El auto-diseño y la responsabilidad estética
Boris Groys
La producción de sinceridad
En estos días, caso todos parecen estar de acuerdo que la época en que el arte trató de establecer su autonomía –con éxito o sin éxito—ha terminado. Aun así, este diagnostico se hace con sentimientos encontrados. Uno tiende a celebrar la disponibilidad del arte contemporáneo para trascender los confines tradicionales del sistema del arte, como si esta movida fuera dictada por una voluntad para modificar las condiciones sociales y políticas dominantes, para hacer un mundo major –si la movida, en otras palabras, es éticamente motivada. Uno tiende a deplorar, por otro lado, que los intentos por trascender el sistema del arte nunca parecen ir más allá de la esfera estética: en vez de cambiar el mundo, el arte solo lo hace verse major. Esto causa una gran frustración dentro del sistema del arte, en el cual el ánimo predominante parece cambiar casi perpetuamente, para adelante y para atrás, entre las esperanzas por intervener en el mundo más allá del arte, y la decepción (incluso desesperanza) que trae la imposibilidad de lograr dicha meta. Mientras que este fracaso muchas veces se interpreta como una prueba de la incapacidad del arte por penetrar la esfera política como tal, argumentaría en vez de esto que si la politización del arte tuviera una intención y una práctica serias, la mayor de las veces tiene éxito. El arte, en efecto, puede entrar en la esfera política y, efectivamente, el arte ha entrado en ésta muchas veces en el siglo XX. El problema no es la incapacidad del arte por hacerse verdaderamente politico. El problema es que la esfera política actual ya se ha vuelto estetizada. Cuando el arte se vuelve politico, está obligado a hacer el desagradable descubrimiento de que la política ya se ha convertido en arte –que la política ya se ha situado en el campo estético.
En nuestra época, cada politico, héroe de los deportes, terrorista o estrella de cine genera un gran número de imágenes, porque los medios automáticamente cubren sus actividades. En el pasado, la division del trabajo entre la política y el arte eran muy claras: el politico era responsable de la política y el artista representaba estas políticas por medio de la narración o la representación. La situación cambió drásticamente desde entonces. El político contemporáneo ya no necesita a un artista para cobrar fama o inscribirse dentro de la conciencia popular. Toda figura y evento político es inmediatamente registrada, representada, descrita, esbozada, narrada e interpretada por los medios. La máquina de cobertura de los medios ya no necesita una intervención artística individual o decisión artística para echarse a andar. En efecto, los medios masivos contemporáneos han emergido hasta ahora como la más grande y más poderosa máquina productora de imágenes –mucho más extensa y efectiva que el sistema del arte contemporáneo. Constantemente somos alimentados con imágenes de guerra, de terror y de catástrofes de todo tipo, en un nivel de producción y distribución con el cual las habilidades artesanales del artista ya no pueden competir.
Hoy en día, si un artista logra ir más allá del sistema del arte, este artista comienza a funcionar de la misma manera como ya funcionan los políticos, los héroes del deporte, los terroristas, las estrellas de cine y otras celebridades menores o mayores: a través de los medios. En otras palabras, el artista se convierte en la obra. Mientras que la transición del sistema del arte al campo político es posible, esta transición opera primordialmente como un cambio en el posicionamiento del artista con respecto a la producción de la imagen: el artista deja de ser un productor de imágenes y se convierte en una imagen en sí mismo. Esta transformación ya había sido registrada a finales del siglo XIX por Friedrich Nietzsche, quien declaró que es mejor se una obra de arte que un artista. Claro, convertirse en obra de arte no sólo provoca placer, sino que también la ansiedad de ser sujeto de una manera muy radical a la mirada del otro –a la mirada de los medios funcionando como super-artistas.
Yo caracterizaría esta ansiedad como de auto-diseño, porque obliga al artista –así como casi cualquiera que llegue a ser cubierto por los medios—a confrontar la imagen del ser: corregir, cambiar, adaptar, contradecir esta imagen. Hoy en día, uno muchas veces escucha que el arte de nuestro tiempo funciona cada vez más como un diseño, y hasta cierto grado es cierto. Pero el problema final del diseño tiene que ver no con cómo diseño el mundo exterior, sino como me diseño yo –o, más bien, cómo lidio con la manera como el mundo me diseña. Hoy en día, esto se ha convertido en un problema general y dominante, que todos –y no sólo los políticos, las estrellas de cine y las celebridades-- confrontan. Hoy en día, todos están sujetos a una evaluación estética –se requiere de todos tomar la responsabilidad estética de sus apariencias en el mundo, de su auto-diseño. Donde fue una vez privilegio y carga para unos cuantos elegidos, en nuestra epoca el auto-diseño se ha convertido en la práctica cultural de masas por excelencia. El espacio virtual de Internet es primordialmente una zona en la cual mi página en Facebook está permanentemente diseñada y rediseñada para ser presentada en Youtube, y viceversa. Pero de la misma manera en el mundo real –o, digamos, análogo—se espera que uno sea responsable de la imagen que presentamos a la mirada del otro. Incluso podría decirse que el auto-diseño es una práctica que une al artista y al público por igual de la manera más radical: aunque no todos producen obras de arte, todo mundo es una obra de arte. Al mismo tiempo, se espera que todos sean sus propios autores.
