Arte y darwinismo

Una vida con propósito
Brian Boyd


[El darwinismo] parece simple, porque al principio no quieres darte cuenta de todo lo que implica. Pero cuando caes en cuenta de todo su significado, tu corazón se hunde en ese montón de arena en tu interior. Hay un horrendo fatalismo en ello, una reducción espantosa y detestable de la belleza y la inteligencia, de la fortaleza y el propósito, del honor y la aspiración.

--George Bernard Shaw, Back to Methuselah (1921)

El pensamiento evolucionista se ha expandido últimamente, del mundo biológico al mundo humano, primero en las ciencias sociales y recientemente en las humanidades y las artes. Muchas personas, por lo tanto, ahora comprenden al humano, e incluso a la cultura humana, como inextricablemente biológica. Pero muchos otros en las humanidades –en esto, por lo menos, como los creyentes religiosos que rechazan la evolución por completo—sienten que una visión darwiniana de la vida y una visión biológica de la humanidad sólo pueden negar el propósito y sentido humanos.

¿Acaso la evolución por selección natural le roba propósito a la vida, como muchos han temido? La respuesta es no. Por el contrario, Charles Darwin ha hecho posible comprender cómo el propósito, como la vida, se construye a partir de pequeños comienzos, de la base hacia arriba. En un sentido muy real, la evolución crea propósito.

La evolución genera problemas y soluciones conforme genera vida. Las rocas podrán quebrarse y erosionarse, pero no tienen problemas. Las amibas y los primates sí. La selección natural crea nuevas posibilidades complejas, y por lo tanto nuevos problemas, conforme ensambla organismos autosustentables poco a poco, ciclo tras ciclo, al generar soluciones parciales, probándolas, y regenerando de la base de las mejores soluciones disponibles en el ciclo actual. Con el tiempo, puede crear soluciones más ricas para problemas más ricos.

En El origen de las especies (1859), Darwin mostró cómo las nuevas especies evolucionan por medio de un proceso de variación ciega y de retención selectiva. Transformó de golpe nuestro entendimiento del diseño natural. Las cosas vivas manifiestan un diseño complejo pero puede producirse por un proceso ciego, mismo que no hace más que registrar pasivamente, en términos de supervivencia y reproducción, las ventajas de variaciones particulares. En The Blind Watchmaker (1986), Richard Dawkins explica cómo la naturaleza es como un relojero que construye mecanismos intricados sin pensar, y por lo tanto, da vuelta al famoso argumento del teólogo y naturalista William Paley. Paley abre su obra Natural Theology: or Evidences of the Existence and the Attributes of the Deity (1802), con estas palabras:

Al cruzar un monte, supongamos que colocara mi pie sobre una piedra, y se me preguntara cómo es que la piedra llegó ahí; podría responder posiblemente que, ante cualquier cosa que yo supiera de antemano, había estado ahí por siempre: ni tampoco sería quizás muy fácil demostrar el absurdo de esta respuesta. Pero supongamos que hubiera encontrado un reloj en el suelo, y se preguntara cómo es que el reloj terminó en ese lugar; difícilmente pudiera pensar en la respuesta que di anteriormente, que, ante cualquier cosa que yo supiera de antemano, el reloj había estado ahí desde siempre…[La precisión y lo intricado de su mecanismo nos hubiera obligado a concluir] que el reloj debió haber tenido un fabricante; que debió haber existido, en algún momento, en algún lugar u otro, un artífice o artífices, que lo formaron con el propósito que encontramos que responde a ello; que comprende su construcción, y que diseñaron su uso.

Nadie pudiera estar razonablemente en desacuerdo, añade Paley, no obstante, esto equivale a lo que un ateo hace, ya que “toda indicación de artilugio, toda manifestación de diseño, que existía en el reloj, existe en las obras de la naturaleza; con la diferencia, del lado de la naturaleza, de ser más grande y más, y en un grado que excede toda computación.” Como Dawkings señala, sabemos ahora que las complejidades de los organismos naturales sobrepasan los del más sofisticado de los relojes, por mucho más que lo que la ciencia pudiera suponer en la época de Paley; no obstante, pasa a demostrarnos cómo los procesos simples de variación y de retención selectiva puede, después de muchos ciclos, crear productos incluso con este grado de diseño.

