(CAPÍTULO 25: “La Permanente revolución” El siglo XIX)

Lo que he llamado la ruptura con la tradición, que marca el periodo de la Revolución Francesa, estaba encaminada a cambiar toda la situación en la cual vivían y trabajaban los artistas. Las academias y las exhibiciones, los críticos y conocedores, habían hecho lo mejor que pudieron por introducir una distinción entre el Arte con A mayúscula y el mero ejercicio artesanal, ya fuera del pintor o del constructor. En este contexto, los fundamentos sobre los cuales había descansado el arte durante toda su existencia estaban siendo socavados desde otro lado. La Revolución Industrial comenzó a destruir la tradición misma de una habilidad artístico-artesanal sólida; el trabajo a mano dio lugar a la producción de las máquinas, de los talleres a las fábricas.
En la pintura y en la escultura, las convenciones de “estilo” jugaron una parte menos prominente, y puede pensarse que la ruptura con la tradición afectó menos a estas artes; pero este no fue el caso. La vida de un artista nunca había sido sin sus problemas y ansiedades –esto desde los orígenes de la concepción moderna de arte—pero había algo que podía decirse sobre aquellos “buenos tiempos”: ningún artista necesitaba preguntarse a sí mismo porque había venido al mundo. En cierto modo, su trabajo había sido tan bien definido como el de cualquier otra vocación. Siempre había pinturas para altares que había que hacer, retratos por pintar; la gente quería comprar cuadros para sus mejores aposentos, o comisionar murales para sus villas. En todos estos trabajos, podía trabajar en líneas más o menos preestablecidas. Cumplía con lo que el patrón le pedía. Cierto, podía producir un trabajo indiferente, o hacerlo tan superlativamente bien que la obra en sí no era más que el inicio de una obra maestra de trascendencia. Pero su posición en la vida estaba más o menos asegurado. Y fue precisamente esta sensación de seguridad la que los artistas perdieron en el siglo XIX. La ruptura con la tradición había abierto un campo ilimitado de opciones. Corría por cuenta de ellos decidir si querían pintar paisajes o escenas dramáticas del pasado, ya fuera que escogieran sujetos extraídos de las obras de Milton o de los clásicos, ya fuera que adoptaran el modo restringido del revival clásico de David, o el modo fantástico de los maestros del Romanticismo. Pero mientras más amplio el campo de acción, menos probable era que el gusto del artista coincidiera con el de su público. Quienes compran pinturas tienen más o menos una idea en mente. Quieren conseguir algo muy similar a lo que han visto en otro lado. En el pasado, esta exigencia era fácilmente lograda por los artistas, ya que, aunque su trabajo difiriera enormemente en términos de mérito artístico, las obras de un periodo regularmente son muy parecidas en muchos aspectos. Ahora que esta unidad de la tradición había desaparecido, las relaciones del artista con su mecenas eran tensas la mayoría de las veces. El gusto del mecenas se fijaba en una dirección: el artista no sentía en su interior la satisfacción de sus exigencias. Si estaba forzado a hacerlo por cuestiones de dinero, sentía que estaba “haciendo concesiones”, y que perdía su autoestima y el respeto de los demás. Si decidía seguir sólo su voz interna, y de rechazar cualquier comisión que no estuviera reconciliada con su idea de arte, estaba en peligro de morir de hambre. Por lo tanto, surgió un corte profundo en el siglo XIX, entre aquellos artistas cuyo tempreamento o convicciones les permitían seguir las convenciones y satisfacer las demandas del público, y aquellos que se glorificaban en su aislamiento voluntario. Lo que complicaba las cosas era que la Revolución Industrial y la caída del artesanado, el nacimiento de una nueva clase media que muchas veces carecía de tradición (léase, sin una educación formal que les permitiera apreciar lo que los artistas producían), y la producción de bienes baratos y desechables que se hacían pasar por “Arte”, había deteriorado el gusto del público.
La desconfianza entre los artistas y el público era generalmente mutua. Para el empresario exitoso, un artista era poco más que un impostor que exigía precios ridículos por algo que difícilmente podía llamarse un trabajo honesto. Entre los artistas, por otro lado, se convirtió en un pasatiempo confeso, el de “despabilar a la burguesía” fuera de su autocomplacencia y dejarlo perplejo y desconcertado. Los artistas comenzaron a verse como una raza aparte, se dejaron crecer el cabello y la barba, se vestían de velvetín o de pana, se ponían sombreros de ala ancha y corbatas aflojadas, y generalmente mostraban un desprecio por los convencionalismos de lo “respetable”. Tal estado de las cosas difícilmente puede decirse que era sano, pero quizás era inevitable. Y debe aceptarse que, aunque la carrera de un artista estaba acosada por innumerables altibajos, las nuevas condiciones también tenían sus compensaciones. Los altibajos eran obvios. El artista que vendía su alma y complacía el gusto de aquellos que carecían de gusto, estab perdido. Igualmente el artista que dramatizaba su situación, que se pensaba como un genio, por la sencilla razón de que no tenía compradores. Pero la situación sólo era desesperada para personas débiles. Ya que el amplio rando de opciones, y la independencia de los caprichos del mecenas, que había sido adquirida por un precio muy alto, también tenía sus ventajas. Por primera vez, quizás, se convirtió en una verdad el que el arte fuera el medio más perfecto para expresar la individualidad, tomando en cuenta que el artista tuviera una individualidad que expresar.
