Martha Rosler

La clase cultural:

Arte, creatividad, urbanismo

Martha Rosler

PRIMERA PARTE: ARTE Y URBANISMO

Cuando los expresionistas abstractos exploraron el terreno del lienzo y Pollock creó una especie de mapa de desorientación al colocar sus telas sin estirar en el suelo, pocos observadores y sin duda menos pintores hubieran reconocido una relación entre estas preocupaciones y las bienes raíces, ya no digamos de los flujos transnacionales de capital.

El espacio, como muchos observadores han notado, ha desplazado al tiempo como la dimensión operativa de un capitalismo avanzado, globalizante (¿y post-industrial?) El tiempo en sí, bajo este régimen económico, se ha diferenciado, espacializado y y dividido en unidades cada vez más pequeñas. Incluso en los regímenes virtuales, el espacio supone una visualidad de una u otra manera. La conexión entre la perspectiva renacentista y los recintos de la europa del medioevo tardío, junto con la idea nueva del terreno como un espacio del mundo real para ser negociado, proporcionando puntos de cruce para el comercio, fue sólo tardíamente aparente. Del mismo modo, el surgimiento de la fotografía ha sido rastreado hasta fenómenos tales como la codificación del espacio terrenal y el encierro de la tierra para servir los intereses de los terrenos arrendados. Durante mucho tiempo, el arte y el comercio han sucedido no sólo uno al lado del otro, sino que activamente han establecido los términos entre ellos, creando y asegurando mundos y espacios a su vez.

Mi tarea es la de explorar el posicionamiento de lo que el evangelista de los negocios urbanos Richard Florida ha etiquetado como la “clase creativa,” y su papel, atribuido y designado a la reestructuración de la economía en ciudades, regiones y sociedades. Al buscar esta meta, consideraré una serie de teorías –algunas de estas discrepantes—de lo urbano y las formas de la subjetividad. Al revisar la historia de las transformaciones urbanas en la postguerra, considero a la cultura del mundo del arte, por un lado, y por el otro, las maneras en las que las formas de la experiencia y la identidad bajo el régimen de lo urbano vuelven quimérica la búsqueda de ciertos atributos deseables en los espacios que visitamos o habitamos. Si consideramos la hipótesis de la clase creativa de Richard Florida y otros, requiere primero que nosotros apartemos y luego reunamos las corrientes urbanistas y las culturales de este argumento. Yo sostendría, junto con muchos observadores, que en cualquier entendimiento del capitalismo de postguerra, el papel de la cultura se ha vuelto crucial.

Abro la discusión con el filósofo francés y Surrealista ocasional Henri Lefebvre, cuya teorización de la creación y capitalización de tipos de espacio ha sido enormemente productiva. Lefebvre comienza The Urban Revolution, su libro de 1970, de la siguiente manera:

Comenzaré con la siguiente hipótesis: la sociedad ha sido completamente urbanizada. Esta hipótesis implica una definición: una sociedad urbana es una sociedad que resulta de un proceso de urbanización completa. Esta urbanización es virutal hoy en día, pero será real en el futuro.

El libro de Lefebvre ayudó a conducir hacia una versión moderna de geografía política, influyendo en el pensamiento de Fredric Jameson, David Harvey y Manuel Castells, entre otros escritores y teóricos prominentes tanto de la cultura y de lo urbano (Harvey, a su vez, es citado como influencia por Richard Florida). En su introducción al libro de Lefebvre, el geógrafo Neil Smith escribe que Lefebvre “situó a lo urbano en la agenda como un sitio explícito así como un blanco para la organización política.”

Sin sucumbir en el empirisimo ni en el positivismo, Lefebvre no titubeó en describir a lo urbano como un estado virtual cuya instanciación completa en las sociedades humanas todavía se ubicaba en el futuro. En la tipología de Lefebvre, las primeras ciudades fueron políticas, organizadas alrededor de las instituciones y el gobierno. La ciudad política fue eventualmente suplantada en la Edad Media por la ciudad mercantil, organizada alrededor del mercado, y luego por la ciudad industrial, finalmente entrando a una zona crítica rumbo a la absorción completa de lo agrario por lo urbano. Aun en las sociedades agrarias menos desarrolladas que no parecen (aun) ser industrializadas o urbanas, la agricultura se somete a las demandas y restricciones de la industrialización. (MXLI). En otras palabras, el paradigma urbano ha tomado y subsumido a todos los otros, determinando las relaciones sociales y la conducta de la vida cotidiana en su interior. (Efectivamente, el concepto mismo de “vida cotidiana” es en sí mismo un producto del industrialismo y lo urbano.)

El énfasis de Lefebvre contradijo la correctitud de Le Corbusier, a quien criticó por no haber logrado reconocer que la calle es el sitio de un desorden vivo, un lugar, en sus palabras, para jugar y aprender; es un sitio de “la función informativa, la función simbólica, la función lúdica.” Lefebvre cita las observaciones del observador urbano fundacional Jane Jacobs, e identifica a las calles, con su bullicio y su vida, como la única seguridad contra la violencia y la criminalidad. Finalmente, Lefebvre señala –poco después de los eventos y discursos del mayo del 68 en Francia—que la revolución toma lugar en las calles, creando un nuevo orden a partir del desorden.

La complejidad de la vida citadina muchas veces aparece, desde el punto de vista gubernamental, como un problemático nudo gordiano que tiene que desanudarse o cortarse. Una tarea central de la modernidad ha sido el embellecimiento y pacificación de las ciudades del núcleo industrializado metropolitano; la necesidad ya era aparente para mediados del siglo XIX, cuando los principales ejemplos fueron aquellos en el epicentro del industrialismo, Londres y Manchester. El control de estas poblaciones recientemente urbanizadas también requirió elevarlas al nivel de subsistencia, lo cual ocurrió gradualmente conforme pasaron las décadas, y no sin tremendas luchas y levantamientos. La industrialización también incrementó enormemente el flujo de las poblaciones a las ciudades, como sigue haciéndolo –incluso en países pobres con niveles muy bajos de ingresos per capita—al grado de que la predicción de Lefebvre respecto a una urbanización completa pronto será realidad; desde 2005, hay más gente viviendo en las ciudades que en el campo.

En las economías industriales de avanzada, la planeación urbana del siglo XX incorporaba no sólo la ingeniería de nuevas modalidades de transporte, sino también la creación de nuevos vecindarios con viviendas mejoradas para las clases trabajadoras y para los pobres. Durante unas cuantas breves décadas, el futuro parecía estar dentro del ámbito de lo moderno. Después de la Segunda Guerra Mundial, las ciudades europeas bombardeadas otorgaron una suerte de lienzo en blanco, para el deleite de figuras tales como W.G. Witteven, un ingeniero civil y arquitecto de Rotterdam que se regocijaba por las posibilidades que ofrecía la casi total destrucción de esa ciudad porteña, por parte del bombardeo Nazi en mayo de 1940. En muchas ciudades intactas o casi intactas en los Estados Unidos y Europa Occidental, tanto la renovación urbana como la reconstrucción de la postguerra siguieron un plan similar: limpia lo viejo y angosto, divide o reemplaza los barrios dilapidados con mejores caminos y transporte público. Mientras que la producción industrial pequeña seguía siendo el principal soporte económico urbano, muchas ciudades también invitaron a los nacientes sectores de servicios, corporativos y financieros, para localizar ahí sus oficinas centrales, endulzando su atractivo por medio de ajustes de zona y deducciones de impuestos. Los rascacielos comerciales de Estilo Internacional brotaban alrededor del mundo, conforme las ciudades se convertían en concentraciones, reales y simbólicas, de la administración estatal y corporativa.

