arte y alfabetización

ARTE Y ALFABETIZACIÓN

Luis Camnitzer

You teach a child to read, and he or her will be able to pass a literacy test.

—George W. Bush, de un discurso ofrecido en Townsend, Tennessee, 21 de febrero, 2001

Es interesante que, por lo menos en los idiomas que conozco, que cuando uno habla de alfabetización, siempre se menciona la lectura y la escritura, en ese orden. En términos ideológicos, este orden de prioridad no sólo refleja la división entre producción y consumo, sino que subliminalmente enfatiza al segundo: la ignorancia es más demostrada por la inhabilidad de leer que por la inhabilidad de escribir. Además, este orden sugiere que la alfabetización es más importante para recibir órdenes que para su emisión.

Claro, esta teoría –de que si uno quiere ser capaz de escribir algo, uno debería saber cómo es escrito—tiene su lógica. Nos obliga primero a leer, luego a copiar lo que uno lee –entender la presentación de alguien más para poder re-presentarlo. En términos de arte, sin embargo, esto es similar a decir que uno tiene que ver primero al modelo para poder copiarlo. Ahora, la construcción lógica se vuelve menos persuasiva. Esto no es necesariamente malo, en la medida que uno realmente quiere copiar el modelo, o la necesidad para copiar el modelo tiene sus fundamentos. En esencia, si no existe una necesidad comprobada, la construcción lógica deja de serlo –se convierte en dogma disfrazado de lógica.

Esta teoría establece primero, que el modelo merece ser copiado, segundo, de que hay mérito al hacer una copia razonablemente fiel, y tercero, que este proceso es útil para preparar al artista a producir arte. Esta idea es un lastre que se carga desde el siglo XIX, y su relevancia hoy en día es muy cuestionable. Un artista, entonces, tiene que preguntarse si los problemas planteados en la actualidad por la alfabetización no necesitarían aproximaciones más novedosas y contemporáneas. ¿Existe acaso un análisis de estos problemas, informado por las actitudes que extrajeron el arte del siglo XIX y lo llevaron al siglo XX? En otras palabras, ¿es la alfabetización una herramienta para ayudar a la presentación o re-presentación? ¿Dónde está localizado el poder? ¿Se le otorga al alfabetizado potencial o se encuentra en el sistema que quiere que sea alfabetizado?

Uno tiende a hablar del arte como un lenguaje. En algunos casos, incluso se describe como un lenguaje universal, una suerte de Esperanto, capaz de trascender cualquier frontera nacional. Como lenguaje universal, y enfatizando universal, el arte sirve a los intereses de la colonización y expansión de un mercado del arte. La noción del arte como lenguaje simple, sin embargo, subraya una noción de ésta como una forma de comunicación. En este caso, el poder no se le otorga al mercado, sino a aquellos que se están comunicando.

Las instituciones educativas esperan que todos sean capaces de aprender a leer y escribir. De ello se entiende que, si todos tienen el potencial de usar la lectura y la escritura para la expresión, todos también deberían tener el potencial de ser artistas. No obstante, en el arte el supuesto es distinto. Todos pueden ser capaces de apreciar el arte, pero solo de unos cuantos se espera que lo produzcan –no todos los lectores son escritores. Tales expectativas inconsistentes pasan por alto el hecho que, así como la alfabetización no debería dirigirse a crear puros premios Nobel en Literatura, la educación artística no debería dirigirse a generar puras retrospectivas de museo. Los premios Nobel y las retrospectivas nos indican más acerca del tipo de competitividad triunfal que de una buena educación. Dicho en términos simples, la buena educación existe para desarrollar la habilidad de expresar y comunicar. Esta es la importancia del concepto de “lenguaje,” siendo la implicación que tanto el arte como la alfabetización pueden vincularse para nutrirse la una a la otra.