Para muchos, esto puede sonar como una paradoja. La idea contemporánea es que todo el arte es, y siempre ha sido, un medio de “expresión”, y hasta cierto punto, la gente que apoya esta idea tiene razón. Pero la cuestión no es tan simple como normalmente se piensa que es. Es obvio que un artista en Egipto tenía pocas oportunidades para expresar su personalidad. Las reglas y convencionalismos de su estilo eran tan estrictas que había muy poco campo para la elección. Todo en realidad se reduce a esto: donde no hay elección no hay expresión. Un ejemplo sencillo podría clarificar lo anterior. Si decimos que una mujer “expresa su individualidad” con su modo de vestir, queremos decir que la elección que toma indica sus antojos y preferencias. Sólo tenemos que ver a algún conocido nuestro comprar un sombrero y tratar de averiguar porqué rechazó éste y escogió aquél. Siempre tiene que ver con el modo como él o ella se ven a sí mismos, y cada uno de los actos de elección pueden enseñarnos algo sobre su personalidad. No obstante, si esa primer mujer tuviera que usar uniforme, quizá quede algún rango de “expresión”, pero obviamente mucho menos. El estilo es precisamente ese uniforme. Cierto, sabemos que mientras el tiempo pasó, el rango de expresión del artista se incrementó, y con ello los medios del artista para expresar su personalidad. Cualquiera puede ver que artistas de la antigüedad como Fra Angelico tenía un carácter distinto que el de Vermeer van Delft. No obstante, ninguno de estos artistas estaba deliberadamente tomando su elección de manera que pudiera expresar su individualidad. Lo hizo sólo de manera incidental, tal y como nos expresamos en todo lo que hacemos, ya sea que encendamos una pipa o corramos tras un autobús. La idea de que el verdadero propósito del arte era el de expresar la individualidad sólo podría sentar una base sólida hasta que el arte perdió todos los demás propósitos. Sin embargo, a como las cosas iban desarrollándose, esta era una proclamación verdadera y válida. Ya que lo que la gente que se interesaba por el arte buscaba en estas exhibiciones y estudios ya no era una muestra de demostración de una habilidad ordinaria –que se había vuelto tan común que ya no llamaba la atención—querían que el arte los condujera a contactar personas con las cuales sería interesante conversar: personas cuya obra diera evidencia de una sinceridad incorruptible, que no estaban contentos con simples efectos tomados por prestado y que no plasmarían ni un solo trazo con sus pinceles sin antes preguntarse si satisfacía a sus conciencias artísticas. En este sentido, la pintura del siglo XIX difiere considerablemente de la historia del arte como la hemos conocido hasta ahora. En periodos anteriores, eran usualmente los principales maestros, artistas cuyas habilidades eran supremas, quienes recibían las comisiones más importantes, y que por lo tanto se volvían más famosos. Piensen en Giotto, Miguel Ángel, Holbein, Rubens o incluso Goya. Esto no quiere decir que las tragedias no pueden ocurrir o que no hubo pintores que no fueron suficientemente honrados en sus países, pero en términos generales, los artistas y su público compartían suposiciones y por lo tanto concordaban en cuanto a los estándares de excelencia. No fue sino hasta el siglo XIX que se abrió la verdadera brecha entre los artistas de éxito –quienes contribuían al “arte oficial”—y los inconformes, que fueron sólo apreciados hasta después de su muerte. El resultado es una paradoja muy extraña. Incluso hoy en día, hay pocos especialistas que conocen poco sobre el “arte oficial” del siglo XIX. Muchos de nosotros estamos familiarizados con algunos de sus productos, los monumentos de las grandes figuras en las plazas públicas, los murales en los edificios públicos y los vitrales en las iglesias o en las universidades, pero para la mayoría de nosotros estos han adquirido un semblante tan alejado que ya no les prestamos más atención que la atención que prestamos a las inscripciones de los cuadros que encontramos en algún hotel antiguo.
Probablemente haya una razón para esta negligencia tan frecuente. Si vemos una pintura del pasado inmediato –Copley, y su pintura de Paul Revere, por ejemplo—puede indicarse que su esfuerzo por visualizar a un personaje histórico lo más exactamente posible dejaba una impresión perdurable, y que durante todo un siglo muchos artistas tomaron una labor considerable para mostrar tales retratos con vestimenta de hombres famosos del pasado –Dante, Napoleón o George Washington—en algún punto dramático de transición en sus vidas. Puede añadirse que tales pinturas tan teatrales generalmente lograban un enorme éxito en las exhibiciones, pero que rápidamente perdían su atractivo. Nuestras ideas del pasado tienden a cambiar rápidamente. Las vestimentas elaboradas y los escenarios rápidamente se tornan poco convincentes y los gestos heroicos pronto se tornan un poco “actuados”. Es muy probable que llegará un tiempo en el que estas obras sean redescubiertas y donde sea posible discriminarlas de entre las más malas y las meritorias. Ya que, obviamente, no todo el arte de esa época fue tan vacío y convencional como solemos pensar hoy en día. Y sin embargo, posiblemente siempre será verdad que, desde la Revolución Francesa y todo lo que produjo en términos sociales, políticos, económicos, etc., la palabra Arte ha adquirido un sentido diferente para nosotros, y que la historia del arte en el siglo XIX nunca podrá convertirse en la historia de los maestros más exitosos y mejor pagados de la época. Más bien lo vemos como la historia de un puñado de hombres solitarios que tuvieron la valentía y la persistencia para pensar por ellos mismos, de examinar los convencionalismos sin temor y de manera crítica, y por lo tanto, de crear nuevas posibilidades para su arte.
