FUENTE:
Art&Education Papers
Activismo político y arte:
Una consideración sobre las implicaciones
de las nuevas tendencias en la práctica.
Por
Daphne Plessner
A manera de clarificación, existen
visiones en conflicto, sobre lo que constituye el concepto de ciudadanía.
Algunos sostienen que está implícitamente unida a la nación-estado y por lo
tanto no tiene sentido sin un sistema legislativo y judicial que vigila el
estatus de un individuo dentro de un espacio geopolítico. Esta visión se enfoca
en los derechos de un individuo, en términos de los beneficios que acumulan
bajo la protección del estado. Los conflictos surgen entre estado y ciudadano,
a partir de la realidad de la migación, las identidades duales, los resident aliens, las minorías dentro de
una población en la que los gobiernos, particularmente en Estados Unidos,
luchan por justificar los compromisos y valores democráticos (articulados en la
Constitución) mientras que explotan aquellos que no son reconocidos como
ciudadanos pero que contribuyen a una economía de naciones, su fuerza laboral y
su tejido social.
Otros sostienen que la ciudadanía es un
conjunto psicosocial de comportamientos que se extienden más allá de un sistema
formal de protecciones legales, y que en cambio captura una dimensión de
pertenencia que promueve nuestras aspiraciones democráticas, tales como la
libertad, la equidad y la fraternidad. La membresía, en este sentido, tiene que
ver con la ‘participación.’ Y la participación es una técnica (o una
‘tecnología’) a través de la cual los miembros forman, y potencialmente pueden
reformar, el estado democrático.
Al comprender el modo en el que la vida
social y política está estructurada, por lo tanto, guarda relación con esta
discusión, aunque está limitado su alcance para los propósitos de este texto.
Sin embargo, para ofrecer más contexto, intelectuales como Paolo Virno, Antonio
Negri, Franco “Bifo” Berardi, Maurizio Lazzarato, et al, delinean el carácter
de nuestro pasado ‘postmodernista,’ ‘post-fordista’ y se han referido a la
creciente brecha que ha surgido entre las élites políticas internacionalizadas
y las condiciones sociales y económicas cada vez más degradadas de aquellos que
son gobernados dentro de los estados ‘democráticos.’
Para tomar un ejemplo específico, el libro
Imperio, de Michael Hardt y Antonio
Negri, publicado hace más de diez años, ha ayudado a establecer el tono para
repensar proactivamente la política, y ha contribuido a discursos dentro de las
redes activistas, debido en parte a su caracterización de la sociedad, en
particular, la manera como reavivan la idea de la ‘multitud’ que se acomoda a
las sensibilidades y experiencias contemporáneas. Esta nueva noción de multitud
es un concepto clave dentro de la red intelectual autonomista, y autores como
Virno y Lazzarato otorgan sus propios refinamientos a su significado.
Sin embargo, para seguir con el análisis
que Hardt y Negri hacen del problema: nos sugieren que, bajo la bandera de un
imperio (libremente entendido como un dominio político) la sociedad ya no puede
ser entendida como una totalidad cohesiva. En cambio, el espacio social es construido
como “una multitud plurarl de subjetividades productivas y creativas.” La
multitud es nomádica, desterritorializada, y en “movimiento perpetuo.” En resumen,
la multitud es una masa ilimitada de redes de personas que “expresan, nutren y
desarrollan positivamente sus propios proyectos constitutivos” (1). Hardt y
Negri han caracterizado un mundo poblado de redes activas y autónomas.
Sostienen que estas redes y asociaciones en competencia son vitales para el
desarrollo de la democracia. ¿Por qué? Porque el presupuesto es que la
democracia solamente prosperará bajo un discurso social y político que
incorpore la diferencia. La diferencia, el conflicto intelectual, los debates,
etc. constituyen inherentemente el poder del soberano. El punto no es nuevo y
tiene sus orígenes principalmente en las obras de Maquiavelo y se inclinan al
entendimiento que tenía Maquiavelo de los elementos constitutivos de un estado
democrático como agonístico. Ser combativo, entonces, es necesario para que un
estado democrático tenga éxito, primero, por ser democrático, y segundo, para
expandirse más allá de sus fronteras.