Ahora bien, todo tipo de diseño –incluyendo el auto-diseño—es considerado primordialmente por el espectador no como una manera de revelar cosas, sino como una manera de ocultarlas. La estetización de la política se considera igualmente como una manera de sustituir sustancia con apariencia, temas reales con una fabricación superficial de imagen. Sin embargo, mientras que los temas cambian constantemente, la imagen permanece. Así como uno puede fácilmente convertirse en prisionero de su propia imagen, nuestras convicciones políticas pueden ser ridiculizadas como si fueran un simple auto-diseño. La estetización muchas veces se identifica con la seducción y la celebración. Walter Benjamin obviamente tenía este uso de término “estetización” en mente cuando opuso la politización de la estética a la estetización de la política al final de su famoso ensayo “La obra de arte en la era de la reproducción mecánica.” Pero uno podría decir, por el contrario, que todo acto de estetización es ya una crítica del objeto de estetización, simplemente porque este acto llama la atención a la necesidad del objeto por un suplemento que le permita verse mejor de lo que ya es. Dicho suplemento siempre funciona como un pharmakon derrideano: mientras que el diseño hace que el objeto se vea mejor, de la misma manera levanta sospechas de que este objeto se vería especialmente feo y repelente si la superficie de su diseño se llegara a extraer.
En efecto, el diseño –incluyendo el auto-diseño—es principalmente un mecanismo para inducir a la sospecha. El mundo contemporáneo del diseño total muchas veces se describe como un mundo de seducción total, desde donde el carácter desagradable de la realidad ha desaparecido. Pero yo argumentaría, en cambio, que el mundo del diseño total es un mundo de sospecha total, un mundo de peligro latente que acecha por debajo de las superficies diseñadas. La meta principal del auto-diseño, entonces, se convierte en una neutralización de la sospecha de un posible espectador, de crear el efecto de sinceridad que provoca la confianza en el alma del espectador. En el mundo actual, la producción de sinceridad y confianza se ha convertido en la ocupación de todos –y no obstante fue, y sigue siendo, la principal ocupación del arte a través de toda la historia de la modernidad: el artista moderno siempre se ha posicionado como la única persona honesta en un mundo de hipocresía y corrupción. Investiguemos brevemente cómo la producción de sinceridad y la confianza ha funcionado en el periodo moderno, para poder caracterizar la manera como funciona hoy en día.
Uno podría decir que la producción modernista de sinceridad funcionó como una reducción del diseño, donde la meta fue la de crear un espacio en blanco, vacío, en el centro del mundo diseñado, para eliminar el diseño, para practicar el grado cero del diseño. De esta manera, la vanguardia artística quería crear áreas libres de diseño que pudieran percibirse como áreas de honestidad, de alta moralidad, sinceridad, y confianza. Al observar todas las superficies diseñadas de los medios, uno espera que el espacio oscuro, oscurecido debajo de los medios, de alguna manera, se traicione o se exponga a sí mismo. En otras palabras, estamos esperando un momento de sinceridad, un momento en el cual la superficie de diseño se abra para ofrecer una vista a su interior. El diseño Cero intenta producir artificialmente este quiebre para el espectador, permitiéndole ver las cosas como realmente son.
