Félix de Azúa/diccionario de las artes

Del Diccionario de las Artes
elaborado por Félix de Azúa
ed. Planeta, 1996


ARTISTA.- Acerca del artista reina un general desconcierto. Su existencia es indudable, pues a ellos atribuimos la aparición de obras de arte, sea cierto o falso que intervengan en su aparición. Cuando nos sorprende un paisaje de colinas verdes salpicadas de templos en las que a primera hora del día caminan breves figuras humanas acompañadas por un perro cabizbajo, decimos: ¡un Poussin! Cuando oímos una canción desolada cuyo tema se repite tercamente como si la cantara un hombre enajenado por una dolorosa obsesión, exclamamos ¡un Schubert! Y así sucesivamente. En consecuencia, los artistas son gente en verdad existente porque con su nombre nos orientamos en la espesura de las obras.

Pero la energía del romanticismo ha contaminado tan profundamente las fuentes de nuestro juicio que tendemos a pensar en el artista como alguien autónomo, independiente, libre y genial. Una especie de self-made man. Este error, frecuente y dañino, conduce al desastre y a miles de jóvenes bien intencionados que creen poder ser tanto más artistas cuanto más autónomos, independientes, libres y geniales. De resultas de este patinazo una notable cantidad de gente pintoresca es incapaz de hacer aparecer absolutamente nada que no sea ella misma. Pero la conemplación de alguien libre y genial que dice ser libre y genial es insuficiente como obra de arte y una lata como obra de caridad.

Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.

En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.

Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Daschau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar murieron muchos de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.

Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.

Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.

Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. “¿Qué me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?”, decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.

Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.

También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. “Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince…”, decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituúan de inmediato por otros no tan rigurosos.

No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador…Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.

Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia del mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. “Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla”, decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciados por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño veía la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizá así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: “Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.” Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque fuera de un modo muy ideal.

En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo e ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.

El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía de ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.

Mientras el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas.

Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie la necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticisimo y la resignación de los condenados.

Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón era la fuerza que alzaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.

Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institicionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de los presos.

Félix de Azúa. Artículo de "Letras Libres"