Leer, escribir y el resto

En este momento, estamos precisamente a la mitad de la década que las Naciones Unidas ha designado como la Década para la Alfabetización (usada aquí en el sentido de una educación para la alfabetización). La UNESCO estima que existen 39 millones de analfabetas en Latinoamérica y el Caribe, con más o menos un 11% siendo adultos. 16 millones de éstos están en Brasil. Estas estadísticas sólo incluyen a personas que no saben leer o escribir. Si añadimos aquellos que son analfabetas funcionales –personas con las técnicas, pero incapaces de usarlas para comprender o desarrollar ideas—estas cifras crecen astronómicamente. En los países desarrollados, casi el 5% de la población de Alemania, por ejemplo, es funcionalmente analfabeta. Y entre los estudiantes alfabetizados en Estados Unidos, se estima que el 75% de aquellos que terminaron sus estudios medios superiores no tienen las habilidades de lectura requeridas para la universidad.

La enseñanza de la lectura y la escritura ha sido una parte importante de la misión escolar por más de dos siglos. También ha estado en las mentes de innumerables especialistas, quienes ponderan las brechas en la educación formal, tanto en sectores esperados como inesperados del público. Que todo mundo debería saber leer y escribir no se toma en cuenta. Sin embargo, más allá de las obviedades difusas con respecto a su función, poco se discute acerca de cómo son usadas estas habilidades. Y no obstante, el problema de la alfabetización persiste incluso en países que sostienen haberlo erradicado.

El arte ha lidiado con la alfabetización en ocasiones asombrosamente raras, y cuando lo ha hecho, lo hizo mayormente por cuenta propia, manteniéndose dentro de su identidad disciplinaria y confusiones, entre ellas una idea de que apreciar el arte es para todos mientras que hacer arte es para pocos. Esto quiere decir que las principales fortalezas del arte –la especulación, la imaginación y las preguntas de “¿qué pasaría si…?”—no han sido realmente exploradas en esas ocasiones. Supuestamente el arte es arte y el resto es el resto. El arte, sin embargo, resulta ser el resto, también.

Mi imperialismo

Hace cuarenta años, me invitaron a organizar el departamento de arte en una universidad estadounidense. Rechacé sobre la base de que el arte no es realmente “arte,” sino un método para adquirir y expandir el conocimiento. Consecuentemente, el arte debería moldear todas las actividades académicas dentro de una universidad, y no ser confinadas a una disciplina. Reconozco que mi posición reflejó una forma de imperialismo del arte, y esto es algo a lo que sigo apegado. Como en todos los imperialismos, mi posición no se basaba necesariamente en información sólida, y usé la agresión como una herramienta de persuasión. Puede entenderse que fui derrotado, y poco después fui condenado a quedarme aislado en el departamento de arte que orgullosamente había rechazado. No obstante, no me arrepiento: sigo operando con base en opiniones pobremente informadas, sigo siendo agresivo y, seguramente, sigo siendo derrotado.

Mi imperialismo se basa en una visión generalizada del arte, en la que todo (incluyendo el “resto”) puede verse como arte. También creo que las estructuras sociales que nos divide en productores y consumidores –aquellos que se aseguran que nuestras vidas se conformen a las leyes del mercado en vez de buscar un bienestar colectivo—deberían demolerse. Estas fueron las visiones que desarrollamos como estudiantes a finales de los cincuenta, cuando estaba en la escuela de artes en Uruguay. Estas visiones hicieron de lado que esa definición tan amplia del arte, en la que todos podrían ser creadores, se convertiría en una herramienta para mejorar la sociedad. Fuimos derrotados en aquel entonces, y hoy en día, estas creencias son consideraas anacrónicas y fuera de lugar.

Independientemente de su factibilidad, estas perspectivas tuvieron algo de importancia, porque introdujeron una conciencia del papel y la distribución del poder en cuestiones de arte y educación que no deben ignorarse. Clarificaron las afirmaciones que giran alrededor de la propiedad del conocimiento, cómo es distribuida dicha propiedad, y quien se beneficia de ella. Incluso si estos temas son normalmente considerados por fuera del ámbito del arte, es por cuenta propia que el uso del lenguaje y los medios para involucrarse con la alfabetización se vuelven interesantes para el arte.