Los episodios más dramáticos de este desarrollo tomaron lugar en París. Ya que fue París la que se convirtió en la capital artística de Europa en el siglo XIX, tal y como Florencia lo había sido en el siglo XV y Roma en el XVII. Artistas de todo el mundo llegaron a París para estudiar con los maestros y, la mayoría de ellos, para unirse a las discusiones sobre la naturaleza del arte que nunca terminaba, en los cafés de Montmartre, donde la nueva concepción del arte fue dolorosamente labrada.
El principal pintor conservador en la primer mitad del siglo XIX fue Jean Auguste-Dominique Ingres (1780-1867). Había sido pupilo y seguidor de David, y como él, admiraba el arte heroico de la antigüedad clásica. En su enseñanza, insistía en la disciplina de la precisión absoluta en la vida de clase y detestaba la improvisación y el desorden. En “La Bañista de Valpinçon” (1808), Ingres muestra su propia maestría en la interpretación de la forma y en la suave claridad de su composición. Es fácil entender porqué muchos artistas envidiaron de Ingres su seguridad técnica y respetaron su autoridad, aun cuando no estaban de acuerdo con sus puntos de vista. Pero también es fácil entender porqué sus más apasionados contemporáneos encontraban tal perfección insoportable.
El punto de unión para sus oponentes fue el arte de Eguene Delacroix (1798-1863). Delacroix. Él mismo era un personaje complejo con amplias y variadas afinidades, y sus bellos diarios muestran que él no hubiera disfrutado ser tipificado como un rebelde fanático. Si asumió ese rol, fue porque no podía aceptar los estándares de la Academia. No tenía paciencia para soportar toda la habladuría sobre los Griegos o los Romanos, o para la insistencia por el dibujo correcto, y la constante imitación de las estatuas clásicas. Él creía que, en las pinturas, el color era más importante que la habilidad de dibujar, y la imaginación más importante que el conocimiento. Mientras que Ingres y su escuela cultivaban la Gran Manera y admiraban a Poussin y a Rafael, Delacroix impactó a los conocedores, al preferir a los Venecianos y a Rubens. Estaba cansado de los sujetos de aprendizaje que la Academia quería que ilustraran, y fue al Norte de África en 1832, para estudiar los colores brillantes y decoraciones románticas del mundo Árabe. Cuando vio a unos caballos peleando en Tánger, anotó en su diario: “Desde el comienzo, se encabritaron y pelearon con una furia que me estremeció desde el estrado, pero magnífico para pintarlo. Estoy seguro que he sido testigo de una escena tan extraordinaria y fantástica como cualquiera que. . .Rubens pudo haber imaginado”. Si vemos unas de sus pinturas donde representa escenas de caballerizas árabes muestra los frutos de sus viajes. Todo en estas pinturas es una negación a las enseñanzas de David o de Ingres. No hay claridad en el trazo, no hay modelaje del desnudo en los cuidadosos injertos tonificados de luz y de sombra, no hay pose ni moderación en la composición, ni siquiera un sujeto patriótico o edificante. Todo lo que el pintor quiere es que seamos testigos de un momento intenso y excitante, y de compartir su goce en el movimiento y romance de la escena, con la caballeriza Árabe pasando de lleno, y los bellos caballos encabritados en la parte central. Fue Delacroix quien aclamó un cuadro de Constable en París, aunque su personalidad y elección de sujetos románticos le dan una mayor afinidad a pintores de la etapa previa como Turner.
De cualquier manera, sabemos que Delacroix realmente admiraba a un paisajista francés de su generación, cuyo arte se dice haber formado un puente entre estas aproximaciones contrastantes de la naturaleza: Jean Baptiste Camille Corot (1796-1875). Como Constable, Corot comenzó con la determinación de interpretar la realidad lo más verídicamente posible, pero la verdad que quería capturar era de alguna manera diferente. La pintura de Corot, nos muestra que se concentraba menos en los detalles que en la forma general y el tono de sus motivos, para transmitir la calidez y la quietud de un día de verano en el Sur.
Por mucho que la delicada maestría de Corot fue amada y admirada por sus colegas más jóvenes, no deseaban seguirlo por este camino. De hecho, la siguiente revolución estaba preocupada principalmente con los convencionalismos que gobernaban al manejo de temas. En las academias, seguía la idea de que las pinturas dignas deben representar a personajes dignos, y que los trabajadores o los campesinos proporcionaban temas adecuados sólo para escenas de “género” en la tradición de los maestros holandeses. Durante la Revolución de 1848, un grupo de artistas se reunieron en la villa francesa de Barbizon para seguir el programa de Constable y de ver a la naturaleza con ojos frescos. Uno de ellos, Jean-Francois Millet (1814-75), decidió extender este programa, de paisajes a figuras. Quería pintar escenas de la vida campesina tal y como realmente era, pintar a hombres y mujeres trabajando en el campo. Es curioso meditar que esto pudo haber sido considerado revolucionario, pero en el arte del pasado, los campesinos eran generalmente vistos como pintorescos y cómicos, tal y como Bruegel los había pintado. Si vemos una pintura de Millet, podemos cerciorarnos de que no hay un incidente dramático representado, nada que pueda llamarse anecdótico. Sólo tabajadores en campos llanos donde se efectúan las cosechas. No son ni bellas ni agraciadas. No hay una sugerencia de una “vida campirana ideal” en las pinturas. Mujeres campesinas que se mueven lentamente y con cierta pesadumbre, dedicadas seriamente a su labor. Millet había hecho todo por enfatizar el peso y solidez de los cuerpos, así como sus movimientos deliberados. Los modeló firmemente y en líneas simples contra la planicie brillante y asoleada. Es así como, por ejemplo, tres mujeres campesinas asumían una dignidad más natural y más convincente que la de sus héroes académicos. El arreglo, que parece casual a primera vista, apoya la impresión de una postura tranquila. Hay un ritmo calculado en el movimiento y distribución de las figuras que le otorga estabilidad a todo el diseño, y nos hace sentir que el pintor vio al trabajo de la cosecha como una escena de significatividad solemne.