Hardt y Negri también identifican la
esterilidad conceptual de la sociedad entendida como una masa colectiva. No
queda duda que ha habido un cambio en el imaginario social en la década
reciente, misma que su noción de la multitud captura bellamente. Encapsula
nuestro compromiso y habituación a nuevas tecnologías de comunicación que no
sólo extienden los límites de nuestro cuerpo sino que también amplifican
psicológicamente la atomización de la sociedad. Dicha atomización debe verse en conjunción con las estrategias
neoliberales persistentes que reducen todo aspecto de la vida humana al
mercado, el cual finalmente ha configurado al mundo de manera distinta, y ha
alimentado nuestra imaginación colectiva con el sentimiento de una perpetua
precariedad. Y esto ha generado un peso profundo en la manera como entendemos y
actuamos en nuestras relaciones con los otros, como miembros de una comunidad
política y como ciudadanos del estado.
Donde están equivocados Hardt y Negri es
en su suposición de que la multitud es deliberativa y participativa de maneras
que permiten que los ideales democráticos florezcan. Las redes pueden
fácilmente ser entendidas como indiferentes, o peores. La multitud está
constituida por agrupaciones amorfas y nebulosas, subjetivas, sí, ciertamente,
pero en última instancia alianzas autoselectivas, temporales, basadas en la
necesidad emocional, las creencias compartidas y las ambiciones y/o estilos de
vida. Ni tampoco las redes son analíticas u objetivas. Las redes son, en su
mayoría, la familia, los amigos y los fans. En las instancias políticas que se
extienden a grupos de acción con problemáticas únicas, a sindicatos, etc., el
panorama público es cada vez más un espacio donde no hay una sola entidad que
se mueva muy lejos de su propio satélite de asociaciones y las líneas de
comunicación –los medios del discurso público—se han disipado. Este entorno,
esta subjetividad en red, no es la precondición para una democracia floreciente. En vez de ello,
apunta a una suerte de feudalismo materialista, que entra en conflicto con la
visión que tenemos de nosotros mismos como ciudadanos de una sociedad que
supuestamente lucha por la igualdad y la libertad.
El libro Civil Contract of Photography, de Ariella Azoullay nos ofrece una
instancia teórica para comprender cómo la práctica del arte puede actualizar el
diálogo político y reconformar la política desde las bases. Ella sostiene que
el conjunto de relaciones que transpiran a través del acto de la fotografía son
constitutivos de un contrato cívico. Donde la explicación clásica de la
naturaleza de la fotografía ha girado alrededor de una tríada de relaciones,
caracterizadas por el fotógrafo como agente, el modelo como víctima, el
espectador como vouyeur, su sugerencia es que el acto fotográfico es de hecjo
una participación colectiva, en la que sus miembros no pueden “determinar cómo
este encuentro estará inscrito en la imagen resultante” (2). Las fotografías
son sólo imágenes y no registros de eventos fácticos. Sin embargo, continúa,
“la persona fotografiada, el fotógrafo y el espectador no están mediados por un
poder soberano y no están limitados a las uniones de un estado-nacion o un
contraro económico…la fotografía…desterritorializa a la ciudadanía, estirándose
más allá de sus límites convencionales y trazando un espacio político en el que
la pluralidad del habla y la acción…es actualizado permanentemente por la
participación eventual de todos los gobernados.” (3)
Lo que Azoulay nos presente es en esencia
otra formulación de la democracia directa. Su noción de ciudadanía es
efectivamente idealista, incluso impráctica en su suposición de que uno puede
disolver su exclusividad implícita y esto ocasiona problemas para la lógica de
su argumento, el cual gira alrededor de su formulación de la lectura que el
espectador hace de la imagen. Por ejemplo, la imagen tiene ‘rastros’ del
conjunto de relaciones entre la persona fotografiada, el fotógrafo y el
espectaor y que “todos saben lo que se espera de ellos y qué esperar de los
otros” (4). La fotografía, aparentemente, no contiene nada verídico. No podemos
apuntar a los ‘rastros’ como evidencia. En cambio, la fotografía tiene un
“estatus singular como producto del encuentro entre un fotógrafo una persona
fotografiada y una herramienta, en cuyo curso ninguno de estos tres puede
tratar al otro como soberano.” (5)
Aparte de
una inconsistencia en su argumento, el cual supone que la fotografía tiene
rastros de x (x = signos visibles del conjunto de relaciones dentro del
contrato) mientras que descarta el discurso de la denotación, Azoulay abre las
posibilidades para explorar cómo una forma de práctica artística puede ser
integral al diálogo político, que llena el vacío que quedó por las limitaciones
de las democracias representativas y su inhabilidad para responder a aquellos
que están desposeídos. El sentimiento de su contrato civil apunta a extender la
idea de la ciudadanía más allá de los límites del estado, retrazando una noción
de ciudadanía dentro de los cambios actuales en la imaginación social en la que
ya estamos habituados, en el espacio sin fronteras ni estados de la Web. Su
teoría también permite que la obra de arte no sea considerada como un artefacto
en sí, sino dentro de un conjunto de relaciones. El arte está integrado en la
relación entre los participantes y, por lo tanto, es una condición para la
ciudadanía.