El fundamento teórico para el paisaje urbano renovado surgió primordialmente de diseños anteriores, utópicos “milenarios” y de entre guerras, para planes avanzados aunque totalizantes, para la reelaborar el entorno construido. No se tomó desapercibido por los pobres de las ciudades que los llamados proyectos de renovación urbana tenían como blanco a sus propios barrios y las tradiciones culturales que las mantenían vivas. Las ciudades estaban siendo reelaboradas para beneficio de las clases media y alta, y la destrucción de los viejos barrios –ya sea por intereses comerciales, cívicos o de otras fuerzas, tales como el estímulo a la movilidad para camiones y autos privados—extirpó las moradas de aquellos que estaban más allá del alcance de la ley y las proclividades burguesas, afectando adversamente las vidas y cultura de los residentes más pobres.

Podemos rastrear las bases del grupo europeo de mediados de siglo la Internacional Situacionista en un reconocimiento sobre el papel creciente de lo visual –y su relación con la espacialidad—en el capitalismo moderno, y por lo tanto el papel cómplice del arte en los sistemas de explotación. El grupo francés central de los situacionistas –que fueron estudiantes de Lefebvre (y, algunos dirían, colaboradores y ciertamente adversarios ocasionales)—atacaron, como Lefebvre lo había hecho, las visiones de ciudades radiantes de Le Corbusier (y por implicación a otros modernistas utópicos) por diseñar una ciudad carcelera en la cual los pobres son encerrados y empujados a una utopía extrañamente estrecha de luz y espacio, pero extraídos de una vida social libre en las calles. (los proyectos de vivienda de Le Corbusier, llamados “Unités d’Habitation,” el más famoso de ellos siendo el que está en Marsella, fueron elevados por encima de sus entornos de jardines sobre pilotes. Los pisos se llamaron rues, o calles, y una de estas “calles” se dedicaría a las tiendas; los jardines de niños y –por lo menos en el que visité, en Firminy, cerca de St. Etienne—una estación de radio de onda corta se localizaban dentro del edificio, sugiriendo en su conjunto las condiciones de una ciudad emurallada.)

Dejaremos el estilo de Monsieur Le Corbusier a él, un estilo que se ajusta a las fábricas y los hospotals, y sin duda eventualmente a las prisiones. (¿Qué no ya se dedica a construir iglesias?) Alguna suerte de represión psicológica domina a este individuo –cuyo rostro es tan feo como sus conceptos del mundo—de tal manera que quiere aplastar a la gente en masas vergonzosas de concreto reforzado, un material noble que debería usarse mejor para permitir una articulación aérea del espacio que podría sobrepasar el exuberante estilo Gótico. Su influencia cretina es inmensa. Un modelo de Le Corbusier es la única imagen que despierta en mí la idea del suicidio inmediato. Está destruyendo los últimos restos del goce. Y del amor, la pasión, la libertad.

—Ivan Chetcheglov

Quizá sea la primacía del registro espacial, con su énfasis en la visualidad, pero también su giro hacia la virtualidad, hacia la representación, lo que también da cuenta del retorno de la arquitectura a la prominencia en el imaginario de las artes, desplazando no sólo a la música sino al doble espectral de la arquitectura, el cine. Este cambio en la conducta de la vida cotidiana, y de la centralidad de la ciudad hacia dichos cambios, fue aparente para los Situacionistas, y el concepto de Debord de lo que denominaba “la sociedad del espectáculo” es mayor que cualquier instancia particular de la arquitectura o de las bienes raíces, y ciertamente mayor que las cuestiones relativas al cine o la televisión. El “espectáculo” de Debord denota esa naturaleza abarcadora de la cultura industrial moderna y “post-industrial.” Por lo tanto, Debord define al espectáculo no en cuanto a su representación por sí sola, sino también en cuanto a las relaciones sociales del capitalismo y su habilidad para subsumirlo todo en la representación: “El espectáculo no es una colección de imágenes; más bien, es una relación social entre personas mediadas por las imágenes.” Los elementos de la cultura estaban al frente, pero el enfoque estaba bastante apropiadamente del lado dominante de la producción.

El involucramiento de los Situacionistas con la vida de la ciudad incluyó una práctica que llamaron derivé. La derivé, una exploración de los vecindarios urbanos, una versión de la tradición decimonónica del flâneur, y una inversión del paseo burgués de los boulevares (preocupado como este último estaba con la visibilidad en torno a los otros, mientras que el flâneur se dirigía hacia su propia experiencia), articulado en el flujo relativamente libre de la vida orgánica en los vecindarios, una libertad del control burocrático, ese elemento dinámico de la vida también poderosamente detallado por Lefebvre y Jane Jacobs. Tanto Baudelaire como Benjamin le dieron prominencia al flâneur, y para finales del siglo XX el flâneur fue adoptado como una figura favorecida, si no es que menor, para arquitectos que deseaban añadirle un cachet peatonal a proyectos como los centros comerciales que imitan las plazas públicas –cerrando de esta manera con la idea de los espacios no administrados que los Situacionistas, por lo menos, se preocuparon por defender.

El mundo del arte occidental periódicamente ha redescubierto a los Situacionistas, quienes ocupan actualmente lo que un amigo ha descrito como una posición cuasi-religiosa, encarnando los deseos más profundos del aspirante a artista/revolucionario: estar simultáneamente en la vanguardia política y artística. La presencia fantasmal de los Situacionistas, incluyendo Debord, Asger Jorn, Raoul Vanegeim y Constant, predeciblemente se instalaron justo en el momento en que la idea de vanguardia desapareció. El dilema de advertencia que postularon fue cómo combatir el poder de la “cultura del espectáculo” bajo un capitalismo de avanzada sin seguir su decisión de abandonar el terreno del arte (como lo había hecho Duchamp anteriormente). Para referirse a esta pregunta, se requieren de contexto e historia. Continuemos con los eventos de los sesenta, en el momento de los Situacionistas –caracterizados por unas elevadas expectativas económicas para la generación de postguerra en Occidente y más allá, pero también por los disturbios y las revueltas, tanto internas como externas.