El pintor que le daba nombre a este movimiento fue Gustave Courbet (1819-77). Cuando abrió una exhibición individual en una choza en París en el año de 1855, le dio el título de Le Realisme, G. Courbet. Su “realismo” marcó una revolución en el arte. Courbet quiso ser pupilo de nadie más que de la naturaleza. Hasta cierto punto, su personalidad y su programa se parecía al de Caravaggio. No quería la hermosura sino la verdad. Se representaba a sí mismo caminando a campo traviesa con su equipo de pintura a sus espaldas, respetuosamente bienvenido por su amigo y mecenas. Llamó a su pintura “Bon Jour, Monsieur Courbet”. Para cualquiera que estuviese acostumbrado a las exhibiciones de la Academia, esta pintura pudo haber parecido sumamente infantil. No hay poses agraciadas, ni líneas fluidas, ni colores impresionantes. Comparada con su arreglo desprovisto de cualidad artística casi, hasta la composición de Millet parece calculada. Toda la idea de un pintor representándose a sí mismo en mangas de camisa como una especie de vagabundo debió parecer una atrocidad para los artistas “respetables” y sus admiradores. Esto, de cualquier modo, fue la impresión que Courbet quería darle a la gente. Quería que sus pinturas fueran una protesta contra los convencionalismos aceptados de la época, de “sacudir a la burguesía” de su complacencia, y de proclamar el valor de la sinceridad artística sin compromisos, contraria al tratado diestro de clichés tradicionales. Las pinturas de Courbet, indudablemente, son sinceras. “yo espero”, escribió en una carta característica en 1854, “siempre ganarme la vida con mi arte sin haberme desviado ni un solo pelo de mis principios, sin haberle mentido a mi conciencia en ningún solo momento, sin pintar siquiera lo que pudiera cubrir una mano, sólo para complacer a alguien o para vender más fácilmente.” La renuncia deliberada de Courbet de cualquier efectismo fácil, y su determinación para interpretar al mundo tal y como él lo veía, animó a muchos otros a despreciar el convencionalismo y a seguir sólo su propia conciencia artística.
La misma preocupación por la sinceridad, la misma impaciencia con la teatralidad pretenciosa del arte oficial, que llevó al grupo Barbizon y a Courbet hacia el “Realismo”, causó que un grupo de pintores ingleses tomaran un camino distinto. Consideraron las razones por las cuales el arte fue conducido a un estancamiento tan peligroso. Sabían que las academias decían representar la tradición de Rafael y lo que se conocía entonces como la “Gran Manera”. Si esto era verdad, entonces el arte obviamente había tomado un camino equivocado con, y a través de, Rafael. Fue él y sus seguidores quienes habían exaltado los métodos para “idealizar” a la naturaleza, y de buscar la belleza a expensas de la verdad. Si el arte iba ser reformado, era por lo tanto necesario ir más atrás que Rafael, a un tiempo cuando los artistas eran aun artesanos “hechos y derechos”, que hacían lo mejor por copiar a la naturaleza, mientras se pensaba no en una gloria terrenal, sino en la gloria de Dios. Si creían, como ellos, que el arte se había vuelto poco sincero por medio de Rafael y que los obligaba a regresar a la “Edad de la Fe”, este grupo de amigos se autoproclamó “La hermandad Prerrafaelita”. Uno de sus miembros más talentosos fue el hijo de un refugiado italiano, Dante Gabriel Rossetti (1828-82). En su pintura Ecce Ancilla Domini, muestra a Rossetti pintando una Aunciación. Normalmente, este tema era representado en el patrón de las representaciones medievales. La intención de Rossetti de regresar al espíritu de los maestros del medioevo no quería decir que quería copiar sus pinturas. Lo que deseaba hacer era emular sus actitudes, leer la narrativa bíblica con un corazón devoto, y visualizar la escena cuando el ángel llegó con la Virgen y la saludó: “Y cuando él la vio, ella estaba preocupada por su proclama y pensó en su mente qué tipo de saludo sería éste” (Lucas 1. 29). Podemos ver cómo Rossetti buscaba la simplicidad y la sinceridad en esta nueva representación, y qué tanto quería que nosotros viéramos la historia antigua con una mente fresca. Pero por toda intención que tenía de representar la naturaleza lo más fiel posible, tal y como lo admiraba de los pintores Florentinos del Quattrocento, algunos podrían pensar que la meta a la que querían llegar en la hermandad de los Prerrafaelitas era imposible. Una cosa es admirar la visión ingenua y poco conciente de los “primitivos” (extrañamente, era como llamaban a los pintores del siglo XV en aquel entonces); otra cosa totalmente distinta es tratar de hacer lo que estos pintores hicieron. Ya que esta es la virtud que ni la voluntad más fuerte del mundo podría obtener. Por lo tanto, mientras que su punto de partida fue similar al de Millet o Courbet, pienso que su esfuerzo honesto los llevó a un callejón sin salida. La añoranza por los maestros de la era Victoriana, por un cierto tipo de inocencia, era demasiado contradictoria como para que tuviera éxito. La esperanza de sus contemporáneos franceses, de progresar a través de la exploración del mundo visible, llegó a ser más frutcífera para la siguiente generación.