Se ha encontrado que otros procesos que trabajan al interior de la selección natural siguen el mismo principio: el sistema inmunológico humano; las sinapsis en el cerebro humano joven (en el darwinismo neural de Gerald Edelman y otros); la cultura (en la obra de David Sloan Wilson y otros); y en la invención (en la obra de Donald Campbell y David Hull). Tales “sistemas darwinianos,””máquinas darwinianas”, o, bajo el término de Darwin, “darwinismo universal,” permiten que se logre una novedad genuina sin un conocimiento de avanzada sobre lo que funcionará mejor en un mundo impredecible y abierto. El principio común de la variación ciega y la retención selectiva permiten un proceso profundamente indeterminado que explora parches de espacio de posibilidad en direcciones múltiples y buscan cualquier dirección provisionalmente más prometedores que otras. Rastrea por medio de la vastedad de lo posible de maneras que sorprendentemente llevan a soluciones ricas, componiendo ventajas inmediatas y reteniendo una complejidad lograda en la siguiente ronda de variaciones. Tales procesos darwinianos bien pueden ocurrir en cualquier parte que encontremos una novedad profundamente original.

La explicación que Darwin hace de la evolución por selección natural conmocionó, y sigue conmocionando, porque parece negar el propósito. Pensamos en el propósito como algo anterior a la decisión y la acción: quiero levantar mi brazo, y, a menos que esté paralizado o restringido, lo hago. Pero de hecho, el propósito emerge lentamente, en las especies y en el individuo. Mi capacidad para mover mi brazo de todas las maneras que puedo depende de aspectos como la evolución de las patas delanteras en brazos a principios de la línea de los primates, la evolución, millones de años después, de una cuenca rotativa en el hombro de los grandes simios, para permitirles colgarse a los árboles, y la posterior liberación de los movimientos del brazo después de que los primeros homínidos se volvieron completamente bípedos. Los bebés mueven sus brazos incontrolablemente y sin propósito meses antes que puedan dirigirlos de maneras particulares y para propósitos particulares.

El ejemplo de Paley del reloj, supone un propósito que ya comprendemos: la integración intricada de objetos materiales en instrumentos para marcar el tiempo. Pero los humanos no evolucionaron para ser capaces de construir mecanismos de partes múltiples hasta por lo menos los últimos cincuenta mil años. Hasta que su control manual alcanzó un alto nivel y su fabricación de herramientas de piedras hubiese tenido más de dos millones de años de refinamiento, hubieran sido incapaces de concebir tales mecanismos o, si se les confrontara con ellos, incapaces de reconocer nada de su construcción o propósito. La idea de marcar el tiempo con precisión hubiera sido desconocida y sin sentido para nuestros ancestros incluso hasta el final de la Edad de Piedra.


Los propósitos pueden surgir sólo poco a poco; los problemas no pueden ni siquiera definirse hasta que muchos de los elementos ya se encuentran en su lugar. La posición del sol en su carrera diaria puede indicar las fases del día, pero nada más preciso. Los relojes de sol y los palillos en el suelo que los precedieron le otorgaban divisiones más finamente determinadas del tiempo durante la luz del día y hacían posible imaginar la coordinación de acciones comunes por adelantado. Los primeros relojes de agua y de arena le permitían una coordinación aun más precisa. Los relojes mecánicos y las campanas que sonorizan la hora o incluso el cuarto de hora llevaron la sincronización social aun más adelante. No fue sino hasta el florecimiento de la navegación europea y el trazado de mapas en el siglo XV que alguien consideró inventar un reloj portátil para asegurarse de la longitud, no obstante, los relojes marítimos seguían siendo bastante poco precisos durante los siguientes tres siglos. Los primeros relojes, a principios del siglo XVI, podían registrar solamente la hora; y llevó más de otro siglo para poder decir la hora hasta los minutos por medio de un mecanismo portátil. Para los tiempos de Paley, la invención reciente de mecanismos para regular el movimiento hacía posible marcar el tiempo con precisión en un reloj de bolsillo, pero sólo fue durante el curso del siglo XIX que una marcación del tiempo altamente precisa hicieron posibles nuevos grados de medición precisa, y por lo tanto, nuevas opciones de investigación en física y en la psicología. No fue sino hasta entrado el siglo XX que los relojes de cesio adquirieron la exactitud y confiabilidad necesaria para la física cuántica y el vuelo espacial.