Para los sesenta, la desindustrialización estaba en el horizonte de muchas ciudades en los Estados Unidos y otras partes, conforme el traslado del capital de manufactura hacia áreas no sindicalizadas y en el extranjero comenzaba a gestarse, muchas veces apoyadas por políticas de estado. En una era de decadencia para las ciudades centrales, gracias a la suburbanización así como el traslado de las clases medias (blancas) y de las corporaciones, se requirió de una nueva transformación. Los barrios dilapidados de los centros de las ciudades se convirtieron en el foco de las administraciones de las ciudades que buscaron maneras de revivirlos mientras que, simultáneamente, extrajeron los servicios urbanos de los residentes pobres restantes, idealmente sin fomentar el desorden. En París, impulsados por el malestar social durante la Guerra con Argelia, la solución elegida abarcaba la pacificación por medio de la movilización policíaca y la evacuación de los residentes pobres hacia nuevos suburbios en los márgenes, o banlieues, uniendo la estrategia del rascacielos utópico con el destierro de postguerra de los pobres urbanos y las clases peligrosas. Para 1967, la falta de una viabilidad económica para los banlieues, y el estrés particular que sobrellevaron las amas de casa, estaba ampliamente reconocido, convirtiéndose en el tema de la cinta brillante de Jean-Luc Godard, Two or Three Things I Know About Her.

En otros países, por el contrario, la viabilidad de los “proyectos de vivienda” o “consejos de vivienda” para mejorar las condiciones de vida de los pobres ha sido cada vez más desafiados, y es un artículo de fe neoliberal que dichos proyectos no pueden tener éxito –una profecía cumplida por las políticas raciales encubiertas que se encuentran por debajo del asentamiento de estos proyectos y la selección de los residentes, seguido, en ciudades que desean desmantelarlos, por una consistente falta de financiamiento para mantenimiento y servicios. En Gran Bretaña, la solución thatcherista fue vender las casas a los residentes, con la racionalización de que los pobres se convierten en depositarios, con resultados que aun están por determinarse, (aunque los escollos resultan obvios). Con el fracaso de muchas estrategias de vivienda de postguerra iniciadas por el estado para los pobres ofreciendo una muestra clave de la doctrina urbana neoliberal, la arquitectura postmoderna se mostró dispuesta a deshacerse del humanismo a la luz de la ruina de las grandes proclamas del modernismo utópico. En los Estados Unidos, el comentarista Charles Jencks lo identificó destacadamente como “el momento del postmodernismo,” la implosión progresiva en 1972 –en una desconcertante coreografía muchas veces reescenificada hoy en día—del proyecto de vivienda de Pruitt-Igoe, un complejo modernista de 33 edificios en St. Louis, Missouri. Pruitt-Igoe, comisionado en 1950 durante una época de optimism de postguerra, había sido construido para alojar a aquellos que se habían mudado a la ciudad para trabajo de guerra –primordialmente afroamericanos proletarizados del sur rural.

El abandono del ampliamente sostenido paradigma del siglo XX, de la vivienda auspiciada por el estado y el municipio apropiadamente se unió a los otros retiros de la utopía que constituyeron las narrativas del postmodernismo. Ya sea que echaron a volar o que vendieron los proyectos de vivienda, subsecuentemente fueron adoptados con entusiasmo por muchas ciudades de Estados Unidos, tales como Newark y Nueva Jersey, que felizmente proveyeron un espectáculo mediatizado de desalojo y desplazamiento –pero hasta ahora no ha llegado a mi ciudad natal, Nueva York, principalmente porque, como cuestión de políticas, los proyectos de vivienda de Nueva York nunca han ocupado el centro de la ciudad. En la Nueva Orleans post-Katrina, sin embargo, el momento de la destrucción creativa schumpeteriana permitió la clausura total del Desarrollo Habitacional Público de Lafitte, mayormente sin daños, en el noveno distrito. (El proyecto fue demolido sin fanfarria ni bombo y platillo en 2008).

Durante la década de los sesenta, conforme los anteriores imperios metropolitanos conspiraban, luchaban y reforzaban para asegurar maneras alternativas para mantener un acceso barato a recursos productivos y materia bruta en el mundo post-colonial, las democracias de Occidente, debido al descontento entre los jóvenes y las minorías que se centraban en unas demandas cada vez mayores para adquirir agencia política, fueron diagnosticados por las elites de políticas como ingobernables. En unas ciudades, conforme los adultos de media clase y algunos “hippies” jóvenes se retiraban, otros grupos de personas, incluyendo estudiantes y familias de clase trabajadora, formaron parte de las iniciativas de vivienda que incluían equidad de sudor (en donde la municipalidad le otorga derechos de propiedad a aquellos que forman colectivos para rehabilitar propiedades en decadencia, generalmente aquellas en las que están viviendo) así como la ocupación ilegal (squatting). En las ciudades donde no tuvieron éxito, como lo han hecho en Nuevas York y Londres, para convertirse en centros de concentración de capital por medio de las finanzas, los seguros y bienes raíces, el movimiento de los squatters ha tenido una larga cola y sigue figurando en muchas ciudades europeas. En los Estados Unidos, el movimiento de hacienda urbana, primordialmente logrado por medio de la compra individual de casas antiguas, pronto se reconoció como una manera novedosa y más benigna de colonizar los vecindarios para sacar a los pobres. Estos nuevos residentes de clase media muchas veces se refirieron a ellos los intereses de bienes raíces y sus agentes de prensa –a no decir del entusiasta alcalde Ed Koch—como “pioneros urbanos,” como si los viejos vecindarios pudieran entenderse de acuerdo al modelo del Viejo Oeste. Estos desarrollos seguramente parecían orgánicos para los individuos que se mudaban; sin embargo, conforme las comunidades amenazadas comenzaron a resistirse, el proceso de transformación pronto adquirió un nombre: aburguesamiento (gentrification).

En algunas ciudades mayores, algunos de los colonos eran artistas, escritores, actores, bailarines y poetas. Muchos vivieron en viejos vecindarios; pero los artistas no sólo quieren departamentos sino espacios de trabajo y para vivir, y los espacios ideales eran fábricas en desuso o lofts para manufactura. En Nueva York, mientras que poetas, actores, bailarines y escritores se mudaban a estas viejas áreas residenciales de la clase trabajadora, como el Lower East Side, muchso artistas tomaron residencia en los vecindarios con lofts manufactureros cercanos. Los artistas habían estado viviendo en lofts desde por lo menos la década de los cincuenta, y mientras que la ciudad le guiñaba el ojo a estos residentes, seguía considerando su situación como temporal e incluso ilegal. Pero los artistas que moraban en los lofts siguieron agitando en pro de un reconocimiento y protección por parte de la ciudad, misma que pareció cada vez más posible conforme avanzaban los sesenta.

Un astuto observador de este proceso fue la socióloga urbana radicada en Nueva York Sharon Zukin. En su libro Loft Living: Culture and Capital in Urban Change, publicado en 1982, Zukin escribe acerca del papel de los artistas para hacer de la “vivienda de lofts” algo comprensible, e incluso deseable. Se enfoca en la transformación, comenzando a mediados de los sesenta, del distrito de hierro de Nueva York en un “distrito de artistas” que eventualmente fue nombrado Soho. En este destacado libro, Zukin nos plantea una teoría de cambio urbano, donde los artistas y el sector entero de las artes visuales –especialmente galerías comerciales, espacios dirigidos por artistas, y museos—son un motor primario que establece nuevos propósitos para la ciudad postindustrial, así como la renegociación de los bienes raíces para beneficio de las elites. Escribe:

Cuando vemos la vida en los lofts, en términos de terrenos y mercados más que como vinculado a un “estilo de vida,” cambia en el entorno construido con la apropiación colectiva de los bienes públicos…estudiando la formación de mercados…dirige la atención a inversionistas más que a consumidores como fuentes de cambio.