La tercera ola de la revolución en Francia (después de la primera ola de Delacroix y la segunda ola de Courbet) fue comenzada por Édouard Manet (1832-83) y sus amigos. Estos artistas tomaron la agenda de Courbet muy seriamente. Buscaron los convencionalismos de la pintura que se habían vuelto pasivos y carentes de significado. Encontraron que toda la proclama del arte tradicional de haber descubierto el modo de representar la naturaleza, tal y como la vemos, estaba basada en una idea equivocada. Por lo mucho, aceptarían que el arte tradicional había encontrado los medios de representar a los hombres y los objetos bajo condiciones bien artificiales. Los pintores dejaban que los modelos posaran en sus estudios, donde la luz cae desde la ventana, y hacían uso de la lenta transición de luz a sombra para dar la impresión de redondez y de solidez. Los estudiantes de arte en las academias eran entrenados desde el inicio para basar sus pinturas en el juego entre luces y sombras. Al principio, normalmente dibujaban basándose en modelos hechos de yeso, de estatuas antiguas, armando sus dibujos cuidadosamente, para lograr densidades diferentes de sombra. Ya adquirido este hábito, lo aplicaban a todos los objetos. El público se había acostumbrado tanto a ver las cosas representadas de este modo, que habían olvidado que, al aire libre, no necesariamente percibimos esas graduaciones de sombras y luz. Hay elementos contrastantes en la luz del sol. Los objetos extraidos de las condiciones artificiales del estudio del artista no se ven tan redondeadas ni tampoco modeladas como yesos sacados de estatuas antiguas. Las partes iluminadas aparecen más brillantes que en el estudio, e incluso las sombras no son uniformemente grises o negras, porque los reflejos de la luz de los objetos alrededor afectan al color de estas partes no iluminadas. Si confiamos en nuestros ojos, y no nuestras ideas preconcebidas de cómo las cosas deberían verse de acuerdo con las reglas académicas, podemos hacer una infinidad de descubrimientos.
Que tales ideas hayan sido consideradas al principio como una herejía no era de sorprenderse. Hemos visto a través de la historia del arte qué tanto hemos sido proclives a juzgar las pinturas por lo que conocemos más que por lo que vemos. Recordamos cómo los artistas en Egipto encontraron inconcebible representar una figura sin mostrar cada parte de su ángulo más característico. Ellos reconocían cómo que un pie, un ojo o una mano se veía, y acomodaban las partes para formar a un hombre completo. Para representar una figura con un brazo escondido, o un pie distorsionado por la perspectiva, sería una atrocidad. Recordamos que fueron los griegos quienes lograron romper con este prejuicio, y permitieron una cierta perspectiva en sus pinturas. Recordamos cómo la importancia del conocimiento se puso al frente nuevamente en el primer arte Cristiano y medieval, y permaneció así hasta el Renacimiento. Incluso hasta entonces, la importancia del conocimiento teórico de cómo el mundo debía verse fue mejorado más que disminuido por medio de los descubrimientos de la perspectiva científica y el énfasis en la anatomía. Los grandes artistas de los periodos subsecuentes hicieron un descubrimiento tras otro, lo cual les permitía conjurar un retrato convincente del mundo visible, pero ninguno de ellos realmente desafió la convicción de que cada objeto en la naturaleza tiene su forma fija definitiva, y de que el color debe ser fácilmente reconocible en una pintura. Puede decirse, por lo tanto, que Manet y sus seguidores trajeron consigo una revolución con respecto a la presentación de los colores, que es casi comparable con la revolución en la representación de las formas traído por los griegos. Descubrieron que, si vemos a la naturaleza al aire libre, no vemos objetos individuales, cada uno con su propio color, sino más bien una combinación de tonalidades que se mezclan en nuestros ojos, o realmente, en nuestras mentes.