En el desarrollo de ambos instrumentos e incluso de estándares cada vez más refinados para medir los intervalos de tiempo, se han descubierto nuevos propósitos, cada uno inconcebibles unos periodos o dos anteriores. Los propósitos surgen no por adelantado, sino conforme las posibilidades se materializan. Claro, cuando el propósito se establece, entonces puede ser implementado, adelantándose a cualquier manifestación particular: puedo escoger mover mi brazo de tal manera que pueda ponerme un suéter, o para medir respuestas mentales hasta el milisegundo en un laboratorio de psicología, como medida de la complejidad de un procesamiento neural. Pero cada uno de estos propósitos, aunque precede una acción definitiva, tiene una larga historia que la precede en las especies, la cultura y el individuo, una historia de pruebas y errores previos, antes que el propósito pudiera concebirse y definirse por completo, a no decir que especificado por adelantado.

La vida puede establecerse sólo cuando la materia se organizó de una manera lo suficientemente compleja como para sostenerse y reproducirse confiablemente. El mantenimiento de un arreglo tan improbable y funcional de materia se convirtió en el primer propósito de la vida. Conforme las especies continuaron con su evolución, igualmente los propósitos de sus órganos y comportamientos. Los nuevos comportamientos, como los nuevos órganos, comienzan con incertidumbre, con pequeñas modificaciones de estructura existente, pero se vuelven definidos con el paso del tiempo, y su función o propósito especificables por adelantado: cierto tipo de araña tejerá cierta clase de telaraña para atrapar cierto rango de insectos bajo ciertas condiciones, y así sucesivamente.

Conforme las criaturas comenzaron a actuar de maneras más complejas y flexibles, la naturaleza evolucionó para motivar mejores decisiones. Al satisfacer estas emociones –escapándose del temor, apaciguando el hambre, llenando los deseos, sosteniendo el amor, y así sucesivamente—se volvieron en propósitos importantes en sí mismos, para gran parte del reino animal.
Conforme los comportamientos se estandarizaron, conforme los propósitos se definen a sí mismos, los animales sociales pueden aprender a comprender no sólo las acciones de otros miembros de sus especies, sino incluso sus deseos e intenciones antes de actuar. No sólo aprendemos a inferir las intenciones de los otros pero, en las especies sociales que se benefician de la cooperación, también evolucionamos para empatizar con o interactuar emocionalmente contra los propósitos de otros. (Sin esto, las historias serían imposibles.)

No obstante, no debemos olvidar que, a pesar de nuestra idea de los propósitos como anteriores a las acciones, éstos han emergido sólo después de muchos estadios preliminares de variación y selección, al interior de los pasados evolutivos e individuales de los animales. Como el diseño, el propósito emerge más que precede, excepto en el caso de propósitos que se han desarrollado lo suficiente como para estandarizarse. Sólo en ese sentido se puede decir que el propósito precede la instancia particular, sea la función de un órgano o la intención de una acción.

Los propósitos evolucionan, y los procesos darwinianos los extienden. La inteligencia y la creatividad son propósitos que han emergido durante el curso de la vida en la tierra. Stephen Jay Gould decía famosamente que si pudiéramos rebobinar y retocar la cinta de la evolución, los humanos y la inteligencia humana no reaparecerían. Muy posiblemente que no; nadie disputa que la contingencia influye fuertemente en la evolución. Pero como ha enfatizado Simon Conway Morris, ciertas capacidades han evolucionado una y otra vez, debido a las ventajas singulares que ofrecen: los sentidos, la locomoción, las mentes, las emociones, la sociabilidad, la inteligencia, la creatividad, la cooperación, para nombrar aquellas que nos conciernen más. Consideremos dos de éstas, la inteligencia y la creatividad.