Indoctrinar la subversión

Tanto la educación artística y la alfabetización tienen en común la misión dual y muchas veces contradictoria de facilitar la afirmación y expresión cultural individual y colectiva por un lado, y de ser las herramientas necesarias para cimentar y expandir formas de consumo por el otro. Consecuentemente, la educación no sólo es un campo ideológicamente fracturado, sino uno en el que cada una de sus ideologías asume su propia aproximación pedagógica para aplicarse a todos los campos de conocimiento, superando toda contradicción irresoluta. Cuando son razonablemente progresivas, tales pedagogías suponen que uno puede asegurar la estabilidad y tranquilidad de la sociedad existente, mientras que al mismo tiempo forman individuos críticamente cuestionadores y creativos. Esta aproximación hace de lado que la educación creará a ciudadanos buenos y pasivos que siguen las reglas del juego, pero que también serán individuos subversivos que intentarán transformar a dicha sociedad. En una aproximación pedagógica conservadora, esta última parte de la misión simplemente se ignorará.

Como tal, el sistema educativo enfatiza la buena ciudadanía en las primeras fases de formación, y pospone cualquier subversión potencial hasta el nivel de postgrado. La especulación y la imaginación se permiten sólo hasta después de que te hayas convertido en un buen ciudadano. Para que una subversión como tal ocurra, primero tendrían que referirse a las primeras etapas del proceso educativo. Esto explica porqué la alfabetización se da al inicio del viaje educativo, mientras que una verdadera producción artística se coloca hasta el final, o efectivamente, se pospone hasta que haya terminado una educación formal.

La tensión que surge de esta contradicción intrínseca de estabilidad/inestabilidad crea dos principales divisiones sobre cómo la educación es aproximada: por un lado, entre el “integralismo” y la “fragmentación”; y por el otro, entre una educación tutorada y una educación masiva. Aunque las dos divisiones no necesariamente se alinean la una con la otra, en la educación tradicional, la fragmentación tiende a ser aparejada com una educación masiva. En este ámbito, la información es reificada, clasificada en disciplinas, y simultáneamente transmitida a grandes grupos de personas, con el objetivo de lograr una estabilidad conformista eficiente. El conocimiento viaja de afuera hacia dentro. Los elementos son distintivos, y su clasificación y orden se suponen ser buenos e incambiables. El poder descansa en manos de alguien que no es el estudiante.

La segunda alineación es distinta. En prácticas educativas más progresivas, el integralismo tiende a estar asociado a un estilo tutorial de instrucción, en donde hay más cabida para una investigación interdisciplinaria, el estímulo al descubrimiento, y un énfasis en los procesos individuales. Mientras que no necesariamente busca una sociedad flexible o a un análisis crítico de nuestras conexiones con ésta, por lo menos sí encontramos ese énfasis en la individuación. Y en la medida que incluye la posibilidad de una crítica permanente, existe un empoderamiento del individuo bajo la forma de una percepción estimulada y autoconciente del mundo.

Es esta noción de empoderamiento la que crea diferencias ideológicas entre las dos alineaciones. En cuanto es introducido el empoderamiento, las políticas que giran alrededor de la distribución del poder se convierte en una parte indisoluble del proceso educativo. Esto puede explicar porqué las figuras pedagígicas más paradigmátias de Latinoamérica buscaron desarrollar no sólo el proceso básico de alfabetización dentro del campo de la educación, sino también una conciencia social y de ser. Tanto el venezolano Simón Rodrígues (1769-1854) y el brasileño Paulo Freire (1921-1997) vieron a la educación como una forma de construir una comunidad social progresiva y justa. En la década de 1820, Rodríguez declaró que la educación tenía que lidiar “primero con las cosas, y segundo con aquellos que son dueños de ellas.” En los sesenta, Freire escribió que “antes de aprender cómo leer palabras, uno debería aprender a leer el mundo.” Ambos educadores subrayaron la importancia de decodificar la situación social antes de descodificar las disciplinas de la lectura y la escritura.

