Los trabajadores del arte:
entre la utopía y el archivo
Boris Groys

El tema de este ensayo es el trabajo artístico. Por supuesto, yo no soy artista. Pero a pesar de ser muy específico en algunos aspectos, el trabajo artístico no es completamente autónomo. Depende en las condiciones más generales –sociales, económicas, técnicas y políticas—de la producción, distribución y presentación de arte. Durante las décadas recientes, estas condiciones han cambiado drásticamente, debido, primero que nada, al surgimiento de internet.

En el periodo de la modernidad, el museo fue la institución que definía el régimen dominante bajo el cual funcionaba el arte. Pero en nuestros días, el internet ofrece una posibilidad alternativa para producción y distribución de arte, una posibilidad que el creciente número de artistas –crecimiento que es permanente—acoge. ¿Cuáles son las razones para que nos guste el internet, especialmente para artistas, escritores y así sucesivamente? Obviamente, nos gusta el internet, en primer lugar, porque no es selectivo –o por lo menos es mucho menos selectivo que un museo o una editorial tradicional. Efectivamente, la cuestión que siempre ha preocupado a los artistas en relación con el museo gira alrededor del criterio de elección: ¿por qué unas obras sí entran a los museos mientras otras no? Sabemos de las, por así decirlo, teorías católicas de selección de acuerdo a la cual las obras de arte deben merecer ser elegidas por el museo: deben ser buenas, bellas, inspiradoras, originales, creativas, poderosas, expresivas, históricamente relevantes; uno puede citar miles de criterios similares. Sin embargo, estas teorías colapsaron históricamente porque nadie podía explicar por qué una obra era más bella u original que otra. De modo que comenzaron a surgir otras teorías, teorías más protestantes, incluso Calvinistas. De acuerdo a estas teorías, las obras de arte son elegidas porque son elegidas. El concepto de un poder divino perfectamente soberano y que no necesita ninguna legitimación se transfirió al museo. Esta teoría protestante sobre la elección, la cual enfatiza el poder incondicional de quien hace la elección, es una precondición para la crítica institucional: los museos fueron criticados por cómo usaron y abusaron de su supuesto poder.

Este tipo de crítica institucional no tiene mucho sentido en el caso de internet. Claro, hay ejemplos de censura en internet, practicada por algunos estados, no obstante, no existen censuras estéticas. Cualquiera puede poner cualquier texto o material visual de cualquier tipo en internet, para hacerlo globalmente accesible. Claro, los artistas muchas veces se quejan de que su producción artística se ahoga en un mar de datos que circulan en internet. El internet se presenta como un enorme bote de basura, en donde todo desaparece, incapaz de mantener el grado de atención pública que uno espera lograr. Pero la nostalgia por ese pasado en que la censura estética del museo y del sistema de galerías, la cual velaba por la calidad, la innovación y la creatividad del arte, no nos lleva a ningún lado. Finalmente, todos buscan información en internet sobre nuestros amigos –qué están haciendo hoy en día. Uno sigue ciertos blogs, revistas electrónicas, y sitios web...e ignora todo lo demás. El mundo del arte es solo una parte pequeña de este espacio público digital, y el mundo del arte en sí mismo está muy fragmentado. De modo que si existen muchas quejas sobre la ausencia de observancia en internet, nadie está realmente interesado en una observación total: todos buscan información específica –y está preparado para ignorar todo lo demás.

Aun así, la impresión de que el internet en su totalidad no sigue una observación más rigurosa define nuestra relación con éste; tendemos a pensar en ella como un flujo infinito de datos que trasciende los límites de nuestro control individual. Pero, de hecho, el internet no es un sitio de flujo de datos: es una máquina para detener o revertir el flujo de datos. La no observancia de internet es un mito. El medio de internet es la electricidad. Y el suministro de electricidad es finito. De modo que el internet no puede soportar un flujo infinito de datos. El internet está basado en un número finito de cables, terminales, computadoras, teléfonos móviles y otros equipos. La eficiencia de internet está basada precisamente en si finitud y, por lo tanto, en su observancia. Motores de búsqueda tales como Google demuestran esto. Hoy en día, uno escucha repetidas veces sobre el creciente nivel de vigilancia, especialmente a través de internet. Pero la vigilancia no es algo externo a internet, o algún uso específico de internet. El internet es, por su esencia, una máquina de vigilancia. Divide el flujo de datos en operaciones pequeñas, rastreables y reversibles, exponiendo así a todo usuario a la vigilancia –real o posible. El internet crea un campo de visibilidad, accesibilidad y transparencia total.