Estos descubrimientos no se hicieron al mismo tiempo, o todos descubiertos por una sola persona. Pero incluso las primeras pinturas de Manet, en las cuales abandonó el método tradicional de sombreado a favor de unos contrastes fuertes y ásperos causaron la protesta de los artistas conservadores. En 1863 los pintores académicos se rehusaron a mostrar su obra en la exhibición oficial llamada El Salón. Siguió una agitación que impulsó a las autoridades a mostrar todos los trabajos despreciados por el jurado en una exhibición especial llamada “El Salón de los Rechazados”. El público fue ahí sólo para reírse de los pobres desilusionados que se negaron a aceptar el veredicto de sus mejores contrapartes. Este episodio marca el primer estadio de una batalla que causaría euforia por casi treinta años. Es difícil para nosotros concebir la violencia de estas discusiones entre los artistas y los críticos, mucho más si consideramos que las pinturas de Manet se nos presentan ahora como similares a las grandes pinturas de periodos anteriores, tales como las de Frans Hals. Ciertamente, Manet violentamente negó que quería ser un revolucionario. Y deliberadamente buscaba inspiración en la gran tradición de los maestros del pincel que había sido rechazado por los Prerrafaelistas, la tradición iniciada por los venecianos Giorgione y E Tiziano, y continuado con éxito en España por Velázquez, y hasta el siglo XIX por Goya. Claramente, fue una de las pinturas de Goya, la que lo desafió a pintar a un grupo similar en un balcón y de explorar el contraste entre la luz completa del aire libre y la oscuridad que absorbe las formas en el interior. Pero Manet, en 1869, llevó su exploración más allá que lo que Goya había logrado casi sesenta años antes. A diferencia de Goya, las cabezas de las damas de Manet no están modeladas en el modo tradicional, si acaso las comparamos con La Mona Lisa de Leonardo, o los retratos de Rubens. No importa qué tan diferentes fueron estos pintores en sus métodos, ambos querían crear la impresión de cuerpos sólidos, y lo hicieron con el juego entre luz y sombra. Comparados con estos dos anteriores, las cabezas de Manet parecen planas. La dama al fondo ni siquiera tiene una nariz completa. Bien podemos imaginar porqué este tratamiento parecía de una ignorancia extrema para aquellos que no conocían las intenciones de Manet. Pero el hecho es que, al aire libre, y en la luz total del día, las formas redondas a veces sí se ven planas, como simples parches de color. Era este efecto el que Manet quería explorar. La consecuencia es que, si nos ponemos frente a una pintura de Manet, las imágenes parecen más inmediatamente reales que la de cualquier maestro de la antigüedad. Tenemos la ilusión de que en realidad estamos frente a frente con este grupo en el balcón. La impresión general de la totalidad no es plana, sino al contrario, de una profundidad real. Una de las razones a las que se debe este efecto tan impactante, es el color marcado de la verja en el balcón. Está pintado de un verde brillante que atraviesa la composición, sin importar las reglas tradicionales de las armonías de color. El resultado es que esta verja parece resaltar marcadamente enfrente de la escena, la cual a su vez se “empuja” hacia el fondo.
Las nuevas teorías no sólo se preocupaban por el tratamiento del color al aire libre, sino también con las formas en movimiento. Manet buscaba –y esto puede evidenciarse en litografías y dibujos que realizó en esta época—que nosotros como espectadores, obtengamos una impresión de luz, de velocidad y de movimiento, al darnos solamente una serie de pistas de las formas que emergen de la confusión de algún movimiento en particular, digamos, por ejemplo, una carrera de caballos. Extraer las patas de los caballos, extraer los detalles de los espectadores. Si tomamos en consideración una pintura convencional, podemos concluir que esa misma imagen es, a su vez, una ilusión. Ya que nuestro modo habitual de percepción no nos permite “enfocar”, con la misma nitidez y claridad, un marco de visión tan amplio. Lo que ven nuestros ojos es lo que se encuentra en un marco frontal y limitado: el resto es borroso, lo que el rabillo del ojo logra capturar, pura impresión de movimiento. Podemos reconocer lo que los objetos a nuestro alrededor son, pero no podemos realmente verlos. En este sentido, Manet representaba las bases de lo que posteriormente llamamos impresionismo. Un dibujo del pintor nos transporta a un instante, a la excitación y algarabía de la escena que el artista presenció, y de la cual pudo sólo registrar lo que puede registrarse, precisamente, de un instante.
Entre los pintores que acompañaron a Manet y le ayudaron a desarrollar estas ideas, había un pobre y desamparado joven que venía de Le Havre, Claude Monet (1840-1926). Fue Monet el que instó a sus amigos a abandonar el estudio por completo, y de no volver a pintar otro trazo que no fuera hecho directamente frente al “motivo”. Tenía un pequeño bote acomodado como estudio para permitirse explorar los ambientes y efectos de un escenario de ribera. Manet, quien fue a visitarlo, se convenció de la lógica en el método del joven, y le rindió tributo al pintar su retrato mientras trabajaba en este estudio al aire libre. La pintura es, al mismo tiempo, un ejercicio sobre la manera novedosa propuesta por Monet. Ya que la idea de Monet, de que toda la pintura de la naturaleza debería terminarse “en el instante”, no sólo exigía un cambio en los hábitos y sin tomar en cuenta la comodidad del proceso, tenía que resultar de todo esto, una introducción a nuevos métodos técnicos. La “Naturaleza” o el “motivo” cambia minuto a minuto tal y como una nube pasa por encima del sol o el viento cambia el reflejo en el agua. El pintor que desea atrapar un aspecto característico no tiene tiempo para mezclar e igualar los colores, ya no se diga el de aplicarlos en capas sobre una base café como lo habían hecho los maestros en la antigüedad. Debe fijarlos sobre el lienzo, con trazos rápidos, cuidando menos el detalle que en el efecto general de la totalidad. Era precisamente esa falta de terminado, esta aproximación aparentemente descuidada, la que frecuentemente enfurecía a los críticos. Incluso después que Manet había logrado cierto nivel de reconocimiento público por sus retratos y composiciones de figuras, los paisajistas más jóvenes como Monet encontraron cada vez más difícil de que sus pinturas tan heterodoxas fueran aceptadas por el Salón. Igualmente, formaron equipo en 1874 y organizaron una exhibición en el estudio de un fotógrafo. La exhibición contenía una pintura de Monet que el catálogo describía como “Impresión: Amanecer”, era la pintura de un puerto visto desde la bruma matinal. Uno de los críticos encontró el título particularmente ridículo, y se refirió a todo el grupo de artistas como “Los Impresionistas”. Quería demostrar que estos pintores no procedían de un conocimiento lógico, que pensaban que la impresión de un momento era suficiente como para ser llamada una pintura. El mote se quedó. Su trasfondo burlón pronto fue olvidado, así como el significado despectivo que tenían para los estilos “Gótico” o “Barroco” o “Manierismo” fueron olvidados. Después de un tiempo, el grupo de amigos aceptaron el término de Impresionistas, y con ese nombre es con el que los conocemos hasta la fecha.