Pero la fe rousseana en la ecuación de la sinceridad y el cero-diseño se ha desvanecido en nuestro tiempo. Ya no estamos dispuestos a creer que el diseño minimalista sugiere algo sobre la honestidad y sinceridad del sujeto diseñado. La aproximación de la vanguardia en torno al diseño de la honestidad se ha convertido, por lo tanto, en un estilo entre muchos estilos posibles. Bajo estas condiciones, el efecto de la sinceridad es creado no al refutar la sospecha inicial dirigida hacia toda superficie diseñada, sino al confirmarla. Esto quiere decir que estamos listos para creer que una ruptura en la superficie diseñada ha sucedido –que somos capaces de ver las cosas como realmente son—sólo cuando la realidad detrás de la fachada se muestra muchísimo peor de lo que habíamos imaginado. Confrontados a un mundo de diseño total, sólo podemos aceptar una catástrofe, un estado de emergencia, una ruptura violenta en la superficie diseñada, como razón suficiente para creer que se nos permite un vistazo de la realidad que se encuentra por debajo. Y claro, esta realidad también, debe mostrarse como una realidad catastrófica, porque sospechamos que está pasando algo terrible destrás del diseño –manipulación cínica, propaganda política, intrigas ocultas, intereses creados, crímenes. Seguido de la muerte de Dios, la teoría de conspiración se convirtió en la única forma sobreviviente de metafísica tradicional, como un discurso sobre lo oculto e invisible. Donde una vez tuvimos a la naturaleza y a Dios, ahora tenemos diseño y teoría de conspiración.
Aun cuando estamos generalmente inclinados a desconfiar de los medios, no es accidental que estamos inmediatamente dispuestos a creerle cuando nos habla sobre una crisis financiera global o nos presenta las imágenes del once de septiembre, directo en nuestros departamentos. Aun los teóricos de la simulación más comprometidos comenzaron a hablar sobre el regreso de lo real, mientras veían las imágenes del once de septiembre. Existe una vieja tradición en el arte de occidente, que presenta al artista como una catástrofe andante y –por lo menos desde Baudelaire en adelante—los artistas modernos fueron expertos en crear imágenes del mal que surgían detrás de la superficie, lo cual inmediatamente les otorgó la confianza del público. En nuestros días, la imagen romántica del poète maudit es sustituida por la del artista siendo explícitamente cínico –codicioso, manipulador, de orientación empresarial, que busca sólo la ganancia material, e implementando al arte como una máquina para engañar al público. Hemos aprendido esta estrategia de auto-denuncia calculada –un autodiseño de autodenuncia—a partir de los ejemplos de Salvador Dalí y Andy Warhol, o de Jeff Koons y Damien Hirst. No obstante qué tan vieja, esta estrategia rara vez ha dejado de hacer mella. Al ver la imagen pública de estos artistas, tendemos a pensar, “Qué atroz,” pero al mismo tiempo, “Qué cierto.” El auto-diseño como auto-denuncia sigue funcionando en una época en la que el vanguardista diseño-cero de la honestidad fracasa. Aquí, de hecho, el arte contemporáneo expone cómo funciona toda nuestra cultura de la celebridad: por medio de revelaciones y auto-revelaciones calculadas. Las celebridades (incluyendo los políticos) son presentados al público contemporáneo como superficies diseñadas, a las cuales el público responde con sospecha y teorías de conspiración. Por lo tanto, para hacer que el político se vea confiable, uno debe crear un momento de revelación –una oportunidad para atisbar a través de la superficie para decir, “Ah, este político es tan malo como siempre supuse que iba a ser.” Con esta revelación, la confianza en el sistema se restaura por medio de un ritual de sacrificio simbólico y auto-sacrificio, estabilizando el sistema de las celebridades al confirmar la sospecha a la que necesariamente ya está sujeta. De acuerdo con la economía del intercambio simbólico que Marcel Mauss y George Bataille exploraron, los individuos que se muestran especialmente repugnantes (esto es, los individuos que demuestran el sacrificio simbólico más sustancial) reciben mayor reconocimiento y fama. Este hecho por sí solo demuestra que esta situación tiene menos que ver con una visión verdadera que con un caso especial de auto-diseño: hoy en día, decidir presentarse uno mismo como éticamente malo es tomar una decisión especialmente buena en términos de auto-diseño (el genio es lo mismo que un cabrón).
Pero también existe una forma más sutil y sofisticada de auto-diseño y auto-sacrificio: el suicidio simbólico. Siguiendo esta estrategia más sutil de auto-diseño, el artista anuncia la muerte del autor, esto es, su propia muerte simbólica. La obra resultante no se proclama a sí misma como mala, sino como muerta. La obra resultante, entonces, se presenta como colaborativa, participativa y democrática. Una tendencia hacia la práctica colaborativa y participativa es innegablemente una de las principales características del arte contemporáneo. Numerosos grupos de artistas alrededor del mundo están afirmando una autoría colectiva, e incluso anónima, para sus obras. Adicionalmente, prácticas colaborativas de este tipo tienden a estimular al público a unirse, a activar el ámbito social en el que se desenvuelven estas prácticas. Pero este autosacrificio que renuncia a la autoría individual también encuentra su compensación dentro de una economía simbólica de reconocimiento y fama.