Claro, los individuos y las organizaciones tratan de escapar de esta visibilidad total, con la creación de passwords sofisticados y sistemas de protección de datos. Hoy en día, la subjetividad se ha convertido en una construcción: el sujeto contemporáneo es definido como el dueño de una serie de passowrds que él o ella conoce...y que otros no. El sujeto contemporáneo es primordialmente alguien que guarda un secreto. En cierto sentido, esta es una definición muy tradicional del sujeto: el sujeto fue desde hace mucho definido como conocedor de algo sobre sí mismo que solo Dios sabía, algo que otras personas no podrían saber porque estaban ontológicamente prevenidas de “leer nuestros pensamientos”. Hoy en día, sin embargo, ser un sujeto tiene menos que ver con la protección ontológica, y más que ver con los secretos técnicamente protegidos. El internet es un lugar donde el sujeto está originalmente constituido como un sujeto transparente y observable –y solo después comienza a estar técnicamente protegido, para poder ocultar el secreto originalmente revelado. Sin embargo, toda protección técnica puede quebrantarse. Hoy en día, el hermeneutiker se ha convertido en hacker. El internet contemporáneo es un sitio donde se desarrollan guerras cibernéticas en las cuales el premio es el secreto. Y saber el secreto es controlar al sujeto constituido por este secreto –y las ciberguerras son las guerras de esta subjetivación y des-subjetivación. Pero estas guerras solo pueden ocurrir porque el internet es originalmente el sitio de la transparencia.

¿Qué significa esta transparencia original para los artistas? A mí me parece que el verdadero problema con el internet no es el internet como un sitio para la distribución y exhibición de arte, sino el internet como un sitio para trabajar. Bajo el régimen del museo, el arte era producido en un lugar (el taller del artista) y se mostraba en otro lugar (el museo). El surgimiento de internet borró esta diferencia entre la producción y exhibición de arte. El proceso de producción de arte, en la medida que involucra el uso de internet, siempre está permanentemente expuesto –desde su inicio hasta su fin. Anteriormente, solo los trabajadores industriales operaban bajo la mirada de otros –bajo el tipo de control tan elocuentemente descrito por Michel Foucault. Los escritores y los artistas trabajaban en aislamiento, más allá de un control panóptico, público. Sin embargo, si el llamado trabajador creativo usa el internet, él o ella están sujetos al mismo o incluso a un mayor grado de vigilancia que el trabajador foucaultiano. La única diferencia es que esta vigilancia es más hermenéutica que disciplinaria.

Los resultados de la vigilancia son vendidos por las corporaciones que controlan el internet, porque son los dueños de los medios de producción, la base material-técnica de internet. No deberíamos olvidar que el internet es de propiedad privada. Y las ganancias vienen más que nada de publicidad dirigida. Aquí, nos confrontamos a un fenómeno interesante: la monetización de la hermenéutica. La hermenéutica clásica que buscaba al autor detrás de la obra fue criticada por los teóricos del estructuralismo y de la “lectura cercana”, quienes pensaron que no tenía sentido ir en busca de secretos ontológicos que son, por definición, inaccesibles. Hoy en día, esta vieja hermenéutica tradicional renace como un medio para la explotación económica en internet, donde todos los secretos son revelados. El sujeto aquí ya no está oculto detrás de su obra. El valor excedente que dicho sujeto produce y es apropiado por las corporaciones es este valor hermenéutico: el sujeto no solo hace algo en internet, sino que también se revela como un ser humano con ciertos intereses, deseos y necesidades. La monetización de la hermenéutica clásica es uno de los procesos más interesantes que hayan surgido en décadas recientes.