Esta
sensibilidad, este cambio conceptual de objeto a relación, es central en la
obra de los artistas activistas en general. Sin embargo, no es simplemente una
cuestión de, digamos, la estética relacional que Nicolas Bourriaud esboza. Las
relaciones sociales no son tan fácilmente reducibles y reempaquetadas en un
‘medio creativo.’ Las relaciones no pueden ser manipuladas de la misma manera
en que uno trabaja con los medios, y efectivamente, hay algo grotesco en la
combinación de los dos. Sin embargo, el punto no es que exista una nueva clase
de medio artístico en juego, llamado ‘relacional.’ Los artistas que tengo en
mente buscan ocupar el discurso político en sí, e involucrarse directamente en
los ‘puntos de fractura política.’ Los artistas activistas comienzan donde los
gobiernos terminan y nosotros, los espectadores, no observamos ‘obras de arte,’
sino en cambio formamos parte del análisis de la política. Nos volvemos
partícipes de un diálogo político más que como un público que contempla un
muestrario de gestos estéticos.
Esta forma
de promulgación está en el corazón de la práctica del arte activista, y los
autores Diarmud Costello y Dominic Willsden la ha identificado como una ‘nueva’
tendencia en el arte. La ‘nueva’
tendencia apunta hacia una aproximación al arte entre aquellas que, “buscan
documentar, reflexionar, suplementar o intervenir en las representaciones de
los conflictos a nivel mundial…Lo que es primordial…es la posibilidad de
representación y contrarepresentación de puntos de fractura política.” (6) Lo
que ha cobrado forma es que un número creciente de artistas están produciendo
obra que va más allá de sus propios objetivos estéticos a través de su temática
política. Los artistas activistas se han desplazado de las preocupaciones de
los modernistas y, efectivamente, de los postmodernistas, y en cambio han
incrustado sus intervenciones en el discurso público de tal manera que se
vuelve distinto al de épocas previas.
Pueden
verse ejemplos en la obra de muchos artistas, pero la siguiente discusión se
enfocará en Oliver Ressler, Critical Art Ensemble y Beatriz da Costa, por
ninguna razón particular más que la de sacar a la luz algunos subtemas que se
acomodan con el argumento general sobre la ciudadanía.
La serie de
cintas de Oliver Ressler tituladas What
is Democracy es un conjunto de entrevistas, estilo documental, en la que
varios activistas y analistas políticos en quince ciudades distintas son
abordados para responder la pregunta del título. La película nos presenta con
una secuencia de cabezas parlantes. Sin embargo, a diferencia de una cinta
documental convencional, los parlantes parecen hablar todo el tiempo que
consideren necesario, y Ressler no interfiere con un papel de entrevistador.