La inteligencia nos permite responder flexiblemente a las circunstancias, para resolver problemas no sólo de acuerdo a viejas rutinas exitosas (propósitos previos, si se quiere), sino de maneras más novedosas y más o menos sensibles al contexto. Debido a que a veces puede encontrar nuevas soluciones, la inteligencia es altamente ventajosa –aunque para nada fácil para que la evolución la evolucione. Aunque las mentes han sido necesarias para todas las criaturas motiles, ha emergido una inteligencia más avanzada relativamente en pocos linajes, aunque bastante diversos: invertebrados como los pulpos las jibias; los vertebrados como los cuervos y los pericos entre los pájaros, y cetáceos y primates entre los mamíferos.

La inteligencia tiene grandes beneficios, pero también incurre en costos. A partir de la presión por desarrollar una inteligencia social, los seres humanos han crecido en su autoconciencia, de modo que podemos imaginarnos como otros nos ven en escenarios competitivos y cooperativos. Esa habilidad ofrece beneficios reales al anticipar las acciones y reacciones de otros, pero entre sus costos, se encuentra el hecho de que podemos también visualizar nuestra propia muerte y ausencia del mundo continuo. Para los seres humanos, esto ha hecho surgir la pregunta sobre nuestro propósito, frente a nuestra ausencia de vida, una que hemos respondido más frecuentemente cuando concluimos que continuamos bajo alguna forma después de la muerte. A juzgar por los rituales de sepulture que datan de al menos unos setenta mil años, y la evidencia del miedo a la muerte y la esperanza de la inmortalidad en los registros de las primeras civilizaciones, la preocupación por la muerte se ha mantenido constante desde la aparición de una cultura humana distintiva.

La creatividad es la capacidad para desarrollar novedad significativa y valiosa. Esto parece la capacidad más difícil de todas para que la evolución la evolucione, y con justa razón. ¿Significativo y valioso bajo qué criterio?

La creatividad humana importa a los seres humanos. Pero la creatividad difícilmente le importa a la evolución. Los organismos unicelulares se reproducen fácilmente, y la vida puede continuar –y sí continuó, durante billones de años en la tierra—con apenas más complejidad. La vida persiste por medio de la reproducción, aunque transmitiendo una complejidad acumulada a generaciones subsecuentes. Si el diseño heredado fuera cambiado radicalmente cada vez que un organismo se reproduce, los difícilmente ganados logros de la selección natural se perderían rápidamente. La vida puede evolucionar nuevas posibilidades sólo lentamente, por medio de variaciones lo suficientemente pequeñas que no amenacen las funciones evolucionadas existentes, añadiendo la novedad funcional generación tras generación de una variación menor y no dirigida. Pero aunque la evolución ha engendrado por lo tanto muchas nuevas especies e incluso nuevas formas mayores de vida, no necesita o apela a la creatividad.

No obstante, los organismos varían, aun si sólo es por medio de imperfecciones en la reproducción, y las condiciones cambian. Después de tiempo suficiente, las condiciones siempre se alterarán, incluyendo la competencia con otros organismos en el entorno. Ya que cualquier organismo puede convertirse en una fuente de energía para otros, cada uno tiene que encontrar maneras de explotar a otros más eficientemente y para evitar ser explotados por otros, incluyendo predadores, parásitos y patógenos. En las especies con una amplia gama de variaciones, algunos individuos serán capaces de explotar oportunidades cambiantes o evitar amenazas cambiantes más efectivamente que otros. La variación en sí misma –lo suficientemente considerable como para ganar ventaja, pero no lo suficientemente grande como para poner en peligro el diseño existente—ofrece por lo tanto una medida de seguridad en contra de circunstancias impredecibles. Por esta razón, el sexo ha evolucionado muchas veces, como una manera de recombinar los genes impredeciblemente pero confiablemente, y por lo tanto, para recombinar una gama de variaciones inicialmente viables, desde las cuales las condiciones seleccionarán. Algunas especies incluso saltan entre reproducciones sexuales y asexuales, de acuerdo con el grado de inestabilidad ambiental. La recombinación sexual, por lo tanto, asegura una amplia e impredecible gama de variación genética, que puede lidiar mejor con circunstancias impredecibles.

