Arte-Ciencia

Indicio histórico sobre la relación de Arte y Ciencia




Se suele sostener que el arte y la ciencia constituyen dos esferas de la cultura claramente diferenciadas, determinadas por motivaciones y por objetivos que no tienen nada que ver entre sí.
En general, se puede decir que la raíz ancestral común a ambas actividades es la magia, como forma arcaica de apropiación de la realidad. Pero la ciencia se constituye en lo que es a partir de una tajante separación respecto de estos inicios: una separación que ya ocurre en la antigua Grecia. Esa ruptura originaria instala como principio de apropiación científica de la realidad la indagación y el esclarecimiento racional, a través de la observación, la descripción, la pregunta, la hipótesis, la explicación y la manipulación. En ese principio está contenida la convicción de que la realidad tiene un peso objetivo, independiente de nuestros deseos, sentimientos y opiniones. En cambio, el arte mantiene un secreto vínculo con el suelo materno ancestral en virtud del privilegio soberano que concede a la fantasía, y por la significación decisiva que le atribuye a la respuesta que los seres humanos –en emociones, pensamientos y actitudes– dan a sus productos. A partir de esta diferencia, las relaciones entre ciencia y arte no podrían ser sino externas y muy distantes. Sin embargo, una mirada a la historia de esas relaciones podría ofrecer una idea algo distinta.
Un grueso bosquejo podría reconocer tres grandes etapas o fases en la relación de arte y ciencia desde que hay arte como tal –en el sentido en que empleamos regularmente el término–, es decir, desde la disolución de la Edad Media y la víspera del Renacimiento.
En la primera etapa –la que se abre, precisamente, en el tiempo que acabo de mencionar– la ciencia y el arte ocupan territorios vecinos. Las fronteras de estos territorios todavía no han llegado a consolidarse y suelen enseñar zonas difusas, donde el tipo de actividad o de búsqueda que allí se emprende no puede ser encuadrado con claridad en una categoría definida del saber o hacer humanos. Así, las indagaciones de la perspectiva que realizan los grandes arquitectos y pintores del Renacimiento pertenecen a la vez al desarrollo de la ciencia geométrica de la época, y el experimento es practicado por primera vez en la pintura y en la música, previamente a su empleo sistemático en la ciencia de la naturaleza. Pero, de manera más general, hay una correspondencia y una solidaridad profundas entre la ciencia y el arte en el afán por descubrir la legalidad del espacio natural que nos revelan nuestras percepciones y por configurar una imagen del mundo únicamente desde las capacidades humanas, sin el auxilio de la revelación divina. La sentencia de Leonardo da Vinci "l’arte é cosa mentale" ("el arte es cosa mental"), que acentúa el carácter intelectual de la actividad artística, en desmedro del factor de trabajo manual que implica (sobre todo en el caso de las artes plásticas), no se limita a ser el síntoma orgulloso de una gran individualidad, sino que se cierne sobre todo el programa renacentista subrayando esa relación entre Ciencia y Arte.
La segunda etapa corresponde a la determinación estética del arte, que se despliega en el siglo XVIII. Se inaugura con el reconocimiento de que ciertas sensaciones, que despiertan reacciones íntimas (emotivas, imaginativas, asociativas), abren el camino para un examen de zonas menos conocidas y menos controladas de la subjetividad, que no pueden ser reducidas al formato de una racionalidad única como la que se abre paso a través del proceder de las ciencias de la naturaleza, en camino a su plena madurez. Las bellas artes son reconocidas como la producción deliberada de fenómenos que suscitan tales sensaciones, y que no pueden ser acogidos en su especificidad con las herramientas de la descripción o del cálculo. Así, famosamente sostuvo Kant que el juicio estético no puede ser dictado a partir de reglas, y que expresa una actividad reflexiva libre del peso del discurso demostrativo o preceptivo. El arte constituye una esfera propia, vinculada a la sensibilidad y a la reflexión suelta, provista de sus propias e inconfundibles características, radicalmente separada de la esfera del conocimiento (de la ciencia) y de la esfera de la praxis (de la moral, la política, la religión). Es justamente en este contexto que germina y florece la idea de una diferencia radical entre arte y ciencia. Se trata, pues, de una idea que tiene una localización histórica más o menos precisa, y, como sucede con todo lo de esta índole, su persistencia no está en absoluto asegurada.
El nacimiento y posterior expansión de lo que usualmente se ha denominado "arte moderno" (y cuya partida de nacimiento está fechada, más o menos, en la cuarta y quinta décadas del siglo XIX, pero que ya empieza a ser preparada por el romanticismo) es, desde un primer punto de vista, el despliegue de la determinación estética del arte, en el sentido de una formulación cada vez más estricta del principio del arte como tal, del arte en su pureza, y, desde otro, el surgimiento de un cambio radical de definición. En el fundamento de este proceso hallamos la crisis histórica que el arte experimenta a partir del romanticismo y que a manera de sinopsis queda recogida en la tesis hegeliana acerca del "fin del arte" y, más tarde, en la aventura de las vanguardias. Esta crisis no sólo conduce, contemporáneamente, a una suerte de pluralismo abierto de los recursos, estilos y modos artísticos, sino también de los usos del arte. En el curso de este proceso, y bajo el desafío fundamental que entraña para el arte la configuración del dominio técnico de la realidad, fundado en el conocimiento científico, han tenido lugar múltiples experiencias en que la producción artística asume los rasgos de una exploración que recurre a menudo a procedimientos habitualmente asociados a la pesquisa científica, y de una experiencia que interpela expresamente a las posibilidades de conocimiento de la realidad y de intervención activa en ella.
En la perspectiva de los desarrollos contemporáneos, la diferencia epistemológica entre las estrategias de búsqueda en la ciencia y en el arte no es, en modo alguno, irreconciliable. En las últimas décadas ha ganado terreno la convicción de que la investigación en ciencia no es la expresión de un tipo único y unívoco de racionalidad, y que la significación que tiene en ella la imaginación y el margen que admite para la inventiva y lo aleatorio son considerables y, de hecho, decisivos. Por otra parte, cada vez se está más dispuesto a admitir que la creación artística posee un componente reflexivo y discursivo muy gravitante, y que, en lugar de oponerse a la ciencia como puede oponerse una función intuitiva divergente a una racionalidad lineal, integra con ella un campo general de pensamiento. La cultura contemporánea no puede sino beneficiarse de un diálogo abierto entre el Arte y la Ciencia.
Pablo Oyarzun R., Filósofo