Lo que nos
interesa a nosotros como espectadores es que Ressler no ofusca el contenido al
decorar los discursos o los visuales con gestos artísticos o estéticos
externos. La obra no es reflexiva en este sentido, en cambio, está vinculada
indicialmente al sujeto político. El resultado es que uno entra en un bosque
denso de perspectivas divergentes y entendimientos de la democracia. Ressler ha
logrado, como él mismo dice, “(re)presentar una suerte de análisis global sobre
las profundas crisis políticas del
modelo democrático occidental.” Su suposición de base no es
particularmente profunda o nueva: que la ‘crisis’ de la democracia es aquella
en la que el estado ya no ‘representa’ a sus ciudadanos, de manera que ahora
actúa en representación de las corporaciones y las entidades capitalistas. Pero
ese no es el punto. ‘Aprendemos’ y
comprendemos la fluidez del concepto de democracia no sólo por medio de lo que
los entrevistados dicen, sino por medio de la yuxtaposición de un explanandum divergente. Somos llevados
hacia los monólogos extendidos y nos quedamos reflexionando sobre cuán absurdo
es el rango de posturas en conflicto. Vemos qué tan idealizada está la noción
de Democracia y qué tan fácil la reducimos a un concepto vago y nebuloso. Al
problematizar la palabra ‘democracia,’ nos encontramos con un repensamiento
necesario de la democracia, no sólo como un término sino como el encuentro de
términos contradictorios.
Por el
contrario, el Critical Art Ensemble se han enfocado en las implicaciones
sociales y políticas de la biotecnología, y como ellos dicen, los medios
‘tácticos’ (queriendo decir activista en su intención). Sus proyectos se han
dirigido a facilitar una ‘ciencia pública’ en la que la investigación deshace
las suposiciones subyacentes que impulsan las acciones y aplicaciones de
aquellos que trabajan en y obtienen ganancias de la industria de la
biotecnología. En un ejemplo, el grupo organizó un laboratorio móvil para su
proyecto, titulado “Free Range Grain,” en el cual probaban muestras de comida
para organismos genéticamente modificados que fueron llevados por los miembros
del público. Como dicen, querían “demostrar cómo el ‘espacio suave’ del
comercio global permite las ‘contaminaciones’ mismas que las autoridades dicen
controlar.” (7) Al hacer esto, no sólo llamaron atención al impacto real de la
industria biotecnológica corporativa, sino que también presentaron a los
participantes con una base evidencial para una crítica. Esta estrategia de
involucramiento directo moviliza a las personas en torno al tema, poniendo en
evidencia la realidad diaria de los intereses y operaciones corporativas.
Igualmente, aquí no tenemos una jerarquía en el grado de expertez. Esto es, al
identificar información evidencial sobre los productos que los consumidores
compran para su propio consumo, aquello mismo que uno necesita para mantenerse
en vida, todos los involucrados están entonces en posición de analizar las
implicaciones de la evidencia. La evidencia es, entonces, una fundación sobre
la cual comienza el diálogo. Activa una participación política y empodera a las
personas en torno a la discusión sobre quién ejerce el poder y cómo el poder es
ejercido por encima de nuestras opciones y esfuerzos por sostener nuestras
vidas.
Beatriz da
Costa ha desarrollado del mismo modo numerosos proyectos de investigación en
artes, que concientizan sobre temas ambientales y nuevas aplicaciones de la
tecnología. Su obra reciente se ha enfocado en la biotecnología, en particular
con un proyecto llamado Swipe
(2002-2004). Pone a la luz la colección de datos personales en los Estados
Unidos, ampliamente adoptado por sitios aparentemente benignos, tales como
bares y tiendas, que nos impulsa hacia un examen sobre cómo la tecnología opera
como una técnica de poder. Swipe fue
un performance escenificado en lugares donde se sirve alcohol (inauguraciones
de exposiciones, etc.). Se le pedía a los clientes sus licencias de conducir,
mismas que luego eran deslizadas, como prueba de identidad (edad, etc.). A
cambio, los clientes recibían un ticket de caja que convertía en ítem todos los
datos incrustados en su licencia, además de la información adquirida a través
de un ‘matching por computadora,’
esto es, a partir de otras fuentes de información digital adquirida de los
perfiles de consumo, registro de votante, y registros públicos en línea.