Zukin demuestra cómo este cambio de políticas fue llevado a cabo por las autoridades de las ciudades, entusiastas del arte, y mecenas bien colocados que servían en comisiones para el uso de propiedades y que ocupaban otros puestos de poder.

La creación de distritos de preservación histórica y las artes trajo una fascinación por los edificios antiguos y los estudios de artistas, hacia una apropiación colectiva de estos espacios para el uso residencial y comercial moderno. En el gran orden de las cosas, la vida en los lofts lograron el golpe de gracia a la vieja base manufacturera de ciudades como Nueva York, y trajo consigo el estadio final de su transformación hacia las capitales del sector servicios.

Recordándonos que “para la década de los setenta, el arte sugería nuevas plataformas para los políticos que estaban cansados de la pobreza urbana,” Zukin cita a un artista que regresa su mirada con pesar a la creación de Soho como un distrito que se dirigía a las necesidades de los artistas más que de los pobres:

En la audiencia final donde el Consejo de Presupuestos votó para aprobar a SoHo como distrito de las artes, hubo muchos otros grupos que ofrecían testimonios sobre otros asuntos. Los pobres en el sur de Bronx y en Bed-Stuy quejándose sobre ratas, control de rentas, y cosas así. El comité simplemente hizo de lado estas cuestiones y siguió su paso. No sabían cómo proceder. Luego, fueron con nosotros. Todos los secretaries de prensa estaban ahí, y los periodistas. Se encendieron las luces de klieg, y las cámaras comenzaron a rodar. Y todos estos tipos comenzaron a presentar discursos sobre la importancia del arte para Nueva York.

Una de tantas exhibiciones de Zukin es esta declaración publicada de Dick Netzer, un miembro prominente de la Corporación Asistencial Municipal de Nueva York, la agencia de rescate montada durante el casi cercano default fiscal en la ciudad de Nueva York:

Las artes podrán ser pequeñas en términos económicos, incluso en esta región, pero la “industria” de las artes es una de nuestras pocas industrias en crecimiento… La concentración de las artes en Nueva York es uno de los atributos que la hace distintiva, y distintiva en un sentido positivo: las artes en Nueva York son un imán para el resto del mundo.

Muchas ciudades, especialmente aquellas que carecen de sectores culturales significativos, establecieron otras estrategias de revitalización. Los esfuerzos por atraer corporaciones deseables a las ciudades postindustriales pronto provocó el descubrimiento de que fue el capital humano, en las personas de las elites gerenciales, cuyas necesidades y deseos deberían cubrirse. La provisión de supuestos atractivos para la calidad de vida, para atraer a estos sujetos de altos ingresos se convirtió en doctrina urbana, una fórmula que consiste en proveer deleites para los gerentes masculinos, bajo la forma de centros de convenciones y estadios deportivos, y para las esposas, museos, danza y la sinfónica. Un primer ejemplo de alto perfil del complejo de edificios como atractivo urbano propuesto lo ofrece el Detroit Renaissance Center de 1977, diseñado por John Portman, y se trata de un complejo de siete rascacielos pegados al río propiedad de General Motors, y que aloja sus cuarteles mundiales, incluyendo el edificio más alto en Michigan –entendido como un motor revitalizador para la ciudad de los autos que recientemente ha sido visto como la ejemplificación de la desindustrialización. Pero eventualmente, a pesar de todos los cortes tributarios financiado por los bonos paradójicamente otorgados a estos edificios, y todo el dinero dedicado a apoyar las artes, las ciudades no lograban construir una base tributaria corporativa adecuada, incluso después que la moda de salirse de la vida citadina se había revertido hacía tiempo. Esta estrategia ha seguido instituéndose, a pesar de sus fracasos, pero una mejor manera tuvo que encontrarse. La búsqueda de una mayor y mejor revitalización, y más y mejores imanes para los de altos ingresos y los turistas, posteriormente tomó un giro cultural, construyéndose a partir del éxito de los distritos de arte en las economías postindustriales.

En la turbulenta década de los sesenta, los miembros de la creciente clase media del “baby boom” de la postguerra, constituyeron una enorme cohorte de jóvenes. Mientras que la generación mayor vivían vidas que parecían girar mayormente alrededor de la familia y el trabajo, la generación siguiente parecía centrar la suya primordialmente a partir de fuentes distintas, más personales y consumistas, incluyendo la contracultura: la música, los periódicos, la moda barata y demás, junto con el rechazo de la “carrera” corporativa, el dominio mayoritario, los códigos de conducta represivos, y la “cultura de la muerte,” o militarismo (la guerra nuclear y Vietnam) –y muchas veces el rechazo al urbanismo, también. Este grupo, altamente visible, estaba siendo observado cuidadosamente para identificar sus gustos. La publicidad y el marketing, que ya estaba en lo que parecían ser niveles de saturación, podía segmentar el mercado, apuntando un grupo de mensajes a los consumidores tradicionalistas y el otro a los jóvenes, y la “cultura” se transformó en un ensamblaje de compras. El tema de la juventud era “revolución” –“revolución” política, sea esta real, imaginaria o, conforme se hizo gradualmente, centrada en el consumismo.

Constelaciones de elección de consumo fueron estudiadas por institutos de investigación, tales como el Stanford Research Institute (SRI), con base en Stanford, una universidad privada de elite en California. Fundada por el consejo de administración de Stanford en 1946, para apoyar el desarrollo económico de la región, SRI International, como es ahora conocido oficialmente, actualmente describe su misión como de “descubrimiento y aplicación de la ciencia y la tecnología para el conocimiento, el comercio, la prosperidad y la paz.” Fue forzada a salir del campus universitario hacia un estatus autónomo en 1970 por los estudiantes que protestaron en contra de sus investigaciones militares.

“Estilo de vida,” un índice para los cambios en el terreno del consumo, fue un neologismo de los sesenta que rápidamente se acomodó a la boca de todos. En 1978, el SRI anunció una métrica de estilo de vida, el “psicográfico” de Valores y Estilos de Vida (VALS), nombrado por Advertising Age como “uno de los diez primeros avances de los ochenta.” VALS, hoy en día, busca “descubrir el apropiamiento de product de una persona, sus preferencias de medios, hobbies, demográfica adicional, o actitudes (por ejemplo, sobre el calentamiento global).” (Sus categorías son innovadores, pensadores, emprendedores, creadores y sobrevivientes, los cuales articula en dimensiones primarias y secundarias.) La página web de VALS establece su conexión con otros vehículos de encuesta que proporcionan información de nivel, entre otras preferencias, sobre cómo cada uno de los ochos tipos de VALS usa, invierte y ahorra dinero. Datos tan detallados ayudaron a los mercadólogos a determinar tempranamente cómo confeccionar sus puntos de venta –incluso para cuestiones que deberían ser temas de debate en la plaza pública.