Así como la selección natural ha evolucionado el sexo como medio para amplificar la variación genética, ha evolucionado el arte en los seres humanos como medio para amplificar la variación conductual. El arte ha sido diseñado por la evolución para la creatividad.

El sistema inmunológico humano y el cerebro humano infante naturalmente sobreproducen las opciones para lidiar con la mayor cantidad de situaciones impredecibles que sea posible. Entonces, recortan lo que sea que no esté activado por la experiencia y regeneran de lo que sea que haya sido estimulado por la experiencia. Estos procesos darwinianos de segundo orden permiten un nivel adicional de flexibilidad, más allá de la variación genética de primer orden, un ajuste aun más sensible a una imprevisibilidad a un plazo más corto.



El arte es una máquina darwiniana subsidiaria, que genera variaciones u opciones no naturales sino “antinaturales.” Por “antinaturales,” quiero decir sólo que el arte involucra opciones humanas altamente deliberadas, tanto individuales como culturales, incluso si éstas son en sí mismas finalmente productos de la naturaleza.

La creatividad como principio, como proceso darwiniano, no resuelve ningún problema particular pre-especificado; pero ofrece una manera adicional de generar nuevas posibilidades que pueden resultar en la resolución de problemas, incluso significativos, siempre y cuando exista una presión consistente hacia una solución –ya sea a través de generaciones, como en la selección natural, o a través de semanas o meses o años, como cuando un cuentista, digamos, escribe el borrador y revisa un relato, o sólo en minutos o segundos en el esparcimiento de activación neural en un poeta o un científico que busca una nueva imagen o idea, en una mente preparada durante muchos años y a partir de muchos procesos.

El arte no evolucionó para fomentar la creatividad. La evolución no tiene previsión. No puede evolucionar lo que sólo tiene ventajas futuras, pero puede evolucionar sólo lo que ofrece beneficios ahora. No obstante, el arte ahora fomenta la creatividad. Entonces, ¿cómo evolucionó y por qué?

Las nuevas soluciones evolutivas, en sí mismas, muchas veces engendran nuevos problemas. Cuando nuestros cerebros nos permitieron convertirnos en súper predadores, para dominar nuestros entornos y ganarnos la comida que necesitásemos en mucho menos tiempo que nuestras horas de vigilia, no resolvimos el “problema” del tiempo libre, como lo hicieron otros predadores mayores, como los leones, los tigres, o los osos, durmiendo las horas extra alejados, para conservar energía. Incluso durante el descanso, nuestros cerebros grandes consumen una alta proporción de nuestra energía, y ya que nos ofrecen la mayoría de nuestras ventajas contra otras especies y otros individuos, nos beneficiamos no descansándolos lo más posible sino desarrollándolos en tiempos de seguridad y esparcimiento. El arte como juego cognitivo, apelando a nuestro apetito por la información significativa estructurada en patrones, compromete nuestra atención de una manera que sirve de autorecompensa, y por lo tanto, nos estimula a fortalecer el poder procesual de nuestras mentes en torno a las clases de información que más nos importan.

Debido a que apela a nuestras propias preferencias cognitivas, tenemos incentivos incorporados para genera arte: sus efectos deberían ser placenteros en sí mismos. Ya que los criterios para el éxito son preferencias humanas, ya que los mecanismos de comprobación ya se encuentran en nuestras mentes mientras cantamos, o contamos una historia, o bailamos, o pintamos, fácilmente podemos ajustar nuestras acciones para producir efectos más satisfactorios: fácilmente podemos seleccionar de entre lo que hacemos, conforme lo hacemos, e intentamos nuevas variaciones, o nos detenemos cuando se desvanece el interés.

