La práctica crítica de las artes

Cuando el arte se convierte en práctica crítica: La Aldea de Artes y Humanidades

Por Heather Davis[1]


La crítica necesita pensarse no sólo en términos abstractos, sino en prácticas materiales de la cultura. Conforme más intervenciones artísticas de menor o mayor escala ocurren en ciudades alrededor del mundo, ¿cómo son los intersticios de nuestros espacios urbanos, que ofrezcan las posibilidades para vivir y hacer política de manera distinta? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad en la práctica artística, específicamente en las artes comunitarias, para criticar y ofrecer alternativas a distintos modelos de compromiso comunitario, democracia y política?

La Aldea de las Artes y las Humanidades (Village of Arts and Humanities) es una organización de arte comunitario ejemplar, que nos proporciona un ejemplo a largo plazo de la intervención urbana por medio del arte. La Aldea, aunque ha sido mayormente reconocida por el trabajo de justicia social que ha realizado, no fue concebida inicialmente bajo esos términos. Más bien, comenzó por medio del simple gesto de una artista y un grupo de niños que dibujaron un círculo en un lote abandonado y comenzaron a excavar. Sin embargo, por medio de las acciones de los involucrados en la Aldea, el vecindario se transformó, de una zona urbana que fácilmente se reconocía su deterioro, a un intento de proyecto colectivo de autodeterminación.



Antecedentes: ¿Qué es el arte comunitario?


Situada explícitamente dentro de una agenda local y activista, el arte comprometido con la comunidad es una forma de arte que busca socavar el elitismo de la producción y recepción artística. Los paradigmas modernistas han determinado quién tiene acceso a las artes, como productor y consumidor, y esto se ha limitado a aquellos con la riqueza, la educación y el tiempo libre como para poder “apreciar completamente” la dificultad de la vanguardia. Siguiendo la convicción de François Matarasso (2005), de que el acceso a las artes es clave en nuestra habilidad para participar autónomamente en una sociedad democrática, el arte comunitario lleva las prácticas de arte político a los contenidos, métodos, procesos e instituciones que definen y crean el arte. Las prácticas comunitarias en el arte se orientan hacia grupos marginados, sin voz, con la esperanza de que esto permitirá que el arte se vuelva más democrático, y para que estas maneras creativas de trabajar abran nuevas posibilidades políticas. Lo interesante de la Aldea de las Artes y Humanidades, y la razón por la cual es ejemplar para las artes comunitarias en un sentido más general, es que este proceso de compromiso ciudadano ocurrió, en mayor medida, por medio de las prácticas materiales del arte, por medio de la transformación física de un vecindario.



En torno a la Aldea…


En 1986, la artista Lily Yeh fue convocada por su amiga, el aclamado bailarín Arthur Hall, para transformar el lote abandonado enseguida de su casa. Había visto los jardines interiores que ella había creado en galerías, y le preguntó si podía hacer un proyecto similar en exteriores. Cuando Yeh entró por primera vez en el vecindario en North Philadelphia de Fairhill-Hartranft, no era nada como el vecinadario que dejaría en 2004. Al caminar por las calles la primera vez, vio a muchos adultos con caras sospechosas que la veían mientras ella cruzaba frente a un lote abandonado tras otro. Vidrios rotos en puertas tapiadas eran los sitios de encuentro de personas que no tenían a dónde ir. Las líneas de pobreza y racismo, la marginación sistemática y el olvido (primordialmente) de negros en Estados Unidos, dio como resultado el posicionamiento sobredeterminado del llamado “ghetto de la zona centro.”