Por lo tanto, el concepto de gusto, uno de los principales marcadores de clase social –entendido aquí por la relación económica que uno tiene con los medios de producción—se transformó en algo aparentemente carente en la importancia jerárquica o relación con el poder. Más que representar una membresía en un grupo económico o incluso social, el gusto alínea a una persona con otras afinidades de consumo. En los sesenta, el paradigma greenbergiano, basado en el esquema kantiano de las facultades donde el gusto es el principal operador para las personas de sensibilidad, también se cayó. Mientras que sería absurdo combinar la facultad kantiana del gusto con el gusto del consumidor, sigue siendo un caso a establecer que las ideas que energizaron al arte de vanguardia cambian junto con los cambios en la visión social del mundo. En un momento pre-postmoderno, por así decirlo, cuando los artistas mostraron cierto pánico sobre el implacable ascenso del consumismo y la cultura de masas, y el Pop Art apostaba por una audiencia masiva, los términos de la cultura cambiaron.

Se le ha pedido bastante a los artistas, en toda era moderna. En eras previas, se les pedía a los artistas edificar a la sociedad para mostrar lo bueno, lo verdadero y lo bello. Pero tales expectativas se han vuelto cada vez más pintorescas conforme el arte ha perdido sus firmes conexiones con los poderes de la iglesia y el estado. Especialmente desde los románticos, los artistas rutinariamente han abrigado deseos mesiánicos, la añoranza por tomar una posición elevada en cuestiones sociales, para jugar un rol transformador en los asuntos políticos; esto puede finalmente entenderse como un correctivo necesario –aunque quizás sólo imaginario—a sus roles, tanto incómodos como inseguros, como serviles a la riqueza y el poder. Los artistas que trabajan bajo condiciones de mecenazgo han producido de acuerdo a un mandato, que los dejó expresar su dimensión personal primordialmente a través de los elementos formales de los temas elegidos. Para el siglo XIX, los artistas, ahora ya sin el apoyo de mecenas, quedaron en libertad para diseñar y seguir muchas aproximaciones distintas, tanto de forma como de contenido, incluyendo el realismo y el comentario social directo. Aun así, los nuevos clientes de la clase media, así como el estado, tenían sus propias preferencias y demandas, aun si cierto grado de trasgresión fue tanto anticipado y aceptado, aunque provisionalmente (el Salon des Refusés fue, después de todo, establecido por Napoleón III). El refugio fin de siècle en los argumentos formalistas, en el esteticismo, o en el “arte por el arte,” ha sido llamado por académicos como John Fekete, como una maniobra defensiva por parte de los artistas de avanzada de la época, estableciendo una distancia profesional de lo social y honrando las preferencias de su mercado de la alta burguesía, siguiendo un siglo marcado por revoluciones europeas y en medio de una militancia del trabajo industrial. En los Estados Unidos, la búsqueda del arte por parte de las elites sociales y políticas en los primeros cincuenta años del nuevo siglo había sido efectiva en la aculturación de los inmigrantes, y hasta cierto punto para la clase trabajadora nativa. Especialmente en el periodo de postguerra, la elevación de un arte formalista de avanzada otorgó una aproximación secular a lo trascendente. Las retóricas de mediados de siglo, en torno a la autonomía de las artes, por lo menos en Estados Unidos, reaseguraron al público conocedor que el formalismo, y, mucho más, la abstracción, constituiría un baluarte en contra de las inclinaciones totalitarias. Este entendimiento tácito había sido especialmente persuasivo en mantener a los artistas prudentes lejos del compromiso político durante la Guerra Fría en los cincuenta. Bajo estas condiciones, sólo el arte autónomo podría sostener ser un arte de crítica, pero el arte de avanzada, a no decir de lo abstracto, difícilmente podría esperar dirigirse a grandes números de personas. Por lo tanto, la “profesionalización” del arte también lo condenaba a ser un discurso altamente restrictivo.

Veamos al gusto no como una decisión que refleja a lo bien formado o a la virtud de la enunciación artística, sino a través del significado popular más amplio del ejercicio de la elección entre una serie de bienes, tangibles e intangibles (pero sobre todo los primeros) –esto es, como la expresión de un “estilo de vida.” El gusto ha expresado una membresía de clase y un estatus social en toda sociedad industrial moderna. En 1983, el historiador cultural estadounidense, y profesor de lengua Paul Fussell, autor del libro aclamado The Great War y Modern Memory (1975), publicó un libro corto y mordazmente agudo titulado Class: A Guide Through the American Status System. Habían tratados anteriores sobre las elites dominantes, tales como Power Elite del sociólogo americano C. Wright Mills o el artículo del lingüista británico Alan Ross, de 1954, sobre las distinciones entre los patrones de discurso de U y de no-U, donde U se refiere a la “clase alta” (una discusión que ocasionó un revuelo anglo-americano cuando fue tomado por Nancy Mitford) y Class: Image and Reality (1980), de Arthur Marwick, citado por Fussell. Fussell creó ese libro con la intención de ser una exposición popular de que el gusto no es un atributo personal, no más que una expresión de un agrupamiento “socioeconómico” definido, y en su prefacio alegremente describe las reacciones horrorizadas, incluso explosivas, que las personas de clase media mostraban con la mera mención de clase. Su cáustica descripción de los pasos en falso de la no-elite están bien situados en las categorías de la clase económica; cuando llega a una clase de gusto que denomina Clase X –de la cual se considera miembro— es donde se pierde, enamorado por este grupo heterogéneo de personas auto-actualizadas, mayormente de base universitaria y libres de las exigencias de los códigos sociales de vestimenta y comportamiento, que sólo se complacen a ellos mismos. Deberíamos reconocer en este grupo no sólo la expresión de la contracultura, ahora adulta y de educación superior, sino también la mina de oro que acababa de comenzar a cabildearse intensamente por los mercadólogos de nichos, la “clase creativa” –una formación y un proceso social que parece haberse escapado de la vista de Fussell.

Un par de décadas después, en 2000, el ideólogo conservador y figura mediática de Estados Unidos, David Brooks, en su libro best seller Bobos in Paradise: The New Upper Class and How They Got There, señala en broma que “los valores contraculturales se han integrado al mundo de los negocios –la única esfera de la vida en Estados Unidos donde las personas siguen hablando de fomentar la ‘revolución’ y son tomados en serio.” Su tesis es que, en esta nueva era de la información, los miembros de la elite altamente educada “tienen un pie en el mundo bohemio de la creatividad, y otro en el ámbito burgués de la ambición y el éxito mundano.” Las ocurrencias mordaces sostienen el triunfo del capital por encima de cualquier otro mundo político posible que los jóvenes distintos a él, en las democracias occidentales y particularmente en Estados Unidos, esperaban crear:

Para ahora, todos estamos familiarizados con los ejecutivos modernos, que han pasado del SDS al CEO, del LSD al IPO. Efectivamente, a veces da la impresión de que el movimiento para la Libertad de Expresión produjo más ejecutivos corporativos que el Harvard Business School.