Es interesante leer algunas de las notas periodísticas que hablaban del recibimiento que tuvieron estos pintores en aquel entonces. Un semanario humorista escribió en 1876:

El rue de Peletier es un camino de desastres. Después del incendio en la Ópera, nos encontramos con otro desastre. Una exhibición acaba de abrir en Durand-Ruel que supuestamente contiene pinturas. Entro y mis ojos horrorizados presencian algo terrible. Cinco o seis lunáticos, entre ellos una mujer, se han reunido y han presentado sus trabajos juntos. He visto a gente doblarse de la risa frente a estos cuadros, pero mi corazón se ensangrentó cuando los vi. Estos supuestos artistas se proclaman revolucionarios, “Impresionistas”. Toman un pedazo de lienzo, colores y pinceles, embarran una serie de manchas al azar, y firman todo el asunto con su nombre. Es un delirio similar al de los pacientes en el manicomio que recogen piedras del camino y se imaginan que encontraron diamantes.

No sólo era la técnica de pintura la que enfurecía a los críticos. También eran los temas que trataban. En el pasado, se esperaba que los pintores vieran un rincón de la naturaleza que se considerara generalmente como “pintoresco”. Poca gente se da cuenta de que esta exigencia es de algún modo poco razonable. Llamamos a esos temas o motivos “pintorescos” como aquellos que hemos visto en cuadros anteriormente. Si los pintores se circunscribieran a estos escenarios únicamente, tendrían que repetirse interminablemente. Fue Claude Lorrain quien hizo que las ruinas romanas se vieran “pintorescas”, van Goyen quien convirtió a los molinos holandeses en “motivos”. Constable y Turner, por otro lado, y cada uno a su modo, habían descubierto nuevos motivos para el arte. Los paisajes salvajes de Turner –de tormentas y barcos a la deriva, casi imperceptibles en la imagen representada—era tanto un nuevo tema como una nueva aproximación Claude Monet conocía la obra de Turner. La había visto en Londres, donde se instaló durante la guerra Franco-Prusiana (1870-71) y le confirmaron su convicción de que los efectos mágicos de la luz y el aire eran mucho más que un simple tema para una pintura. No obstante, si vemos sus pinturas –por ejemplo, el Gare St. Lazare (1877), que representa una estación de ferrocarril, era considerado por la crítica como un acto de pura insolencia. Aquí está una impresión “real” de una escena de la vida diaria. Monet no está interesado en la estación de ferrocarril como un sitio donde las personas se encuentran o se despiden, está fascinado por el efecto de la luz filtrándose por el techo de cristal sobre las nubes de vapor, y por las formas de las locomotoras y los carruajes que emergen de la confusión. Sin embargo, no hay nada casual en este recuento evidenciado por el pintor. Monet balanceaba sus colores como cualquier otro pintor del pasado.
Los pintores de este grupo joven de Impresionistas, aplicaron sus nuevos principios no sólo al paisaje sino a cualquier escena de la vida diaria. Renoir (1841-1919) quien representa un baile al aire libre en París, pintado en 1876. Podemos ver en el cuadro que el pintor tiene buen ojo para capturar escenas y comportamientos de un conjunto en medio de la fiesta, y se encuentra maravillado por la belleza festiva de la escena. Pero su principal interés descansa en otra cuestión. Quiere evocar la combinación festiva de los colores brillantes y estudiar el efecto de la luz del sol en la multitud arremolinada. Incluso si lo comparamos con la pintura que Manet del bote de Monet, la pintura se ve poco precisa e inacabada. Sólo las cabezas de algunas de las figuras al frente son mostradas con una cierta cantidad de detalle, pero incluso éstas son pintadas del modo más poco convencional y desafiante. Los ojos y la frente de la mujer que está sentada descansan en la sombra, mientras el sol juega en su boca y mentón. Su vestido brillante está pintado con brochazos sueltos. Pero estas son las figuras en las que nos enfocamos. Más allá, las formas incrementadamente se disuelven en la luz del sol y el aire. Tras el paso de un siglo nos es difícil entender porqué estas pinturas despertaron tales tormentas de crítica e indignación. Reconocemos sin dificultad que la imprecisión aparente no tiene nada que ver con el descuido, sino que es el resulado de una gran sabiduría artística. Si Renoir hubiese pintado cada detalle, el cuadro se vería simple y sin vida. Recordamos que un conflicto similar había enfrentado a los artistas antes, en el siglo XV, cuando por primera vez descubrieron cómo reflejar a la naturaleza. Recordamos que los primeros triunfos del naturalismo y la perspectiva hizo que sus figuras se vieran un tanto rígidas y acartonadas, y que fue el genio de Leonardo que sobrepasó esta dificultad, al dejar que las formas se fusionaran intencionalmente con las sombras, técnica que se le llamó sfumato. Fue su descubrimiento de que el sombreado del tipo que Leonardo usó para modelar, no ocurre en la luz del sol o en el aire libre, lo cual fue el obstáculo que quisieron sobrepasar los Impresionistas. Por lo tanto, tenían que ir más allá en el carácter borroso intencional de las líneas que lo que hizo cualquier otra generación que los antecedió. Sabían que el ojo humano era un instrumento maravilloso. Sólo tenías que darle el vistazo correcto y construye para ti toda la forma que reconoce que está ahí. Pero uno debe saber cómo ver todas estas pinturas. La gente que por primera vez visitó las exhibiciones de los Impresionistas, obviamente le dieron el visto feo a las pinturas y no vieron nada más que una confusión de pincelazos casuales. Es por eso que pensaron que estos pintores estaban locos.