Yeh comenzó a trabajar en esta comunidad, no para aliviar sus problemas sociales, sino para iniciar un proceso de crear arte con los miembros de una comunidad. Conforme trabajaba, llamó la atención y la curiosidad de los niños del vecindario, reclutando después la ayuda de varios adultos, algunos de los cuales estaban desempleados y lidiaban con el abuso de sustancias. Un colectivo de ciudadanos emergió de este trabajo, lo cual les permitió comenzar a referir algunas de las principales necesidades de la comunidad. Las necesidades de comida, de reuniones de Narcóticos Anónimos, de vivienda, fueron planteadas a partir del trabajo en la Aldea. Estos problemas sociales fueron enfrentados lateralmente, conectando a las personas a su entorno inmediato. Al proporcionar la oportunidad de que un vecindario se expresara a sí mismo de manera distinta, las personas comenzaron a imaginar una comunidad que fuera más bella, que inspirara asombro, construyendo momentos de lo sagrado en el paisaje urbano profano.


La Aldea de Artes y Humanidades, tal y como se encuentra ahora, veintitrés años después, está compuesta de doce parques artísticos y jardines escultóricos. Ha dado como resultado la transformación de un área de 260 cuadras, una transformación que incluye por igual esferas ambientales, sociales y políticas. Y esta belleza de mosaicos, muros cuidadosamente diseñados, postes plantados y erigidos como marcas de tributo, así como una granja de árboles y varios jardines de vegetales, constituye la manifestación visual del trabajo en la Aldea. Pero lo realmente importante de estas transformaciones físicas son los cambios sociales y políticos que han implicado. Implican el trabajo conjunto de una comunidad, la inversión del lugar por parte de sus miembros. Estos esfuerzos también buscan poner sobre la mesa cuestionamientos más amplios sobre la opresión sistemática de donde se originan. Como lo plantea un organizador de proyectos: “la limpieza y la reforestación son prácticas que pueden ayudar a sanar las heridas profundas de un mal reconocimiento cultural, pero sólo si se hace como parte de un esfuerzo mucho mayor por desmantelar el racismo de la sociedad en general” (Hufford y Miller, 2006:72). Sin embargo, aunque la Aldea puede comenzar a poner en evidencia cuestionamientos sobre una opresión sistemática desde el interior de una comunidad, no es obvio cómo iniciar ese proyecto más amplio de desmantelar el racismo.

Críticas a las artes comunitarias


El hecho de que estas estructuras mayores de poder no son referidas más explícitamente dentro de los proyectos artísticos comunitarios, es una de las críticas más fuertes dirigidas a sus maneras de operación. Miwon Kwon (2002) nos advierte que, en el arte comunitario, la función del arte muchas veces se coloca como una suerte de paliativo romántico para los males de una comunidad, donde la expresión individual se privilegia, por encima de las críticas sobre opresión sistemática. Las prácticas de arte comunitario han sido cada vez más tomadas por los gobiernos estatales como una manera de enfocarse en los problemas individuales, aminorando la responsabilidad del estado en la producción de pobreza, racismo, etc. Esto refleja lo que Grant Kesler ha identificado como una “mitología cultural persuasiva, basada en el romanticismo, que concibe al artista como una figura shamanística que puede identificarse con, y hablar en nombre de, los pobres y marginados. Dentro de esta mitología, el artista se convierte en un canal para las experiencias de opresión social que viven otras personas” (Kester, 2004: 140). Adicionalmente, estos mitos románticos están fundados en una noción de que “las artes son buenas para las personas,” las artes usadas históricamente como una herramienta para la organización y normalización social (Lash, 2006). El arte comunitario puede entonces exacerbar las divisiones socioeconómicas entre el artista, como sujeto privilegiado, aquí posicionado como ‘experto,’ y las subjetividades marginadas, refiriéndose a las personas como siempre marginales.

La posibilidad del espacio publico

Sin embargo, las fortalezas de las artes comunitarias son las de ofrecer un camino hacia un tipo de trabajo que permite una aproximación distinta a la política, a lo crítico, y, en el caso de la Aldea, el restablecimiento de los patrones de todo un vecindario. En vez de trabajar sólo por medio de una expresión individual creativa, la Aldea trabaja como una manera de expandir los conocimientos existentes, por ejemplo, por medio de proyectos de historia oral que vincula a los de la tercera edad con la juventud. De manera importante, como su práctica crítica, la transformación física del vecindario ha creado una suerte de amortiguador para proteger a la comunidad de un desarrollo impuesto y simultáneamente creando un sitio deseable para vivir.