A primera vista, parece que para los artistas, esta exposición permanente tiene más aspectos positivos que negativos. La re-sincronización de la producción de arte y de exposición de arte a través de internet parece hacer que las cosas sean mejores, no peores. Efectivamente, esta re-sincronización significa que un artista ya no necesita producir algún producto final, alguna obra de arte. La documentación de los procesos para hacer arte ya es en sí mismo una pieza de arte. La producción, presentación y distribución coinciden. El artista se convierte en blogger. Casi todos en el mundo del arte contemporáneo actúa como blogger –artistas individuales, pero también instituciones de arte, incluyendo los museos. Ai Weiwei es paradigmático en este sentido. El artista de Balzac, que jamás puede presentar su obra maestra, no tendría problema ante estas condiciones: la documentación de sus esfuerzos, por crear una obra maestra sería su obra maestra. Así, el internet funciona más como la Iglesia que como el museo. Después que Nietzsche famosamente declaró, “Dios ha muerto”, continuó diciendo: hemos perdido al espectador. El surgimiento de internet significa el retorno del espectador universal. De modo que parece que estamos de vuelta en el paraíso y, como santos, hacemos la obra inmaterial de la existencia pura bajo la mirada divina. De hecho, la vida de un santo puede ser descrita como un blog leído por Dios y que sigue ininterrumpido incluso después de la muerte del santo. Entonces, ¿para qué necesitamos más secretos? ¿Por qué rechazamos esta transparencia radical? La respuesta a estas preguntas depende de la respuesta a una pregunta más fundamental con respecto a internet: ¿Acaso internet efectúa el retorno de Dios, o del malin génie, con su ojo malagüero?

Yo podría sugerir que el internet no es el paraíso sino más bien, pues, el infierno –o si quieres, el paraíso y el infierno al mismo tiempo. Jean-Paul Sartre dijo que el infierno son los otros –la vida bajo la mirada de los otros. (Y Jacques Lacan dijo después que el ojo del otro siempre es un ojo maligno). Sartre sostenía que la mirada de los otros nos “objetiva”, y de esta manera, niega la posibilidad de cambio que define nuestra subjetividad. Sartre definió la subjetividad humana como un “proyecto” dirigido hacia el futuro, y este proyecto tiene un secreto ontológicamente garantizado, porque no puede ser revelado aquí y ahora, sino solo en el futuro. En otras palabras, Sartre entendió a los sujetos humanos como aquellos que luchan contra la identidad que la sociedad les otorga. Esto explica por qué interpretó la mirada de los otros como el infierno: bajo la mirada de los otros, vemos que hemos perdido la batalla, y permanecemos prisioneros de nuestra identidad, socialmente codificada.

De este modo, tratamos de evitar la mirada de los otros por un tiempo, para poder revelar nuestro “verdadero ser” después de cierto periodo de encierro –para reaparecer en público bajo una nueva forma. Este estado de ausencia temporal constituye lo que nosotros llamamos proceso creativo –de hecho, es precisamente lo que llamamos proceso creativo. André Breton nos cuenta una historia sobre un poeta francés que, cuando se iba a dormir, colocaba un letrero en la puerta que decía: “Por favor guarden silencio: el poeta está trabajando”. Esta anécdota resume el entendimiento tradicional del trabajo creativo: el trabajo creativo es creativo porque ocurre ocurre más allá del control público –e incluso más allá del control conciente del autor. Este tiempo de ausencia puede durar varios días, meses, años –incluso toda una vida. Solo al final de este periodo de ausencia se espera que el autor presente un trabajo (quizá se encontró póstumamente en sus escritos) que hasta entonces sería aceptado como creativo, precisamente porque pareció emerger de la nada. En otras palabras, el trabajo creativo es el trabajo que presupone la desincronización del tiempo para trabajar del tiempo de exposición de sus resultados. El trabajo creativo es practicado en un tiempo paralelo de encierro, en secreto, de manera que exista un efecto sorpresa cuando este tiempo paralelo se re-sincroniza con el tiempo del espectador. Es por eso que el sujeto de la práctica artística tradicionalmente quiso ocultarse, volverse invisible, darse un tiempo libre. La razón no fue que los artistas habían cometido un crimen u ocultaban algún sucio secreto que querían ocultar de la mirada de otros. Experimentamos la mirada de los otros como un ojo maligno no cuando quiere penetrar en nuestros secretos para hacerlos transparentes (dicha mirada penetrante es más bien halagadora y emocionante) sino cuando niega que tenemos algún secreto, cuando nos reduce a lo que ve y registra.