No nos sorprende que esta forma de descodificación social es más fácil de lograr por medio de los intercambios individuales más que los colectivos. La tutoría individual parece ser ideal. Cuando el maestro puede enfocar toda su energía y atención a una sola persona, permite una calibración y respuesta inmediata a las señas más mínimas de incomprensión. Hecho bien, lleva el modelo socrático al nivel de una terapia psicológica extrema, haciendo que la educación se ajuste a la medida de cada individuo. Si el maestro es bueno, esto llega a la perfección. Visto en términos de eficiencia, sin embargo, la tutoría individual es la estrategia menos económica. No es coincidencia que tener un tutor personal es un símbolo de riqueza para las clases altas, de modo que se vuelve paradójico esperar que este mecanismo tan elitista sea también el medio más apropiado para lograr una sociedad justa y sin clases.

Por otro lado, la educación masiva sigue siendo seductora, dada su aparente eficiencia económica así como su atractivo populista. Un maestro puede formar a decenas de miles de individuos con la misma inversión de tiempo y energía que un tutor gasta en una sola persona. En cuanto al empoderamiento del individuo, sin embargo, la educación masiva tiene la tendencia de diseminar la información e indoctrinar más que promover la investigación y la autoconciencia. En otras palabras, luchar por la eficiencia favorece una producción barata a expensas de una evaluación cualitativa. La calidad se evalúa a partir de un marco de referencia económico. Alarmantemente, esta distorsión se acepta como la norma. Claro, hay tutores que informan e indocrtinan a sus estudiantes, así como hay maestros que educan a las masas, que son capaces de despertar la conciencia y empoderarlos. En el primer caso, sin embargo, el tutor traiciona la misión de la enseñanza; en el segundo, los ideales sólo son alcanzados superando los obstáculos intrínsecos.

Codificando el cómo y el porqué

Hace sesenta y cinco años, cuando estaba aprendiendo a escribir, fui obligado a llenar las páginas con la misma letra, repitiéndola una y otra y otra vez. Tuve que copiar letras individuales antes que se me permitiera escribir palabras. Se me dieron palabras antes que pudiera expresar las ideas de otras personas, antes que pudiera expresar mis propias ideas, antes que acaso pudiera explorar lo que podrían ser mis propias ideas. Sólo se me ocurrió hasta que fui adulto que, si sé cómo escribir con un lápiz, también sé dibujar con un lápiz.

Para mi mamá, educada en la Alemania de la Primera Guerra Mundial, la situación era aun peor. Ella tuvo que usar una pluma diseñada especialmente –no para escribir—sino para aprender a escribir. La pluma parecía como si hubiera sido diseñada para la tortura. Piezas ovaladas de latón filoso forzaba la colocación de los dedos en una sola posición. Si los dedos no tuvieran la posición requerida, se dañarían. Uno pudiera especular que estas plumas fueron clave como preparación para el ethos Nazi de obediencia.

La educación artística siempre se ha enfrentado a una confusión entre arte y oficio: al enseñar cómo hacer las cosas, muchas veces se hace de lado la pregunta más importante sobre qué hacer con éstas. La manera convencional de enseñar cómo escribir se concentra en la legibilidad y la ortografía, lo cual sólo se refiere al cómo de la escritura sin considerar el qué. Ejemplificado por la práctica de enseñar a alguien a escribir concentrándose en un rasgo estético congelado, tal y como es la caligrafía, esta aproximación no logra identificar primero la necesidad de un mensaje, que entonces abriría una aproximación a la escritura que tiene que ver con la estructura y la claridad de lo que está siendo escrito.