El trabajo de la Aldea puede verse como una intervención política, por medio de la creación de un espacio público en un contexto y en un “periodo marcado por la ascendencia de un poder/autoridad privadas, por encima de espacios antes considerados como públicos” (Sassen, 2008:85). En este sentido, la transformación física que permitió la Aldea, explícitamente socavando tanto las estructuras paternalistas impuestas por el estado como los modelos de mercado y capitalismo que desplazan a las comunidades, puede verse como una forma de crítica material o de práctica crítica. Ya que, “Si seguimos la pauta de Raymond Geuss (que a su vez siguió la de Marx), la teoría crítica puede definirse en términos de una auto-reflexividad y el deseo por cambiar al mundo, entonces, cuando la crítica y el diseño se toman la tarea de una auto reflexión y evidencian un deseo de cambio social, ambas pueden describirse como críticas (como formas de práctica crítica más que de teoría crítica)” (Rendell, 2007:4). La práctica crítica se define aquí como la evidencia de una auto reflexión con un deseo por cambiar el mundo manifestado por medio de un entorno construido. Las transformaciones materiales que permitió la Aldea se acomodan por completo con este modelo de crítica, ofreciendo una aproximación colectiva, desde las bases, de la práctica crítica. La Aldea comienza a incitar la pregunta de porqué más vecindarios no son planeados, no son literalmente construidos o mejorados, por las personas que viven en ellos. Sirve como modelo para comprender la autonomía de una comunidad mientras rechaza las fuerzas del desarrollo urbano impulsado por el mercado. El entendimiento de la importancia de proyectos de pequeña y mediana escala en una política cambiante también implica un entendimiento de que la eficacia política no está necesariamente ligada a los actores del estado. “Una política de la calle hace posible la formación de nuevos tipos de sujetos políticos que no tienen que pasar por el sistema político formal” (Sassen, 2008: 86). Lo que estos tipos de intervenciones dejan claro, de hecho, es que hay una especie de posibilidad política en el abandono, ya que permite a las personas trabajar de maneras que de otra manera no hubieran sido posibles. Como Lily Yeh nos habla de la Aldea, ella nos señala que su estatus como marginal es lo que marcó su éxito: “La razón por la que la Aldea ocurre es porque está en el centro de la ciudad, donde las cosas están rotas, donde la ley no sofoca todo a su alrededor. Estamos en descampado, donde las cosas son un poco peculiares, donde es posible que las flores silvestres se coloquen en el paso” (Yeh, 2004). Clarifica que estar por fuera de los parámetros normales del compromiso político es lo que permite que existan distintas maneras de concebir la vida y la convivencia, distintas maneras de organizarse políticamente. El reconocimiento de que los supuestos déficits de la Aldea pueden ser recursos valiosos es una parte central de su política. Ya que los planificadores de la ciudad ya habían abandonado el vecindario, no interfirieron cuando los participantes de la Aldea comenzaron a transformar edificios abandonados en viviendas de bajo costo. El anterior Director de Operaciones, James Maxton, describe el proceso de esta manera:


“Tomamos una aproximación de trastienda para muchas de las cosas que hicimos. Los parques y las casas que rehabilitamos no fueron construidos con una supervisión experta o con habilidades y talento. Nos salimos de la norma. No usamos trabajadores sindicalizados; usamos a muchos drogadictos. Fui empujado hacia zonas y me fui volviendo más capaz de lo que jamás hubiera soñado. Fue un ejercicio de prueba y error que hayamos sido capaces de colocar todas estas piezas. Y la comunidad comenzó a sentirse mejor consigo misma.” (Wallace Foundation, 2004a).