En la mayoría de las sociedades, el arte ha sido colectivo y activo, e incluso en las sociedades modernas, la danza y la canción sigue siéndolo. Donde el arte tiende a ser más individual que comunal, aquellos con el suficiente talento como para llamar el interés de otros tienen un fuerte incentivo extra para desarrollar su habilidad para la atención, la gratitud y el estatus que puede otorgarles. Aunque los artistas profesionales quizá no aparecieron hasta que la agricultura y el establecimiento permanente permitió que los recursos se acumularan y que el trabajo se especializara, la calidad de algunas de las primeras obras de arte sugiere que algunos individuos, mucho antes de la agricultura, tuvieron el lujo de desarrollar habilidades singulares. La concentración creativa y la retroalimentación durante la composición podían funcionar como una versión acelerada de la selección natural, conforme estos artistas rápidamente generaron, descartaron y regeneraron nuevas variaciones.

Incluso en las sociedades en las que el arte se ha vuelto individualizado y profesionalizado, sigue siendo altamente social. El arte no sólo activa nuestras preferencias cognitivas privadas, sino que también las ajusta y amplifica por medio de nuestra sociabilidad. Desde el principio, las madres y otros se involucran con los niños en un juego social multimodal que implica una entonación e interacción refinadas. Instintivamente hacemos que el aprendizaje sea disfrutable para los niños haciéndolo social, convirtiéndolo en juego, y convirtiéndolo en arte, apelando a las preferencias cognitivas que el arte anima. A través de la vida, la participación en las actividades artísticas en escenarios grupales, sea activamente (performance) o más o menos pasivamente (como públicos) sigue amplificando la carga emocional del arte.

La naturaleza social del arte no sólo motiva nuestra participación, sino que también proporciona modelos disponibles para reducir los costos de la invención e incrementar los beneficios de la respuesta. Artes tribales como el tejido, formas clásicas como el soneto, o artes modernas como la cinematografía, dependen todas de la existencia de normas compartidas para proporcionar apuntes y desafíos. Como el teórico de cine David Bordwell observa: “Las normas ayudan a los cineastas poco ambiciosos a lograr la competencia, pero desafían a los talentosos a llegar a la excelencia. Al comprender estas normas, podemos apreciar mejor la habilidad, el atrevimiento, y el poder emocional en esas ocasiones raras en las que nos encontramos con ellas.”

El arte puede engendrar variaciones por medio de otros factores presentes en otras partes de la naturaleza –por medio del azar, “una parte intrínseca de función cerebral,” y “el modo que tiene la naturaleza para explorar posibilidades no vistas” en otros dominios también, y a través del copiado de errores—y por medio de factores distintivamente humanos. El arte no necesita comenzar desde cero pero puede recombinar elementos ya desarrollados en las mismas o en diferentes artes o tradiciones. Así como el sexo, que recombina los genes, y la hibridación, que recombinar linajes que han tenido tiempo para separar, pueden engendrar formas novedosas, el arte también puede fácilmente recombinarse, desde las mezclas animales-humanas del arte de las cavernas hasta los Minotauros de la Grecia Antigua o el Picasso modernista.

En cualquier especie, la atención disminuye con la persistencia o la reiteración, pero los seres humanos son especialmente curiosos y por lo tanto, susceptibles al aburrimiento. Y como han enfatizado particularmente el psicólogo de desarrollo Michael Tomasello y sus colegas, la atención, especialmente compartida o comúnmente, la atención enfocada, se ha vuelto de una importancia sin precedentes para nuestra especie. Para atraer la atención, el arte explora la variación, incluso en sociedades tradicionales, y mucho más en sociedades en las que el arte profesional y un mercado altamente competitivo para la atención, actúan como incentivos para descubrir, ya sean nuevas variaciones al interior de las formas existentes o combinaciones completamente novedosas.



Si el arte es una variación “anti-natural,” entonces la ciencia es una selección “anti-natural.” El arte apela a las preferencias de nuestra especie y a nuestras comprensiones intuitivas, muchas veces conforme han sido modificadas por la cultura local. Prueba ideas no contra las preferencias humanas, sino contra un mundo resistente no diseñado para los humanos. Sus métodos de prueba, por medio de la lógica, la observación y la experimentación, nos estimulan a rechazar ideas, incluso aquellas que parecen autoevidentes y aparentemente confirmadas repetidamente por la tradición.