El valor de la destrucción
por Félix de Azúa


El arte actual, afirma Félix de Azúa, puede inscribirse en esta metáfora: el mejor valuador de una obra de arte es su destrucción, inscrita en el territorio del azar.
En este pasado mes de mayo se produjo un incendio de gran importancia para el arte actual, un incendio "devastador", como dirían Bouvard y Pécuchet. Ardió buena parte de la colección particular de Charles Saatchi almacenada en los hangares de la compañía Momart, en Londres. Allí guardaban también sus colecciones otros inversores que especulan con el Brit Art (Arte Británico), apodado High Art Lite ("Gran Arte Ligero") por su más notorio analista, Julian Stallabrass.
En el incendio han sucumbido cientos de obras, alguna de las cuales pertenecía ya a la categoría de "pieza histórica". Así, por ejemplo, ha sucumbido la célebre Every One I Have Ever Slept With. 1963-1995, de Tracy Emin. Se trataba de una tienda de campaña en cuyo interior la artista había bordado amorosamente docenas de nombres de gente con la que, en efecto, "se había acostado" entre 1963 y 1995. Muchos críticos de la época lo tomaron por un insolente desplante feminista, una exhibición de machismo hembra. En realidad, entre los nombres bordados figuraban su hermano, varios familiares, muchos amigos gay, e incluso dos abortos. La destrucción de la obra ha desolado a la artista, la cual dice ser incapaz de repetirla.
La pérdida de obras de arte famosas no ha preocupado a los críticos británicos, los cuales odian a Saatchi y desprecian a los artistas de su cuadra. Sin embargo, no ha habido periódico que no haya comentado la elevada indemnización del seguro (se dice que unos quince mil millones de pesetas) y han insinuado la posibilidad de que Saatchi precisara dinero fresco. Una de las paradojas del arte actual es que, dado su alto precio, una venta súbita y masiva debilita la confianza en el grupo artístico y lo deprecia porque parece anunciar un cambio de tendencia. Ya le sucedió a Saatchi en una ocasión, al comienzo de su carrera de especulador artístico (lo cuentan Hatton & Walker en su malévola biografía Supercollector), y sin duda no volverá a ocurrirle. ¿Cómo puedes cobrar de inmediato pero sin vender una pieza de tu colección? La insinuación periodística añade otro capítulo a la atractiva vida de este sigiloso judío iraquí, nacido en Bagdad en 1943. Por cierto que en Iraq el nombre Sa'atchi significa "traficante".
Desde sus comienzos, las operaciones de Saatchi han ligado publicidad y arte (su empresa de publicidad es una de las más poderosas del mundo) de un modo indisoluble. El tratamiento descaradamente mercantil de obras y artistas puede compararse con la similar transformación de algunos deportes. Nada tiene que ver el actual espectáculo del futbol y su movimiento masivo de capitales con aquel bello juego que desapareció hacia los años ochenta. Lo mismo ha sucedido con el arte. Saatchi comprendió que el valor artístico y el comercial son parámetros heterogéneos. La calidad artística y el precio de mercado sólo por pura casualidad pueden coincidir, pero la experiencia de los últimos doscientos años (los mejor documentados) indica que esto es excepcional. Los mejores productos son escasamente valorados en su momento.
Persuadido de que la llamada "posmodernidad" no era sino la aceptación universal del fin de los valores aurales, Saatchi comprendió que el arte, un ámbito lastrado por el respeto religioso y el autoritarismo sacerdotal, podía ya recibir un tratamiento, el de mercancía de lujo junto con los Rolex y los Vuitton, que aliviara su arcaica responsabilidad. Y acertó. Sus artistas forman la última "escuela nacional" conocida en el mundo entero y los precios de sus obras son descomunales.
Poco antes del incendio, en el mes de abril, un colegio de la zona pobre de Londres también sufrió un cataclismo. Los profesores quisieron vender un tapiz de Tracy Emin para equipar el desasistido colegio. No lo consiguieron. Los abogados de Emin amenazaron de inmediato con una querella. ¿Cómo podían aquellos humildes maestros poseer un tapiz valorado en muchos millones de pesetas? En múltiples ocasiones Tracy Emin se ha visto obligada a mantener su imagen de mujer indomable y libérrima (que es su imagen de marca, su logo), de modo que suele presentarse borracha a las entrevistas de TV, difunde fotografías de sus genitales, o arma grandes broncas en restaurantes y discotecas. En una de tales ocasiones fue detenida por la policía y acusada de conducta escandalosa. La condena, además de una multa, la obligaba a dedicar varias horas a "trabajos sociales". Emin propuso dar un curso de arte (manualidades, diríamos nosotros) en una escuela de barrio. Allí, ayudada por los niños, tejió uno de esos tapices con textos bordados que los ingleses llaman appliqué blanket. En sus tapices "normales" Emin suele tejer frases como "You don't fuck me over" (Garden of horror, 1998), o bien "Every time I see my shit" (Psycho Slut, 1999), pero con los niños se mostró tan políticamente correcta como Llamazares: los textos predicaban el amor, la paz y otras puerilidades.
A pesar de ello, los profesores no pueden vender el tapiz y están condenados a vivir con él. Al igual que Saatchi, poseen algo que sólo podrán cobrar cuando sea destruido. No es una mala metáfora del arte actual. Toda producción mercantil es perecedera, tiene fecha de caducidad. Como en el arte la caducidad no puede preverse porque es azarosa, habrá que proceder a destrucciones masivas a medida que la mercancía envejezca. ¡Qué bello espectáculo! ¡Qué artístico!

apropos Hugo Ball/Dadá.



"HUESOS DADÁ"
Paul Auster y la cultura europea
(De la Revista de Libros del periódico "El Mercurio", Santiago de Chile, 2 de junio 2006.)