La práctica artística es entendida como algo individual y personal. Pero ¿qué significa lo individual y personal? Lo individual se entiende muchas veces como diferente de los otros. (Por ejemplo: en una sociedad totalitaria, todos son iguales. En una democrática, todos son diferentes, y son respetados por ser diferentes.) Sin embargo, aquí el punto no es tanto la diferencia de uno con respecto a los otros, sino la diferencia de uno de uno mismo –el rechazo a ser identificado de acuerdo a los criterios generales de la identificación. Efectivamente, los parámetros que definen a nuestra identidad socialmente codificada y nominal, son completamente ajenos a nosotros. No elegimos nuestros nombres, no estuvimos conscientemente presentes en la fecha y lugar de nuestro nacimiento, no elegimos el nombre de la ciudad o de la calle en la que vivimos, no elegimos a nuestros padres, nuestra nacionalidad, etc. Todos estos parámetros externos de nuestra existencia no tienen significado para nosotros –no se correlacionan con ninguna evidencia subjetiva. Nos indivan cómo nos ven los otros pero son completamente irrelevantes para nuestras vidas internas, subjetivas.

Los artistas modernos se rebelaron en contra de las identidades impuestas por los otros –por la sociedad, el estado, la escuela, los padres. Querían el derecho a una auto-identificación soberana. El arte moderno era la búsqueda del “verdadero yo”. Aquí la cuestión no es si el ser verdadero es real o simplemente una ficción metafísica. La pregunta sobre la identidad no es una cuestión sobre la verdad sino una cuestión sobre el poder: ¿Quién tiene el poder sobre mi propia identidad, yo mismo o la sociedad? Y más generalmente: ¿quién tiene control sobre la taxonomía social, los mecanismos sociales de identificación –yo mismo o las instituciones del estado? Esto quiere decir que la lucha contra mi propia persona pública e identidad nominal, en nombre de mi persona soberana, mi identidad soberana, también tiene una dimensión pública, política, ya que está dirigida contra los mecanismos dominantes de la identificación –la taxonomía social dominante, con todas sus divisiones y jerarquías. Es por eso que los artistas modernos siempre decían: No me mires a mí. Mira lo que estoy haciendo. Ese es mi verdadero ser. –o quizás ningún ser en realidad, quizás la ausencia de ser. Posteriormente, los artistas en su mayoría se dieron por vencidos en la búsqueda del ser oculto y verdadero. En cambio, comenzaron a usar sus identidades nominales como readymades, organizando un juego complicado con ellos. Pero esta estrategia aun presupone la desidentificación de las identidades nominales, socialmente codificadas, para poder reapropiar, transformar y manipularlas artísticamente.

La modernidad fue la época del deseo por las utopías. La expectativa utópica significa nada menos que el proyecto de descubrir o construir al verdadero ser llega se logra –y se vuelve socialmente reconocido. En otras palabras, el proyecto individual de buscar al verdadero ser adquiere una dimensión política. El proyecto artístico se convierte en un proyecto revolucionario que apunta a la transformación total de la sociedad, y la erradicación de las taxonomías existentes. Aquí, el verdadero ser se vuelve resocializado –al crear la verdadera sociedad.