Con esto, la Aldea nos demuestra cómo el empoderamiento puede surgir de una ética de simplemente averiguar cómo hacer que las cosas sucedan. La transformación material de un vecindario, como nos muestra la Aldea, nunca es simplemente material, sino que más bien puede ser un poderoso paso hacia delante, hacia la autodeterminación de una comunidad. Siguiendo a Doreen Massey, se vuelve aparente por medio de este ejemplo que “Lo espacial es tanto abierto a, y un elemento necesario, de la política, en el sentido más amplio del término” (Massey, 1994: 4). Nuestras prácticas espaciales, materiales, se vuelven no sólo en el escenario de fondo de realidades sociales y políticas, sino más bien, contribuyen a su constitución.


La Aldea como comunidad de desarrollo cultural


Los miembros de la Aldea, recientemente decidieron unir fuerzas con otras diez organizaciones comunitarias locales para crear un proyecto de desarrollo comunitario llamado “Prosperidad compartida.” (Shared Prosperity). Es un intento por tomar de las lecciones aprendidas en las artes comunitarias, para empoderar a las personas a través de lo que ya tienen, para determinar sus futuros económicos y políticos en conjunto. La ‘Prosperidad compartida’ se convirtió en un foro para decidir colectivamente la dirección hacia donde quería dirigirse la comunidad, y para comenzar a referirse a algunos de los problemas sistemáticos de racismo, pobreza, etc., a partir de soluciones creativas, más que simplemente eliminarlas en la superficie. En palabras de Yeh


“Para mì, tiene que ver con un sentido de lugar, y el acto creative consiste en lanzar este proyecto (Prosperidad compartida). Puedo ver el futuro de toda la Aldea ligado al del vecindario: en vez de construir un centro de un millón de dólares, construyes la Aldea de manera horizontal. La meta mayor es la de tratar de crear algo tan profundamente enraizado que puede sostenerse firmemente en contra de la absorción global realizada por grupos de interés” (Hufford y Miller, 2006: 32).


En este sentido, el desarrollo cultural comunitario puede ser una manera de desafiar los valores culturales impuestos y normalizados (Goldbard). Pero es posible que la Aldea no sea capaz de mantener el equilibrio entre visión artística, compromiso comunitario y justicia social. Ha comenzado el proceso de institucionalización, empleando a un staff de dieciséis personas de tiempo completo y a doce de medio tiempo, operando con un respuesto de 1.3 millones de dólares (Fundación Wallace, 2004b). Aunque este tipo de financiamiento puede abrir posibilidades para avanzar en el tipo de trabajo de impulso horizontal que caracteriza a la Aldea, también puede señalar un cambio, de responder a las necesidades de un vecindario a la necesidad de un apoyo como institución. Además, si el éxito de la Aldea se fundamentó por el hecho de que no dependía de estructuras estandarizadas, ¿qué sucede ahora que se ha convertido en su propio tipo de modelo regulador? ¿Acaso las posibilidades para permanecer siendo crítico se limitan por los procesos de institucionalización?


Conclusión


Lo que sí nos ofrece el ejemplo de la Aldea de Artes y Humanidades es un modo de reconocer la importancia de los espacios urbanos olvidados, como sitios con un increíble potencial. Esto no niega la eficacia de proyectos dirigidos por el estado u otros más institucionalizados, pero la Aldea sí nos sirve como un recordatorio que los espacios pasados por alto o abandonados pueden ser igualmente sitios de resistencia, que lo local sigue sirviendo como nexo específico de flujos con temas más globales, con dinámicas y luchas de poder. La creación productiva de sitio puede verse como una intervención crítica material que puede servirnos para desafiar y verificar los sistemas sociales, políticos y físicos normalizados. En este sentido, lo crítico se convierte en una serie de prácticas y debates que cuestionan jerarquías y solidificaciones de poder, y un intento por retrabajar estas dinámicas firmes. Es importante reconocer que la lucha por relaciones de poder más equitativas ocurre no sólo dentro de un ámbito discursivo, sino también por medio de nuestros entornos físicos. La Aldea nos recuerda que la condición física, la creación de un espacio público, es inseparable de los proyectos de justicia social, implícitamente mostrándonos las maneras con las cuales las necesidades críticas se piensan a través de la materialidad y la práctica cotidiana.