De forma exagerada, la pluma sintetiza todo lo que he odiado de la educación: la fragmentación del conocimiento en compartimentos sellados al vacío, la confusión entere el cómo y el qué hacer, el desarrollo de la comunicación sin primero establecer la necesidad de ésta. Fue como aprender a cocinar sin tener hambre –sin identificar lo que es el hambre. Después de todo, la educación tiene menos que ver con tener hambre y más que ver con despertar el apetito para crear la necesidad de consumo. De hecho, creo que así es como se enseña a cocinar.

¿Por qué uno no puede primero identificar la necesidad de comunicarse para entonces poder encontrar una manera apropiada de comunicación? Los lenguajes en sí son generados de esta manera, y así es como evolucionan. Las palabras son creadas para designar a las cosas que hasta ese momento habían sido desconocidas o innombrables. Hoy en día, los errores ortográficos determinan la escritura de mañana. Muchos de estos errores son el producto de una decodificación oral que reviste la codificación escrita. Claro, los errores deben ser reconocidos –pero también deberían ser sujetos a una evaluación crítica. Como término despectivo, el “error” refleja un código-centrismo típico de nuestra cultura. El analfabetismo es, después de todo, un problema sólo dentro de una cultura alfabetizada. En general, los códigos son creados por una necesidad de traducir un mensaje en signos, y luego descodificado por una necesidad de descifrar el mensaje. Por medio de esta codificación y descodificación, hay un proceso de retroalimentación en el cual unas codificaciones “inapropiadas” o mal colocadas producen evocaciones que cambian o enriquecen el mensaje.

Encontrar el descubrimiento

Cuando la razón para leer y escribir es principalmente la de recibir y dar órdenes, se entiende que la necesidad por aprender no debería identificarse por la persona que será alfabetizada, sino por la misma estructura de poder que produce dichas necesidades. El conocimiento se vuelve predeterminado y cerrado, cuando la definición y la identificación son llevadas a cabo dentro de este restringido campo funcional, mientras que un campo más amplio estimularía el cuestionamiento y la creación. En esencia, uno no puede educar apropiadamente sin revelar la estructura de poder dentro de la cual sucede la educación. Sin una conciencia de esta estructura y la manera como distribuye el poder, la indoctrinación necesariamente usurpa el lugar de la educación.

Aunque esto es verdad para la educación en general, se vuelve más insidioso cuando se aplica a la enseñanza de la lectura y escritura. En este caso, la indoctronación no es necesariamente visible en el contenido, sino en cambio se filtra fuertemente en el proceso de transmisión: si a uno se le enseña a repetir como perico, realmente no importa lo que se está repitiendo; sólo el acto automático, internalizado, deseado de la repetición seguirá. Si sólo enseñamos a reconocer las cosas por sus formas sin referirnos a conceptos, no importará qué genera a estas formas. Sólo el reconocimiento del empaquetado permanecerá, y lo que es peor, la adquisición del conocimiento se terminaría ahí.

La verdadera educación de un artista consiste en prepararlo para investigar lo desconocido. Con una fuerte educación en artes, esto comienza desde el principio. Pero como la educación institucional en otras áreas se organiza para transmitir sólo la información conocida y para perpetuar hábitos convencionales, tenemos a dos pedagogías en conflicto. Entonces, ¿dónde deberíamos situar a la lucha en contra del analfabetismo? ¿Debería la alfabetización ser tomada como una materia para el entrenamiento o como una herramienta para el descubrimiento?