El sistema del museo es ambivalente hacia este deseo utópico. Por un lado, el museo ofrece al artista una oportunidad por trascender su propio tiempo, con todas sus taxonomías e identidades nominales. El museo promete llevar la obra del artista al futuro –es una promesa utópica. Sin embargo, el museo traiciona esta promesa al mismo tiempo que la cumple. La obra del artista es llevada al futuro, pero la identidad nominal del artista se reimpone en su obra. En el catálogo de museo, leemos el mismo nombre, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad, y así. Es por eso que el arte moderno quería destruir al museo. Sin embargo, el internet traiciona la búsqueda del verdadero ser de una manera aún más radical: el internet inscribe esta búsqueda desde su inicio –y no solo en su final—de vuelta a una identidad nominal, socialmente codificada. A su vez, los proyectos revolucionarios se vuelven historiados. Podemos ver hoy en día, conforme la anterior humanidad comunista se renacionaliza y se reinscribe en las historias rusas, chinas y demás.

En el llamado periodo posmoderno, la búsqueda del ser verdadero y, del mismo modo, la verdadera sociedad en la cual este ser verdadero podría revelarse, se proclamaban como obsoletas. Por lo tanto, tendemos a hablar sobre la posmodernidad como un tiempo post-utópico. Pero esto no es totalmente cierto. La posmodernidad no se rindió en la lucha contra la identidad nominal del sujeto –de hecho, incluso radicalizó esta lucha. La posmodernidad tuvo su propia utopía, una utopía de la auto-disolución del sujeto en flujos infinitos y anónimos de energía, deseo o del juego de significantes. En vez de abolir al ser nominal y social, al descubrir al verdadero ser por medio de la producción de arte, la teoría de arte posmoderna invirtió sus esperanzas por una pérdida completa de identidad, a través del proceso de reproducción: una estrategia distinta que busca la misma meta.

La euforia utópica posmoderna que provocó la noción de reproducción en su momento, puede ilustrarse por el siguiente pasaje del libro On the Museum’s Ruins, de Douglas Crimp. En este conocido libro, Crimp sostuvo, refiriéndose a Benjamin, que

Por medio de la tecnología reproductiva, el arte posmodernista se deshace del aura. La ficción del sujeto creador da paso a la confiscación franca, a la cita, el extracto, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes. Las nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso ordenado del museo, son socavados.1

El flujo de las reproducciones inunda al museo –y la identidad individual se ahoga en este flujo. El internet se volvió por un tiempo el lugar donde fueron proyectados estos sueños utópicos posmodernos, sueños sobre la disolución de todas las identidades en el juego infinito de significantes. El rizoma globalizado tomó el lugar de la humanidad comunista. 

Sin embargo, el internet se ha convertido no en un lugar para la realización de utopías posmodernas, sino su cementerio –mientras el museo se convirtió en un cementerio para las utopías modernas. Efectivamente, el aspecto más importante de internet es que cambian fundamentalmente la relación entre original y copia, como lo describe Benjamin, y por lo tanto, convierte al proceso anónimo de reproducción en algo calculable y personalizable. En internet, todo significante liberado tiene una dirección. Los flujos desterritorializados de datos se reterritorializan.

Es conocido que Walter Benjamin distinguió entre el original, el cual es definido desde su “aquí y ahora”, y la copia, la cual no tiene sitio, es topológicamente indeterminada, carece de un “aquí y ahora”. La reproducción digital contemporánea no es de ninguna manera un ejercicio sin sitio, su circulación no es indeterminada topológicamente, y no se presenta a sí misma bajo la forma de una multiplicidad, como la describió Benjamin. Todas las direcciones de los archivos de datos en internet nos refieren a un lugar. El mismo archivo de datos con una dirección distinta es un archivo de datos distinto. Aquí, el aura de la originalidad no se pierde, sino que más bien es sustituido por un aura distinta. En internet, la circulación de datos digitales no produce copias, sino nuevos originales. Y esta circulación es perfectamente rastreable. Piezas individuales de datos nunca son desterritorializados. Además, toda imagen o texto en internet tiene no solo su lugar singular y específico, sino también su tiempo singular de aparición. El internet registra cada momento en que alguien le da click a cierto dato, cuando te gusta, cuando ya no te gusta, o lo transfieres o lo transformas. Del mismo modo, una imagen digital no puede ser simplemente copiada (como puede hacerse con una imagen análoga, mecánicamente reproducible) sino que siempre solo es nuevamente escenificada o ejecutada. Y cada ejecución de un archivo de datos es fechada y archivada.