--> El reciente ganador del Premio Príncipe de Asturias entrega en este prólogo al libro "La huida del tiempo", de Hugo Ball, su acercamiento a uno de los principales movimientos de vanguardia del siglo XX, reafirmando la dignidad individual en la era de la estandarización.
De todos los movimientos de la primera vanguardia, el dadaísmo es el que sigue teniendo más significación para nosotros. A pesar de su corta vida - comenzó en 1916 con los espectáculos nocturnos del Cabaret Voltaire, en Zúrich, y acabó, de forma efectiva aunque no oficial, en 1922, con las descontroladas manifestaciones en París contra la obra de Tristan Tzara, Le coeur à gaz - su espíritu aún no ha quedado completamente relegado al olvido en lo remoto de la historia. (...)Hugo Ball, una figura clave en la fundación del dadaísmo, fue además el primer desertor del movimiento, y sus anotaciones sobre el período que va del año 1914 a 1921 son un documento extremadamente valioso.
El original de La huida del tiempo (Acantilado, 2005, 373 páginas) se publicó en Alemania en 1927, poco antes de la muerte de Ball, a la edad de cuarenta y un años, a consecuencia de un cáncer de estómago, y está compuesto de pasajes que el autor extrajo de sus diarios y editó con una visión retrospectiva clara y polémica. (...)Hugo Ball fue un hombre de su tiempo y su vida parece encarnar las pasiones y contradicciones de la sociedad europea del primer cuarto de siglo de una forma extraordinaria. Estudioso de la obra de Nietzsche; director de escena y dramaturgo expresionista; periodista de izquierdas; pianista de vaudeville; poeta; novelista; autor de obras sobre Bakunin, la intelectualidad alemana, el cristianismo temprano y los escritos de Hermann Hesse; converso al catolicismo, parecía que, en un momento u otro, había tocado prácticamente todas laspreocupaciones políticas y artísticas de la época. (...)En el prólogo de La huida del tiempo, Ball ofrece al lector una autopsia cultural que marca la pauta de todo lo que sigue: "Éste es el aspecto que presentaban el mundo y la sociedad en 1913: la vida está totalmente encadenada a un entramado que la mantiene cautiva. [...] La pregunta última que se repite día y noche es ésta: ¿existe en alguna parte un poder fuerte y, sobre todo, con el vigor suficiente para acabar con esta situación?". En otra parte, en su conferencia de 1917 sobre Kandinsky, expone estas ideas incluso con mayor énfasis: "Una cultura milenaria se desintegra. Ya no hay columnas ni pilares, ni cimientos..., se han venido abajo... El sentido del mundo ha desaparecido". (...)
La seriedad con que estas consideraciones aparecen elaboradas en los diarios contribuye a desterrar algunos finitos sobre los comienzos del dadaísmo, sobre todo la idea de que el dadaísmo era poco más que el desvarío rimbombante e inmaduro de un grupo de jóvenes que rehuían la llamada a filas, una especie de chifladura deliberada al estilo de los hermanos Marx. Hubo, por supuesto, muchas actuaciones del cabaret que fueron sencillamente estúpidas, pero para Ball estas bufonadas representaban un medio para alcanzar un fin, una catarsis necesaria. (...) Por tanto, para comprender el dadaísmo (...), hemos de verlo como restos de los viejos ideales humanistas, una reafirmación de la dignidad individual en la era de la estandarización mecánica, como una expresión simultánea de esperanza y desesperación. La particular contribución de Ball a las representaciones del Cabaret, sus poemas sonoros, o "poemas sin palabras", confirma esto. Aunque desecha el lenguaje ordinario, no tuvo intención de destruir el lenguaje en sí mismo. En su deseo casi místico de recuperar lo que consideraba un habla primitiva, Ball vio en esta nueva forma de poesía, puramente emotiva, un modo de capturar las esencias mágicas de las palabras. (...)