La pregunta puede ser muy esquemática. En el arte, el descubrimiento puro nos lleva a la simple afición, mientras que un entrenamiento puro nos lleva a un profesionalismo vacío –una buena preparación finalmente busca un equilibrio entre éstos. Esta cuestión no tiene que ver con qué actividad debería ser eliminada, sino más bien cuál debería nutrir a la otra. Aquellos a favor de un entrenamiento muchas veces la defienden con la necesidad de proporcionar un buen andamiaje para el estudiante. No obstante, si uno finalmente espera que el descubrimiento sea el principal propósito de la vida de un estudiante, ya sea para una autorrealización o para el enriquecimiento colectivo, queda claro que el estudiante no sólo debería aprender a construir andamios.

Nos encontramos hoy en día en una era en la que la cantidad de conocimiento disponible excede por mucho nuestra capacidad para codificarlo. El desequilibrio es tal, que debemos especular sobre si el concepto de una alfabetización restringida, basada en la re-presentación de las cosas conocidas puede ser un anacronismo imperdonable. Es posible que hayamos llegado a un punto en el que necesitamos una educación que va más allá de esto: que primero haga al sujeto conciente de la necesidad personal de una alfabetización y que luego identifique los sistemas de codificación que ya están en uso, de modo que puedan ser usados como referencia; uno que comience a activar procesos de traducción como herramienta principal para ingresar nuevos códigos; uno que, desde el principio, fomente la habilidad para reordenar el conocimiento, para hacer conexiones inesperadas que presenten más que re-presenten. En otras palabras, necesitamos una pedagogía que incluya la especulación, el análisis, y la subversión de los convencionalismos, uno que se refiera a la alfabetización de la misma manera que cualquier buena educación en artes se refiera al arte. Esto implica poner la alfabetización en el contexto del arte. Al obligar al arte a enfocarse en estos asuntos, a su vez, el imperiod el arte igualmente será enriquecido.

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Este ensayo comenzó como un paper presentado en el Primer Encuentro Internacional sobre Educación, Arte y Analfabetismo Funcional, que tomó lugar en Río de Janeiro, del 1 al 3 de diciembre de 2008. El encuentro fue auspiciado por Daros Latinoamérica y co-organizado por Eugenio Valdés, Director de Casa Daros en Rio de Janeiro, así como un servidor como Curador Pedagógico de la Iberê Camargo Foundation en Porto Alegre. Después del encuentro, se decidió que buscaríamos distintos objetivos dentro de un proyecto continuo que nombramos Art-phabetization: a) estudiar las dinámicas institucionales en organizaciones existentes como las escuelas de Samba para luchar contra el analfabetismo entre sus miembros; b) borrar las líneas entre las escuelas y sus vecindarios y entre el trabajo escolar y el ocio; c) estudiar el papel de los errores en la generación de metáforas y de nuevo conocimiento; d) crear un laboratorio de alfabetización que explore metodologías para ser comprobadas en escenarios institucionales; e) estudiar la posibilidad de la creación de laboratorios móviles; f) crear un blog y una base de datos interactiva de ejercicios y juegos que conecten al laboratorio con los maestros de alfabetización.

3 comentarios:

Matías dijo...

Es una crítica muy interesante ¿Quién es el autor? ¿Se lograron los objetivos, o se están logrando?
Saludos desde Paraguay

akurtz dijo...

Gracias por tu comentario, con ellos me ayudas a seguir promoviendo el proyecto.

Sobre tus preguntas. El autor es Luis Camnitzer; y sobre si se están logrando los objetivos, yo creo que sí, en aquellas escuelas que hoy en día integran en sus programas conocimientos sobre educación visual

Saludos hasta Paraguay, desde México

A. Espinoza

ChAnd dijo...

Me interesa muchísimo este panteamiento y los avances que han logrado tener dentro del proyecto que sucintamente mencionas. Yo trabajo el tema de alfabetización indígena dentro de una institución gubernamental mexicana y de manera particular, quiero explorar las posibilidades que brinda el arte para la alfabetización; todo ello desde una visión ampliada de ésta y en el marco del Aprendizaje a lo Largo de la Vida. Espero que me puedas dar un correo u otro medio para comunicarnos.

Gracias.

Sara Elena.