Durante la época de la reproducción mecánica, escuchamos frecuentemente sobre el deceso de la subjetividad. Escuchamos de Heidegger que die Sprache spricht (“el lenguaje habla”), y no tanto que el individuo usa el lenguaje. Escuchamos de Marshall McLuhan que el medio es el mensaje. Después, la deconstrucción derrideana y las máquinas deseantes de Deleuze nos enseñaron a deshacernos de nuestras últimas ilusiones concernientes a la posibilidad de identificar y estabilizar la subjetividad. Sin embargo, ahora nuestras “almas digitales” se han vuelto rastreables y visibles nuevamente. Nuestra experiencia de la contemporaneidad está definida no tanto por la presencia de cosas ante nosotros como espectadores, sino más bien por nuestra presencia ante la mirada del espectador oculto y desconocido. Sin embargo, no conocemos a este espectador. No tenemos acceso a su imagen –si es que la tiene. En otras palabras, el espectador oculto universal del internet puede pensarse solo como un sujeto de conspiración universal. La reacción a esta conspiración universal toma necesariamente la forma de una contra-conspiración: uno protegerá su alma del ojo maligno. La subjetividad contemporánea ya no puede depender para su disolución del flujo de significantes, porque este flujo se ha vuelto controlable y rastreable. Por lo tanto, surge un nuevo sueño utópico –un sueño verdaderamente contemporáneo. Es el sueño de una palabra codificada irrompible que por siempre puede proteger nuestra subjetividad. Queremos definirnos como un secreto que sería aún más secreto que el secreto ontológico –el secreto que ni siquiera Dios puede descubrir. El ejemplo paradigmático de dicho sueño podemos encontrarlo en WikiLeaks.

La meta de WikiLeaks muchas veces es vista como el flujo libre de información, como el establecimiento de un acceso libre de secretos de estado. Pero al mismo tiempo, la práctica de WikiLeaks demuestra que el acceso universal puede ser proporcionado solo bajo la forma de una conspiración universal. En una entrevista, Julain Assange dice:

Si entonces tú y yo estamos de acuerdo sobre un código encriptado en particular, y éste es matemáticamente fuerte, entonces las fuerzas de todo súper poder al que se le presente este código no podrá romperlo. De modo que un estado puede desear hacerle algo a un individuo, pero simplemente no es posible que el estado lo haga –y en este sentido, las matemáticas y los individuos son más fuertes que los súper poderes.2

La transparencia se basa aquí en una no-transparencia. La apertura universal está basada en el cierre más perfecto. El sujeto se vuelve oculto, invisible, se toma el tiempo para volverse operativo. La invisibilidad de la subjetividad contemporánea está garantizada, en la medida que su código encriptado no sea hackeado –en la medida que el sujeto permanezca anónimo, no-identificable. Su invisibilidad, protegida por una contraseña, es la que garantiza el control del sujeto en torno a sus operaciones y manifestaciones digitales.

Aquí, estoy discutiendo sobre el internet tal y como lo conocemos ahora. Pero las próximas guerras cibernéticas cambiarán radicalmente al internet. Estas guerras cibernéticas ya han sido anunciadas –y destruirán o dañarán seriamente al internet como un mercado dominante y como un medio de comunicación. El mundo contemporáneo se parece mucho al mundo del siglo XIX. Ese mundo fue definido por las políticas de los mercados abiertos, un capitalismo creciente, una cultura de la celebridad, el retorno de la religión, terrorismo y contra-terrorismo. La Primera Guerra Mundial destruyó a este mundo e hizo imposible las políticas de un mercado abierto. Al final, los intereses geopolíticos y militares de las naciones estado se mostraron más poderosos que los intereses económicos. Veamos lo que sucederá en el futuro cercano.