Para decodificar un poco: “SDS” denota al emblemático grupo radical de los sesenta, Students for a Democratic Society; “IPO” quiere decir la Oferta Pública Inicial de una corporación; y el movimiento para la Libertad de Expresión fue el movimiento estudiantil de la elitista (aunque pública) Universidad de California en Berkeley, la cual agitó en diversos frentes, encendiendo a los movimientos estudiantiles mundiales de los sesenta.

La intelligentsia francesa han extraído burlonamente el neologismo de Brook, “Bobos” de su análisis celebratorio, y vale la pena indagar en el libro, sólo por su concentración en las clases de gustos y su relación con el poder y la influencia, y, menos centradamente, su relevancia para la literatura y la crítica. Brooks rastrea a sus antepasados intelectuales en “el mundo y las ideas de mediados de los cincuenta,” declarando regresivamente:

[M]ientras que la fiebre y el fervor de los sesenta se han incinerado ya, las ideas de estos intelectuales de los cincuenta [William Whyte, Jane Jacobs, J.K. Galbraith, Vance Packard, E. Digby Baltzell] siguen teniendo resonancia.

Al bajar las expectativas de rigor, Brooks se refiere a su obra como una “sociología cómica.” Le hace cumplidos a sus lectores por sus gustos peculiares, mientras que ignora aquellos que no se acomodan a su clase de gusto de consumidor. El patrón de “consumo conspicuo” descrito primero por Thorstein Veblen en The Theory of the Leisure Class, publicado en 1899 durante la era de los barones ladrones, aparentemente no se acomoda en las preferencias de los Bobos, que a diferencia de la clase empresarial de la era dorada (pero no, debe señalarse, la técnica), prefieren gastar mucho dinero en cosas que parecen ser útiles y “virtuosas” –un adjetivo muchas veces empleado irónicamente en los Bobos.

Una década después, la sabiduría tolerante y despreocupada de la benigna clase-en-ascenso de los “Bobos” ahora parece efímera, ya que en el interim los ricos ostentosos nos han dirigido hacia guerras aplastadoramente caras, han destruido los mercados financieros, han restaurado el nepotismo, y han movilizado a la vieja clase trabajadora y a los moradores rurales que usan una mezcla peligrosa de discurso de odio sin sentido para tomar y mantener el control político, mientras se vuelven mucho más ricos. Al reseñar a Brooks, Russell Mokhiber escribe:

La mayoría de las personas en Estados Unidos (a no decir el mundo) no comparten la riqueza expandida [de los Bobos] y pueden tener visiones marcadamente distintas en torno a temas importantes, incluyendo conceptos de “meritocracia,” justicia, regulación de gobierno y una distribución equitativa de la riqueza. Para esta mayoría de la población, más confrontación, no menos, podría ser lo que se encuentra en puerta.

Poco después del colapso de la Nueva Economía milenaria, que supuestamente levantaría a todos los barcos, Richard Florida, en su libro best seller, The Rise of the Creative Class (2002), instituyó una manera de hablar sobre los efectos de las necesidades y elecciones del grupo target de Sharon Zukin, así como, más ampliamente, el de Brooks y Fussell, que enmarcó el posicionamiento de la “clase creativa” –ese grupo de cooperativa—como un mapa vivo para los planeadores urbanos.

Los cambios en el paso de siglo, de la composición de la clase productiva en los Estados Unidos y Europa occidental, como resultado de la “globalización” –donde el trabajo industrial de masas se fue al Este y al Sur y el trabajo técnico de cuello blanco en las industrias en desarrollo ascendió durante el boom del “dot com”—llevó a especulaciones posteriores sobre la naturaleza de estos trabajadores, pero aprentemente estos fueron esfuerzos más sólidamente empíricos que los de la rendición engañosa de Brooks. Luego llega Richard Florida, que es profesor de la Universidad Carnegie Mellon, en la Pittsburgh postindustrial, con teorías que están al servicio del deseo continuo de municipalidades como la de Pittsburgh, para atraer a esos trabajadores de altos ingresos de la clase media.

SEGUNDA PARTE: LA CREATIVIDAD Y SUS DESCONTENTOS

La cultura es la mercancía que vende a todas las demás.

--Slogan situacionista

Poco después del colapso de la Nueva Economía milenarista, que supuestamente ayudaría a elevar todos los botes, Richard Florida, en su libro best seller, The Rise of the Creative Class (2002), instituyó una manera de hablar sobre la “clase creativa” –la misma clase que se puso al centro del escenario por Sharon Zukin, David Brooks y Paul Fussell—de manera tal que se enmarcó como el grupo meta y como el blueprint en vida para los planificadores urbanos.

Florida puede ver a esta clase, sus necesidades y elecciones, como los salvadores de las ciudades, pero no acoge ningún interés en su potencial de liberación humana. Cuando Robert Bruininks, presidente de la Universidad de Minnesota, le preguntó en una entrevista, “¿Cómo ves el papel político de la clase creativa –ayudará a conducir a la sociedad en una dirección mejor y más justa?” Florida, de acuerdo con un miembro de la facultad, Ann Markusen, quedó completamente imposibilitado de dar una respuesta. Aquellos que enmarcan la noción de una clase poderosa de personas creativas –una clase denominada “los creativos culturales” por Paul H. Ray y Sherry Ruth Anderson, en su libro con el mismo título, publicado en 2000, ven a este grupo como progresivo, socialmente comprometido y espiritual, aunque generalmente sin afiliación religiosa, y por lo tanto activos en movimientos encaminados al cambio político y social. En general, sin embargo, la mayoría de los observadores de “creativos” se concentran en clases de gusto y cuestiones de estilo de vida, y son evasivos con respecto a la relación de los creativos con la organización social y el control.