Referencias

Goldbard, A. (2006) New Creative Community: The Art of Cultural Development. Oakland: New Village Press.

Hufford, M., Miller, R. (2006) Piecing Together the Fragments: Ethnography of Leadership for Social Change in North Central Philadelphia 2004-5. Philadelphia: University of Pennsylvania.

Joseph, M. (2002) Against the Romance of Community. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Kester, G. (2004). Conversation Pieces: Community and Communication in Modern Art. Berkeley: University of California Press.

Kwon, M. (2002) One Place After Another: Site-specific Art and Locational Identity. Cambridge, Mass.: MIT Press.

Lash, H. (2006) ‘You are my sunshine: Refugee Participation in Performance,’ pp. 221-229 in D. Barndt (Ed.) Wild Fire: Art as Activism. Toronto: Sumach Press.

Leggiere, P. (2000) ‘Lily Yeh’s Art of Transformation,’ The Pennsylvania Gazette. Downloaded on September 13, 2009 from www.upenn.edu/gazette/0700/leggiere.html.

Massey, D. (1994) Space, Place, and Gender. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Matarasso, F. (2005) ‘Art for Our Sake: The Artistic Importance of Community Arts,’ Downloaded on September 15, 2009 from http://web.me.com/matarasso/one/downloads/Entries/2009/2/20_Community_arts_files/Art%20for%20Our%20Sake.pdf

Miller, R. (2005) Performing the Urban Village: Art, Place-making and Cultural Politics in North Central Philadelphia. Philadelphia: University of Pennsylvania Press.

Rendell, J. (2007) ‘Introduction: Critical Architecture: Between Criticism and Design,’ pp. 1-9 in J. Rendell, J. Hill, M. Fraser and M. Dorrian (Eds.) Critical Architecture. New York: Routledge.

Sassen, S. (2008) ‘Cities as Frontier Zones: Making Informal Politics,’ pp. 83-94 in J. Backstein, D. Birnbaum and S. Wallenstein (Eds.) Thinking Worlds: The Moscow Conference on Philosophy, Politics, and Art. New York: Sternberg Press.

Scher, A. (2005) ‘Art in the Village,’ YES Magazine. Downloaded on 14 September, 2009 from http://www.yesmagazine.org/article.asp?ID=1263.

Wallace Foundation (2004a) ‘Village of Arts Big Man,’ Downloaded on 14 September, 2009 from http://www.wallacefoundation.org/KnowledgeCenter/Pages/VillageOfArtsBigMan.aspx.

Wallace Foundation (2004b) ‘Going Toward the Light: Philadelphia’s Village of Arts and Humanities,’ Downloaded on September 15, 2009 from http://www.wallacefoundation.org/KnowledgeCenter/KnowledgeTopics/CurrentAreasofFocus/ArtsParticipation/Pages/VillageofArtsandHumanities.aspx.

Yeh, L. (2004) ‘Yeh in her own words,’ Downloaded on 14 September, 2009 from http://www.wallacefoundation.org/KnowledgeCenter/Pages/VillageOfArtsLILYYEH.aspx.



[1] Heather Davis es una investigadora, escritora y artista comunitaria radicada en Montreal, Canadá, cuyos intereses se encuentran en el potencial politico de una práctica artistic expandida. Su obra reciente, como estudiante de doctorado en el Programa Vinculado de Comunicación en la Universidad de Concordia, se enfoca en la subjetividad al interior de las prácticas artísticas contemporáneas y en las artes comunitarias. Ha trabajado en la intersección de estas ideas y prácticas en distintas organizaciones comunitarias en Toronto y Montreal, así como por sus investigaciones y escritos. Contacto: heathermargaret@gmail.com

Esta es una libre traducción. Fuente: http://www.politicsandculture.org/2009/11/09/when-art-becomes-critical-practice-the-village-of-arts-and-humanities/