Me gustaría concluir con una consideración más general sobre la relación entre utopía y archivo. Como he intentado demostrar, el impulso utópico siempre está relacionado con el deseo del sujeto por salir de su propia identidad, históricamente definida, para dejar su lugar en la taxonomía histórica. En cierto sentido, el archivo le otorga al sujeto la esperanza de sobrevivir a su propia contemporaneidad, revelando su verdadero ser en el futuro, porque el archivo promete sostener y hacer accesibles los textos o las obras de este sujeto después de su muerte. Esta promesa utópica, o por lo menos heterotópica, es crucial para la habilidad del sujeto de generar un distanciamiento y una actitud crítica en torno a su propio tiempo y su propia audiencia inmediata.

Los archivos son muchas veces interpretados como un medio para conservar el pasado –para presentar el pasado en el presente. Pero al mismo tiempo, los archivos son máquinas para transportar el presente en el futuro. Los artistas siempre hacen su obra no para su propio tiempo sino para los archivos del arte –para el futuro, en el cual la obra del artista permanecerá presente. Esto produce una diferencia entre la política y el arte. Los artistas y los políticos comparten el “aquí y ahora” común del espacio público, y ambos quieren transformar el futuro. Esto es lo que une al arte y a la política. Pero la política y el arte transforman el futuro de maneras distintas. La política entiende el futuro como resultado de acciones que ocurren aquí y ahora. La acción política tiene que ser eficaz, tiene que producir resultados, debe de transformar la vida social. En otras palabras, la práctica política transforma al futuro, pero desaparece en y a través de este futuro, termina totalmente absorbido por sus propios resultados y consecuencias. La meta de la política es volverse obsoleta –y dar lugar a la política del futuro.

Pero los artistas no trabajan dentro del espacio público de su tiempo. También trabajan dentro del espacio heterogéneo de los archivos de arte, donde sus obras son colocadas entre las obras del pasado y futuro. El arte, tal y como funcionó en la modernidad y aun funciona así en nuestra época, no desaparece después que se haya terminado el trabajo. Más bien, la obra de arte sigue estando presente en el futuro. Y es precisamente esta presencia de futuro anticipado del arte la que le garantiza su influencia en el futuro, su oportunidad para moldear el futuro. La política moldea el futuro para su propia desaparición. El arte moldea el futuro para su propia presencia prolongada. Esto crea una brecha entre el arte y la política –una brecha que se demostró muchas veces a través de la historia trágica de la relación entre arte de izquierda y política de izquierda en el siglo XX.


Nuestros archivos están estructurados históricamente, claro está. Y nuestro uso de estos archivos sigue estando definido por la tradición historicista del siglo XIX. Por lo tanto, tendemos a reinscribir a los artistas póstumamente, en los contextos históricos desde los cuales en realidad querían escaparse. En este sentido, las colecciones de arte que precedieron al historicismo del siglo XIX –las colecciones que querían ser colecciones de instancias de belleza pura, por ejemplo—parecen ingenuas a primera vista. De hecho, son más fieles al impulso utópico original que sus contrapartes históricas más sofisticadas. Nos estamos volviendo más interesados en la decontextualización y re-escenificación de fenómenos individuales del pasado que en su recontextualización histórica, más interesados en las aspiraciones utópicas que llevan a los artistas a salir de sus contextos históricos, que en estos contextos por sí mismos. Y a mí me parece que este es un buen proceso, porque fortalece el potencial utópico del archivo y debilita su potencial para traicionar la promesa utópica, potencial inherente a todo archivo, independientemente de lo estructurado que sea.

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© 2013 e-flux y el autor
Libre traducción: A. Espinoza

Boris Groys es un filósofo, crítico de arte, ensayista y curador, que enseña filosofía rusa moderna, postestructuralismo francés y medios contemporáneos. Es el Profesor Global Distinguido de estudios rusos y eslavos en la Universidad de Nueva York. Adicionalmente, Groys es Profesor de Filosofía y Teoría de Medios en la Academia de Diseño (Hochschule für Gestaltung) en Karlsruhe desde 1994. Groys vive y trabaja en Nueva York.   
1 Douglas Crimp, On the Museum’s Ruins(Cambridge, MA: MIT Press, 1993), 58.
2 Hans Ulrich Obrist, “In Conversation with Julian Assange, Part I,” e-flux journal 25 (May 2011). See .