Ball se fue de Zurich sólo siete meses después de la inauguración del Cabaret Voltaire, en parte por agotamiento y en parte por desencanto con la forma en que el da-daísmo estaba evolucionando. Se enfrentó principalmente con Tzara, cuya ambición era convertir el dadaísmo en uno de los muchos movimientos de la vanguardia internacional. Tal como apunta John Elderfield en su introducción al diario de Ball: "Una vez fuera, creyó percibir una cierta 'hybris dadaísta' en lo que habían estado haciendo. Había creído que estaban evitando la moral convencional para elevarse como hombres nuevos, que habían dado la bienvenida al irracionalismo como una vía hacia lo 'sobrenatural', que el sensacionalismo era el mejor método para destruir lo académico. Luego empezó a poner en duda todo esto - había llegado a avergonzarse de la confusión y del eclecticismo del cabaret- y consideró que aislarse de su época era un camino más seguro y más honesto para alcanzar estas metas personales...". En cualquier caso, algunos meses más tarde, Ball regresó a Zurich para tomar parte en los eventos de la Galería Dada y para dar su importante conferencia sobre Kandinsky, pero poco tiempo después estaba de nuevo discutiendo con Tzara, y esta vez la ruptura fue definitiva.
En julio de 1917, bajo la dirección de Tzara, el dadaísmo era lanzado oficialmente como movimiento total, con su propia editorial, manifiestos y campaña de promoción. Tzara era un organizador incansable, un verdadero vanguardista al estilo de Marinetti, y al final, con la ayuda de Picabia y Serner, fue apartando el dadaísmo de las ideas originales del Cabaret Voltaire, de lo que Elderfield denomina acertadamente "el primitivo equilibrio de construcción-negación", y acercándolo a la osadía de un anti-arte. Pocos años más tarde, se produjo una nueva escisión en el movimiento y el dadaísmo se dividió en dos facciones: el grupo alemán, liderado por Huelsenbeck, George Grosz y los hermanos Herzefelde, con un enfoque fundamentalmente político, y el grupo de Tzara, que se trasladó a París en 1920 y abogó por el anarquismo estético que a la postre desembocó en el surrealismo.
Si Tzara dio al dadaísmo su identidad, también es cierto que le sustrajo el propósito moral al que había aspirado con Ball. Al convertirlo en doctrina, al aderezarlo con una serie de ideales programáticos, Tzara llevó el dadaísmo a una contradicción consigo mismo y a la impotencia. (...) La postura del anti-arte, que abrió el camino a incesantes ataques y provocaciones, era esencialmente una idea inauténtica, porque el arte que se opone al arte no deja por ello de ser arte; no se puede ser y no ser a un tiempo. Tal como Tzara escribió en uno de sus manifiestos: "Los auténticos dadaístas están en contra del dadaísmo". La imposibilidad de establecer este principio como dogma resulta evidente, y Ball, que tuvo la perspicacia de advertir esta contradicción muy pronto, abandonó en cuanto vio signos de que el dadaísmo estaba convirtiéndose en un movimiento. (...)
Por otra parte, la posición de Ball no ha perdido hoy la validez que tenía en 1917. Tal como yo lo veo, teniendo en cuenta lo que fueron los distintos períodos y las tendencias divergentes dentro del dadaísmo, el momento en que participó Ball sigue siendo el de mayor fuerza, el período que nos habla hoy con mayor poder de convicción. Tal vez sea una visión herética, pero cuando consideramos cómo se agotó el dadaísmo bajo la influencia de Tzara, cómo sucumbió al decadente sistema de intercambio en el mundo del arte burgués, provocando al mismo público cuyo favor estaba solicitando, parece que esta rama del dadaísmo debe verse como un síntoma de la debilidad esencial del arte bajo el capitalismo moderno, encerrado en la jaula invisible de lo que Marcuse ha llamado "tolerancia represiva".
Sin embargo, como Ball nunca trató el dadaísmo como un fin en sí, conservó su flexibilidad y fue capaz de usarlo como un instrumento para alcanzar metas más altas, para producir una crítica genuina de su época. Dadaísmo, para Ball, era simplemente el nombre de una especie de duda radical, una manera de dejar a un lado todas las ideologías existentes y avanzar en el análisis del mundo circundante. Como tal, la energía del dadaísmo no puede agotarse jamás: es una idea cuyo momento siempre es la actualidad.