Richard Lloyd, en Neo-Bohemia: Art and Commerce in the Postindustrial City, contrario a Ray y Anderson, encuentra no sólo que los artistas y los hipsters son cómplices del capital en el ámbito del consumo, pero, adicionalmente, que en su papel como trabajo casual (“trabajo útil,” en términos de Lloyd), ya sea como prestadores de servicio o como diseñadores freelance, también sirven muy bien al capital. Los Situacionistas, claro, insistían en unir los regímenes culturales con la transformación urbana y la organización y regulación del trabajo. Sharon Zukin, en Loft Living, ofreció un análisis sociológico sobre el papel de los artistas en los escenarios urbanos, su habitat acostumbrado. Pero los asuntos urbanos, el análisis sociológico y cultural, y los marcos de juicios han cambiado y se han expandido desde el trabajo de Zukin, de 1982. En su libro The Expediency of Culture (2001), George Yúdice nos lleva a considerar el tema más amplio de la “culturalización” de la política y los usos y contra-usos de la cultura. Concentrándose especialmente en los Estados Unidos y Latinoamérica, su preocupación principal es la de explicar cómo la cultura ha sido transformada en un recurso, disponible tanto para las entidades gubernamentales y grupos de población. Cita la obra de Fredric Jameson en torno al “giro cultural” de principios de los noventa, en donde sostiene que lo cultural ha explotado “a través de todo el ámbito social, al punto que todo en nuestra vida social –desde el valor económico y el poder del estado a las prácticas sociales y políticas, así como la estructura misma de la psiqué—puede decirse que se volvieron ‘culturales.’ Yúdice invoca al concepto de Michel Foucault de gobernabilidad, principalmente, el manejo de poblaciones, o “la conducta de la conducta,” como la matriz para el cambio de servicios bajo el neoliberalismo, de los sectores estatales a los culturales. Las teorías de Foucault sobre la internalización de la autoridad (así como las de Lefebvre y Freud) seguramente son útiles para discutir la pasividad aparente de los trabajadores del conocimiento y las clases educadas en general. Yúdice privilegia las teorías de performatividad, particularmente las de Judith Butler y de Eve Kosovsky Sedgwick, por encima de la “sociedad del espectáculo” de los situacionistas, describiendo cómo las identidades, incluyendo las identidades de “diferencia,” son ejecutadas en el escenario montado por distintas instituciones de mediación. En efecto, posicional al modelo de marketing de la postguerra –“la ingeniería del consentimiento,” para usar la potente y ampliamente citada frase de Edward Bernays—en el corazón de la política contemporánea e invoca la estetización de la política (¡la sombra de Walter Benjamin!) que ha sido completamente aparente en los Estados Unidos desde la administración de Reagan. Como he sugerido, esto canaliza mucha contestación política en las sociedades de avanzada para los ámbitos de consumo, desde la compra de los artículos apropiados hasta las firmas que avanzan el activismo político y envían el dinero a ONG’s, hasta la táctica corporativa de apelar a los mercados de base identitaria, tales como los públicos gays, femeninos o “Latino”; pero también la necesidad corporativa por fomentar tales identidades al contratar prácticas en nombre de la responsabilidad social.

Al considerar el papel de la cultura en las sociedades contemporáneas, puede ser útil ver el linaje y derivación del concepto de clase creativa, comenzando con las observaciones sobre la creciente importancia económica y social de la produccióny manipulación de información.

La importancia del grupo de trabajadores variadamente conocido como los trabajadores de conocimiento, analistas simbólicos, o, últimamente, creativos, fue reconocida para finales de los cincuenta y sesenta. Peter Drucker, el muy cotizado “guru” de las gerencias, se lleva el crédito de acuñar el término “trabajador del conocimiento” en 1959, mientras que el término posterior de “analista simbólico” viene del economista Robert Reich.

Clark Kerr, anteriormente abogado laboral, se convirtió en presidente de la Universidad de California, a mediados de los sesenta. Este sistema universitario estatal, que tenía un plan maestro de crecimiento agresivo que se extiende hasta el cambio hacia el siglo XXI y más allá, fue la insignia de las universidades públicas en Estados Unidos, y estableció el punto de referencia para las instituciones educativas públicas en los Estados Unidos y otras partes; se perfilaba como la incubadora de las tropas de la clase media y las elites de un superpoder moderno entre naciones, en un mundo políticamente dividido. La visión educativa transformadora de Kerr se basaba en la producción de trabajadores de conocimiento. Kerr –el hombre contra quien se dirigían muchas de las energías del movimiento de Libertad de Expresión de Berkeley, burlonamente invocado por David Brooks—acuñó el término de la “multiversidad” en una serie de conferencias que ofreció en Harvard en 1963. Era la creencia de Kerr, que la universidad era “un instrumento principal para los propósitos nacionales.” En su influyente libro, The Uses of the University, Kerr escribió:

Lo que el ferrocarril hizo para la segunda mitad del siglo pasado, y el automóvil para la primera mitad de este siglo, puede ser logrado para mediados de este siglo por la industria del conocimiento.

El sociólogo Daniel Bell, en sus libros The Coming of Post-Industrial Society (1973), y Cultural Contradictions of Capitalism (1976), estableció los términos del discurso sobre la organización del trabajo productivo (aunque el visionario reformista educativo Ivan Illich aparentemente usó el término “post-industrial” anteriormente); Richard Florida identifica a Bell como una poderosa influencia. El término post-fordismo, que primordialmente describe los cambios en el mandato y control de la organización del proceso de producción, es un término preferido del arte para la organización actual del trabajo en las economías de avanzada, que retiene un sentido de continuidad con fases previas de organización capitalista, más que sugerir un rompimiento radical, que resulta del surgimiento de las economías de información y cambios en el modo de conducir y manejar el proceso laboral.

Las teorías de post-fordismo caen en distintas escuelas, que no puedo explorar aquí, pero generalmente incluyen un énfasis en el surgimiento de las industrias del conocimiento, por un lado, y las industrias de servicio por el otro; en el consumo y los consumidores, así como en los trabajadores productivos; en la fragmentación de la producción masiva y el mercado masivo en la producción dirigida a grupos especializados de consumidores, especialmente aquellos de demandas más elevadas; y en una decadencia en el papel del estado y el surgimiento de las corporaciones y mercados globales. El trabajo ejecutado bajo condiciones post-fordistas en las llamadas industrias del conocimiento y los campos creativos ha sido caracterizada como “trabajo inmaterial,” un término (muy discutido) planteado por el filósofo autonomista italiano Maurizio Lazzarato. Dentro o traslapándose con la amplia categoría del trabajo inmaterial se encuentran tipos de trabajo considerados como “trabajo afectivo” (Hardt y Negri); estos incluyen no sólo la publicidad y las relaciones públicas –y, muchos artistas sostendrán, el arte—sino todos los niveles de trabajo en los cuales el trabajador se enfrenta al público, donde se incluyen muchas industrias de servicio, y eventualmente permea a la sociedad en general. En “Estrategias para el Emprendedor político,” Lazzarato escribe:

Si la fábrica ya no puede verse, no se porque ha desaparecido, sino porque se ha socializado, y en este sentido se ha vuelto inmaterial; una inmaterialidad que no obstante sigue produciendo relaciones sociales, valores y ganancias.

Estas categorías se ven muy distintas a las de Florida.

Andrew Ross escribe que el concepto de clase creativa deriva de la Australia del Primer Ministro Paul Keating a principios de los noventa, bajo la rúbrica “industrias culturales.” El gobierno del New Labour de Tony Blair usó el término “industrias creativas” en 1997 en la redefinición de marca de la Gran Bretaña como la Cool Britannia. El Departamento de Patrimonio Nacional se renombró como el Departamento de Cultura, Medios y Deportes (DCMS) y promovió el optimismo tecnológico, un culto a la juventud, y, en palabras de Ross, “una innovación auto-dirigida en las artes y los sectores de conocimiento.” Tanto Ross como el psicólogo social Alan Blum se refieren a la centralidad de la idea de reinvención constante –de la firma y de la persona—como el sello distintivo de las condiciones ideales de la clase creativa. Ross apunta hacia el encanto de la idea de las “industrias creativas” hacia una colección amplia de naciones, grandes y pequeñas, entre las cuales nombra a Canadá, los Estados Unidos y Rusia y China –debemos añadir a los Países Bajos a esta lista—mucho antes que la configuración particular de Florida hubiese cambiado el énfasis lejos de las industrias y hacia la persona misma de sus moradores, y a la biopolítica.