Al exponerse a una evidencia falsificante, la ciencia hace posible la retención acumulada sólo de las ideas más rigurosamente seleccionadas. Esto no comprueba que todas sean correctas, pero mejora el radio de las ideas probadas o no probadas, obtenibles por cualquier otro procedimiento conocido. Después del proceso de reducción, aunque aun podrá haber ideas incorrectas en lo que pensamos como ciencia, hay muchas menos que en cualquier otro dominio humano.

El arte puede evolucionar como una adaptación, porque apeló a las preferencias de nuestra especie, mismas que se encuentran profundamente arraigadas. La ciencia no pudo hacerlo. Apela a una sola y fuerte preferencia de la especie, nuestra curiosidad, pero de otra manera, va en contra de la corriente de nuestra comprensión intuitiva. Hasta Galileo, la gente suponía, como Aristóteles, que un objeto más pesado caía más rápido que uno menos pesado. La reunión de información, invaluable para todo tipo de animales e incluso para las plantas, ha importado especialmente para los seres humanos, pero el conocimiento obtenido ha sido mayormente bajo la forma de la heurística, parcialmente correcta, pero no necesariamente así, como nuestras corazonadas sobre los objetos en caída o el movimiento del sol alrededor de la tierra. Y aunque la información precisa es invaluable, la indecisión es fatal, y no hay organismo que pueda tener el tiempo para buscar la información correcta, en un momento en que las respuestas inmediatas se requieren. No era posible dedicar esfuerzos a un proceso para probar ideas que consumía tiempo, que era difícil de imaginar, y que cada vez requería de más recursos, hasta que en el Renacimiento en Italia sucedió que convergieron las condiciones idóneas: un considerable amortiguador de seguridad y sobreproducción; oportunidades para una especialización intensa; y la disponibilidad de la información y de explicaciones conflictivas que la imprenta había hecho posible.

La ciencia sigue haciendo un llamado a cualidades que no son naturales. Los niños son esponjas de información y absorben lo que necesitan para entender, como los elementos básicos de su mundo o de su lenguaje. No necesitan que se les enseñe a hablar o a jugar. Pero sí necesitan una lenta instrucción formal para leer, escribir o calcular, y necesitan aun más entrenamiento y la ayuda de información externa (libros, diagramas, modelos) para dominar el conocimiento sobre el cual se construye la ciencia. Si emprenden el entrenamiento intensivo que requieren los científicos, seguirán necesitando de la imaginación para encontrar nuevas maneras de probar o re-explicar el conocimiento recibido. Incluso aquellos con entrenamiento, que buscan refutaciones potenciales de ideas atesoradas, es tanto emocionalmente difícil como imaginativamente agotador. Y mientras que el arte apela a las preferencias humanas, la ciencia tiene que dar cuenta de un mundo que no está construido para acomodarse a los gustos o talentos humanos.




Aunque se trate de una selección antinatural, la ciencia permite la acumulación de variaciones ventajosas y de la “evolución” rápida de diseños intelectuales y tecnológicos complejos. El arte funciona muy distinto, como forma de variación antinatural. Mucho de lo que produce no es, por lo tanto, intrínsecamente profundamente valioso. Pero cierto tipo de arte es profundamente valioso y habla profundamente a muchas personas, durante largos lapsos de tiempo o de vida y a través de muchas culturas. Debido a que el arte es primordialmente un proceso de variación –aunque los artistas y los públicos también seleccionan—no necesita la misma acumulación de mejores diseños que ocurre en la ciencia. De ahí que el arte de hace miles de años, como el de Homero o los escultores de Nok, pueden ser superiores de muchas maneras, como ejemplos de creatividad, con respecto a obras que se generan hoy en día, simplemente porque Homero y los artesanos de Nok podían apelar a preferencias que comprendían profundamente y que no han cambiado masivamente desde sus épocas.

La religión toma partes tanto del arte como de la ciencia. No pudo haber comenzado sin nuestra comprensión, singularmente humana, de la creencia falsa, la cual se desarrolla en los individuos durante su cuarto año –nuestra conciencia de que otra persona puede tener un entendimiento distinto de una situación de lo que sabemos que es el caso, y nuestra conciencia concomitante de que, en otras circunstancias, no podremos tener todo lo que necesitamos para comprender ésta o aquélla situación. Nuestra capacidad para comprender una falsa creencia ha amplificado nuestra curiosidad y nos ha estimulado en torno a la búsqueda por el conocimiento profundo que nos ha llevado tanto a la religión como a la ciencia.