El proyecto
de da Costa alude sucintamente a los problemas de la colección de datos, y
aunque comúnmente aceptada como una forma de supervisar inofensivamente a los
consumidores (en este caso determinando quén tiene derecho de tomar alcohol),
nos demuestra que la colección de datos fácilmente se convierte en explotación
y vigilancia. No sólo el rastro de datos construye perfiles de individuos (se
forma una especie de data-avatar),
sino que los datos que han sido ensamblados por cualquier persona en cualquier
momento se convierte en ‘información’ y adquiere un estatus, mismo que triunfa
por encima del ser humano. Cuando se usa comercialmente, a pesar de lo que se
dice que los datos son benignos, siempre hay una intención humana detrás de
cómo uno es rastreado y luego convertido en blanco. Cómo se logra esto no es
necesariamente por una persona en particular, sino algorítmicamente. Las
implicaciones son profundas y amplias: cómo las empresas comerciales, los
gobiernos y sus agentes ensamblan y usan los datos nos presenta con problemas
reales. No sólo nuestra idendidad virtual está abierta a la manipulacion y la
representación equivocada, sino que también somos presentados con una paradoja:
al disminuir la idea de un ciudadano a la de un consumidor, la noción de
libertad y gobierno es subvertida en virtud de la explotación comercial, el
control y la coerción del individuo. El estado ya no protege a los ciudadanos
de cualquier daño, sino que, en vez de ello, se vuelven cómplices en la
distorsión de lo que tomamos como nuestra libertad, el rango de opciones
reales, incluso dentro del ámbito del mercado.
Estos
artistas no sólo dirigen nuestra atención hacia el carácter discursivo de sus
proyectos, sino que su obra también nos posiciona dentro del corazón de la
política. Esto es, la política como debería ser: un análisis activo,
participativo y dialógico de las operaciones del estado, las corporaciones y
las fuerzas comerciales y económicas que impactan nuestras vidas. Lo que es
distinto de las épocas previas (Dada, Situacionismo, etc.) es que estos
artistas ocupan un espacio intelectual previamente ocupado por una clase
política. Las élites políticas en la actualidad, no logran exponer su ‘pensamiento’
al escrutinio. No se involucran públicamente en una crítica de las suposiciones
sobre las cuales descansan sus políticas. Al prescindir de sus
responsabilidades cívicas (recortando fondos para la educación, el servicio
nacional de salud, etc.) mientras se mantienen en el poder por medio del
privilegio, en esencia contravienen el contrato social en el que entraron. Estas realidades socavan los intereses de
ciudadanos y el propósito de un estado democrático.
Mientras que
los artistas discutidos arriba no tendrán mucho alcance, esto es, en su
mayoría, están platicando con otros artistas por medio de instituciones de arte
y en muchos casos dependen de los museos para promover su trabajo, son, en
principio, agentes de cambio. Estos artistas y otros como ellos facilitan un
examen crítico sobre los supuestos y comportamientos en juego, dentro de
nuestra vida social, política y cultural. Son supuestos considerados normativos
por parte de las agencias de estado, tales como la primacía del mercado, la
necesidad de revisar el comportamiento del ciudadano como una manera de ‘proyectar’
el estado, etc., estos artistas representan una desilusión ampliamente sentida
en torno a las empresas neoliberales corruptas. Construyen estrategias
creativas, interactivas que promueven la autonomía de un ciuadano, rearmándonos
con las herramientas informacionales necesarias para ayudarnos a comprender y
decidir lo que siginifica ser iguales, libres y, más importante, para
resistirnos al envilecimiento de las relaciones humanas, la identidad y el
sentido de pertenencia al bien común.
Daphne Plessner es artista y catedrática en el London
College of Communication y la University of the Arts, London.
[1] Michael Hardt and Antonio
Negri, Empire, (Cambridge: Harvard University Press. 2000), 61.
[2] Ariella Azoulay, The
Civil Contract of Photography, (New York: Zone Books, 2008) 11.
[3] ibid., 25
[4] ibid., 25
[5] ibid.,27
[6] Diarmuid Costello and Dominic
Willsden. The Life and Death of Images, Ethics and Aesthetics
(London: Tate Publishing. 2008), 12.
[7] Biotech Critical Art
Ensemble: Free Range Grain Critical Art Ensemble with Beatriz da Costa and
Shyh-shiun Shyu. (Accessed June 2012) http://www.critical-art.net/Biotech.html
libre
traducción.
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