El arte participativo reacciona ante el estado moderno de la cuestión, con un arte que fácilmente puede describirse de la siguiente manera: el artista produce y exhibe arte, y el público ve y evalúa lo que está exhibido. Este arreglo parecería beneficiar primordialmente al artista, que se muestra como un individuo activo, opuesto a un público pasivo y anónimo. Mientras que el artista tiene el poder de popularizar su nombre, las identidades de los espectadores siguen siendo desconocidas, a pesar de su papel de proporcionar la validación que facilita el éxito del artista. El arte moderno, por lo tanto, fácilmente puede malinterpretarse como un aparato para manufacturar la celebridad artística a expensas del público. Sin embargo, muchas veces se pasa por alto que en el periodo moderno, el artista siempre ha sido entregado a la misericordia de la opinión pública –si una obra no es favorecida por el público, entonces es reconocida de facto como carente de valor. Este es el principal déficit del arte moderno: la obra de arte moderna no tiene un valor “interno” propio, no tiene mérito más allá de lo que el gusto del público le otorga. En los templos antiguos, la desaprobación estética no era una razón suficiente para rechazar una obra. Las estatuas producidas por los artistas de esa época era consideradas como las encarnaciones de los dioses: eran reverenciadas, uno se arrodillaba frente a ellas para rezar, uno buscaba una guía y se les temía. Ídolos pobremente elaborados e iconos mal pintados eran de hecho parte también de este orden sacro, y deshacerse de alguno de ellos hubiera sido un sacrilegio. Por lo tanto, dentro de una tradición religiosa específica, las obras de arte tienen su propio valor individual, “interno,” independientemente del juicio estético del público. Este valor deriva de la participación tanto del artista y del público en las prácticas religiosas comunales, una afiliación común que relativiza el antagonismo entre artista y público.
Por contraste, la secularización del arte conlleva a su devaluación radical. Es por eso que Hegel afirmó al inicio de sus Lecciones sobre estética que el arte era cosa del pasado. Ningún artista moderno podría esperar que alguien se arrodillara para rezar enfrente de su obra, exigir asistencia práctia de ésta, o usarla para apartar al peligro. Lo más que uno está preparado a hacer hoy en día es sentir que una obra es interesante, y claro, preguntar cuánto cuesta. El precio inmuniza a la obra de arte del gusto público hasta cierto grado –si las consideraciones económicas no hubieran sido un factor que limita la expresión inmediata del gusto público, gran parte del arte que se encuentra en los museos hoy en día hubiera terminado en la basura desde hace mucho tiempo. La participación comunal dentro de la misma práctica económica, por lo tanto, debilita la separación radical entre artista y público hasta cierto grado, incitando una cierta complicidad en la cual el público está obligado a respetar una obra de arte por su precio, aun cuando dicha obra no es muy apreciada. Sin embargo, sigue habiendo una diferencia significativa entre el valor religioso de una obra de arte y su valor económico. Aunque el precio de una obra de arte es el resultado cuantificable de un valor estético que se ha identificado con éste, el respeto que se le otorga a una obra de arte a partir de su precio de ninguna manera se traduce automáticamente en cualquier forma de apreciación vinculante. Este valor vinculante del arte, por lo tanto, puede buscarse en las prácticas no comerciales, si no es que directamente anti-comerciales.
Por esta razón, muchos artistas modernos han intentado recuperar una base común con sus públicos, al atraer a los espectadores para que salgan de sus roles pasivos, al unir la cómoda distancia estética que permite a los espectadores que no se involucran a juzgar una obra de arte imparcialmente desde una perspectiva segura y externa. La mayoría de estos intentos están relacionados con un compromiso político o ideológico de algún tipo u otro. La comunidad religiosa, por lo tanto, es reemplazada por un movimiento político, en el cual los artistas y los públicos participan comunalmente. Cuando el espectador se involucra en la práctica artística desde el inicio, toda crítica enunciada se convierte en autocrítica. Es así como las convicciones políticas compartidas hacen que el juicio estético sea parcial o completamente irrelevante, como fue el caso con el arte sacro del pasado. Para decirlo sin rodeos: hoy en día, es mejor ser un autor muerto que un autor malo. Aunque la decisión del artista de renunciar a la autoría exclusiva parecería principalmente que es del interés de un empoderamiento del espectador, este sacrificio finalmente beneficia al artista, ya que lo libra a su obra de la mirada fría del juicio no involucrado del espectador.
Una versión de este texto se presentó como conferencia en el Frieze Art Fair, Londres, el 16 de octubre de 2008.
Fuente: Revista e-flux. http://www.e-flux.com/journal/view/68
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