Enfrentados a pinturas como las de Camille Pisarro (1830-1903), que evocaban la “impresión” de boulevares de París en la luz del sol, esta gente enfurecida se preguntaría: “Si camino por ese boulevard, ¿acaso me veo así? ¿acaso pierdo mis piernas, mis ojos y mi nariz y me convierto en una mancha sin forma?” Una vez más, era su conocimiento de lo que “pertenece” a una persona, lo que interfiere con su juicio sobre lo que realmente vemos.
Tomó un tiempo antes de que el público aprendiera que, para apreciar una pintura Impresionista, uno debe retirarse unos cuantos pasos, y disfrutar el milagro de ver cómo estas manchas se van uniendo y cobran vida frente a nuestros ojos. El hecho lograr este milagro, así como el de transferir la experiencia visual real del pintor a quien percibe la pintura, fue la búsqueda verdadera de los Impresionistas.
El sentimiento de una nueva libertad y el nuevo poder que estos artistas tenían, debió haber sido realmente estimulante; debió haber sido compensado por todo el desprecio y hostilidad que encontraron. De pronto, todo el mundo se ofrecía como un tema adecuado para el pincel del pintor. Dondequiera que haya descubierto una bella combinación de tonos, una configuración interesante de colores y de formas, un satisfactorio patrón de manchas de luz solar y sombras cromáticas, podía colocar su caballete y tratar de transferir su impresión al lienzo. Todos los viejos modelos de “un tema o sujeto digno” o de “composiciones balanceadas” o de “un dibujo correcto”, se hicieron a un lado. El artista era responsable de nada más que de sus propias sensibilidades en torno a lo que pintaba y de cómo lo pintaba. Viendo esta lucha en retrospectiva, es quizá menos sorprendente que las visiones de estos artistas encontraron una resistencia que el hecho de haber sido tomados con cierta naturalidad posteriormente. Ya que la pelea había sido cruenta y difícil, en cuanto a los artistas que nos conciernen, el triunfo de los Impresionistas fue completo. Algunos de estos jóvenes rebeldes, por lo menos, especialmente Monet y Renoir, tuvieron la fortuna de vivir lo suficiente para gozar de los frutos de esta victoria y de volverse famosos y respetados en toda Europa. Fueron testigos de cómo sus obras entraban a las colecciones públicas y de ser posesiones codiciadas de los ricos. La transformación, además, dejó una marcada impresión en los artistas y en los críticos a su vez. Los críticos que se rieron resultaron haber fallado en sus reconocimientos. Si hubieran comprado estos cuadros en vez de criticarlos, se hubieran hecho ricos. La crítica, por lo tanto, sufrió una pérdida de prestigio del cual nunca se recuperó. La lucha de los Impresionistas se convirtió en una leyenda atesorada por todos los innovadores del arte, quienes siempre podían apuntar hacia esa falla que tienen los públicos para reconocer nuevos métodos. En un sentido, esta falla notable es tan importante para la historia del arte como la gran victoria de la agenda de los Impresionistas.

ANEXO:
Estos son los albores de una nueva “actitud” en torno a lo que la obra y el artista realizan con su trabajo. Lo que comenzó con una crítica –fundada, debe mencionarse, por un reconocimiento de lo que el arte había sido en el pasado—al orden establecido y convencional de composición pictórica, se convirtió en una ruptura con la tradición, que estableció al artista y a su obra en un nuevo marco de referencia: el de la individualidad. De aquí en adelante, son los impulsos hacia la búsqueda de nuevas metodologías o aproximaciones a la pintura, la escultura y la representación de formas, lo que viene a definir el arte contemporáneo.
Ya que los movimientos históricos no necesariamente comienzan con el siglo que los recibe, tenemos que partir de estos antecedentes para descubrir el modo como, a partir del siglo XX, el papel del artista en la sociedad moderna se situó en un constante signo de interrogación.
No sólo fue a partir de la ruptura con la tradición académica: fue a partir de que ese nuevo mundo que habitaba el hombre, después de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, lo situaba en un orden de apreciación o entendimiento de su entorno, distinto al de sus antepasados. Del mismo modo, esa independencia que anhelaban los artistas, nos habla también de un desprendimiento que el arte tiene con la sociedad y las instituciones que se habían dedicado a producirla y nutrirla, principalmente las academias y especialmente los órdenes aristocráticos y eclesiásticos, mismos que se encontraban en proceso de reconformación, dada la caída de las monarquías, el surgimiento de una nueva clase –la burguesía—así como el establecimiento de una organización social que impulsaba la democracia –esto es, la participación individual y ciudadana en los procesos sociales—y que todos ellos influyeron en el modo como los artistas cuestionaban su papel en la sociedad. Ante una libertad sin cortapisas, que encontraron como medio para impulsar la expresividad individual por encima de cualquier otra restricción –la que antes la iglesia o la Corte real o el estado les confería—se hallaron también con una infinidad de dudas con respecto al papel que jugará tanto su expresividad como su medio de expresión –esto es, el arte mismo—en este nuevo orden social.