Ni tampoco la religión hubiera podido comenzar sin la capacidad para contar historias que surgió de nuestra teoría de la mente y nuestras primeras inclinaciones hacia el arte, como el cántico y la decoración corporal. El acto de contar historias lanzó un mi relatos. Aquellos relatos que se recontaron más veces no sólo involucraban a agentes con poderes excepcionales, sino que también ayudó a resolver problemas de cooperación, al sugerir que nosotros somos continuamente observados por espíritus que monitorean nuestras acciones y las castigan o recompensan.

Las historias religiosas también pueden despejar la inquietud que surgió en nosotros, debido a nuestra conciencia de la falsa creencia. La inteligencia social, desde la cual surgió nuestra comprensión de la falsa creencia, nos permitió imaginar estar muertos y preveer el mundo sin nosotros. Trajo consigo una nueva ansiedad en torno a la posible falta de propósito de nuestras vidas, aunque esto podía ser despejado hasta cierto punto, por las historias de espíritus sin cuerpos como garantes de propósitos previos a la vida humana, o como promesa de una existencia que continúa posteriormente.

La religión y el poder comandaron el arte, no por completo, pero sustancialmente, durante milenios. No es que no haya persistido el arte como juego –entre padre e hijo, o entre niños, o entre adultos que lo usaban para ventilar. Pero donde pudieran, la religión y el poder se apropiaron para sus propios fines la habilidad del arte para apelar a las imaginaciones humanas.

Sólo cuando la ciencia comenzó a ofrecer explicaciones alternativas y naturalistas del mundo, que la religión y el arte comenzaron a divergir ampliamente una vez más. Cuando la ciencia ofreció una explicación detallada del diseño natural sin necesidad de un diseñador –la teoría de la evolución por selección natural—eso, más que ninguna otra idea, nos despojó de un mundo que se había hecho confortable a partir de un sentido de propósito, aparentemente garantizado por seres más grandes que nosotros.

No obstante, si desarrollamos el pensamiento de Darwin, podemos ver el surgimiento de un propósito, de grados pequeños, no desde arriba, sino a partir de pequeños incrementos, desde abajo. El primer propósito fue la organización de la materia de maneras lo suficientemente complejas como para sostenerse y replicarse –el establecimiento, en otras palabras, de la vida, o en aun otros términos, de problemas y soluciones. Con la vida surgió el primer propósito, el primer problema, de preservar por lo menos la complejidad improbable ya alcanzada, y de encontrar nuevas maneras de resistir el daño y la pérdida.

Conforme la vida proliferaba, la variedad ofrecía nuevas compensaciones ante la pérdida frente a circunstancias impredecibles, e incluso nuevas maneras de evolucionar la variedad, como el sexo. Surgieron propósitos aun más ricos, con emociones, inteligencia y cooperación, y más recientemente, con la creatividad misma, perseguida de manera natural, y antinatural, por medio de la invención humana, en el arte, y perseguida antinaturalmente, por medio del desafío de lo que hemos heredado, en la ciencia.

El arte, en el mejor de los casos, nos ofrece la durabilidad que se convirtió el primer propósito de la vida, la variedad que se convirtió en su segunda, la apelación a la inteligencia y las emociones cooperativas que tomaron tanto más tiempo en evolucionar, y la creatividad que sigue añadiendo nuevas posibilidades, incluyendo la religión y la ciencia. No sabemos de un propósito que esté garantizado por fuera de la vida, pero podemos añadir lo más que podamos a la creatividad de la vida. No sabemos qué otros propósitos pueda generar la vida, eventualmente, pero la creatividad nos ofrece la mejor oportunidad para alcanzarlos.
Libre Traducción.
FUENTE
(Versión original en inglés.
Título: "Purpose-Driven Life"
Artículo impreso en The American Scholar

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