Al describir a la “clase creativa,” Florida acredita a Paul Fussell y le ofrece un reconocimiento a David Brooks. A pesar de construir a partir de escritores como David Harvey y quizás a otros teóricos no nombrados en la izquierda, Florida ofrece el prospecto de una categoría de “recursos humanos” que, en su fuero interno y casi sin costo a nadie más que a ellos mismos, pueden rehacer tu ciudad conforme a tus gustos. En vez de retratar el derecho de la ciudad, como Harvey lo denominó, como el resultado de la lucha, el camino a la acción de Florida está basado en la inevitabilidad del cambio social, donde la clase trabajadora y los pobres ya hubieren perdido. Hablaré un poco más acerca de esto después, pero primero, consideraré a la clase creativa como tal.

Lo que Florida ha llamado el surgimiento de la clase creativa, Sharon Zukin lo llamó, en Loft Living, el modo artístico de producción. Zukin, que en realidad nunca explica su frase, describe la producción de valor y del espacio mismo, interpretable en los términos de Lefebvre. Mientras que Zukin trazó el proceso entero desde su inicio hasta su actual condición, desentrañando los elementos estructurales necesarios para conseguir la transformación urbana y demostrando cómo dichos cambios afectan a los residentes y a las clases interesadas, desde el punto de vista de Florida, el proceso desaparece en un fárrago de números estadísticos y marcadores empíricos con los cuales puede indexarse el éxito de la clase creativa. Crucial para el análisis de Zukin, está el desplazamiento eventual de los artistas, un desarrollo que no es referido en Florida, cuya clase creativa agrupa a los de altos ingresos en las industrias que se extienden más allá de los artistas, cuya mayoría no obtienen grandes ingresos.

Zukin ya había demostrado que, integral al modo artístico de producción, se encuentra la expansión gradual de la “clase artística,” sugiriendo cómo la definición de “artista” se expandió y cómo la epistemología del arte cambió para acomodarse a las sensibilidades de la creciente clase media. Zukin, a escribir en 1982, afirma:

La nueva visión del arte como una “manera de hacer” más que como una “manera de ver” distintiva también afecta la manera como se enseña el arte. Por un lado, el “tremendo énfasis en la producción” que (el crítico modernista) Harold Rosenberg condena, dio nacimiento a una generación de practicantes más que de visionarios, de imitadores más que de innovadores. Conforme los artistas profesionales se volvieron más simplistas al sacar técnicas visuales de su estética y contexto social, con el mismo simplismo se defendían con discursos de conceptos y metodología. Por otro lado, la enseñanza del arte como “hacer” hizo al arte menos elitista… Cualquiera, en cualquier parte puede esperarse legítimamente que sea un artista…haciendo del arte algo más “profesionalizado” y más “democratizado.” … Esto fue lo que abrió al arte como carrera.

Zukin nos ofrece una agria observación hecha en 1979 por Ronald Berman, anterior presidente del National Endowment for the Humanities (el Fondo Nacional para las Humanidades):

El arte es cualquier cosa que tenga intenciones creativas, donde la palabra “creativa” ha sido extraída del ámbito de los logros y aplicado a otro ámbito por completo. Lo que quiere decir hoy en día es una actitud en torno al ser; y pertenece no a la estética sino a la psicología popular.

No puedo referirme a los cambios que ha tenido el concepto del arte, o la manera como sus modelos de enseñanza a través del periodo de postguerra –sujeta a un escrutinio y contestación perpetua, dentro y fuera de la academia. Un punto central, sin embargo, es que la cantidad de personas que se dice a sí misma artista ha incrementado enormemente desde los sesenta, conforme los parámetros de esta identidad han cambiado.

Florida entra en un punto fundamental en este proceso, donde lo que es esencial para las ciudades ya no es el arte, o las personas que lo hacen, sino la apariencia de que se está haciendo en alguna parte cercana. Como académico sobre políticas, Florida se presenta apoyando la base económica, no la del estilo de vida, de los agrupamientos de clase, tal y como debe hacerlo, ya que su definición de “clase creativa” se basa en modos de actividad económicamente productiva. Los datos económicos, sin embargo, terminan dejando de ser integrales a su análisis, mientras que el uso donde coloca su categoría depende fuertemente del estilo de vida y las elecciones de consumo, y Florida incluye en la clase creativa la subcategoría de los gays así como categorías de “diferencia,” que son tanto raciales/étnicas, e incluyen otros agrupamientos relativos a la identidad, independientes del empleo o la actividad económica. Esto no contradice el hecho que estamos hablando de clases y de ingresos. Aunque la tolerancia de la “diferencia” que figura en el escenario de Florida ciertamente debe incluir a personas de color que trabajan en los niveles más bajos de las categorías de servicio, quienes aparecen en concentraciones significativas en las localidades urbanas (aun cuando se van a casa en alguna otra localidad), la clase creativa no son empleados de salarios bajos o de los niveles inferiores del sector servicios, y los artistas, ciertamente, siguen siendo decepcionantemente blancos.

El esquema de Florida está influenciado por textos económicos y sociológicos americanos básicos –incluyendo la poderosa descripción de Erik Olin Wright sobre la nueva clase profesional-gerencial (a veces llamada la nueva pequeña burguesía para diferenciarla de la “vieja pequeña burguesía,” una clase de pequeños tenderos, cuyas fortunas en caída y visión tradicionalista del mundo los han dejado desafectos o enfurecidos). Pero las categorías de Florida derivan más directamente de los códigos del Standar Ocupational Classification (Clasificación Estándar de Ocupación) del gobierno. Su agrupación de la clase creativa incluye “un amplio grupo de profesionales creativos de los negocios, las finanzas, leyes, salud y campos relacionados,” que “se involucran en la resolución de problemas complejos, relacionados con una gran cantidad de juicios independientes y que requiere de altos niveles de educación de capital humano.” Dentro de estas se encuentra un “núcleo súper creativo de personas en la ciencia y la ingeniería, la arquitectura y el diseño, la educación, las artes, música y entretenimiento…(cuyo) trabajo consiste en crear nuevas ideas, nuevas tecnologías y/o nuevos contenidos creativos.”

Doug Henwood, en una crítica de la izquierda, señala que la clase creativa de Florida constituye un 30 por ciento de la fuerza laboral, y el “núcleo súper creativo” como el 12 por ciento. Al examinar una categoría de súper-creativos, “todos aquellos en ocupaciones de computadoras y matemáticas,” Henwood sostiene que algunos de estos trabajos “sólo pueden ser tendenciosamente clasificados como súper creativos.” Las categorías de la SOC ponen a los trabajadores de los centros de llamado asistencial y a los programadores de computadoras en la categoría de IT, pero los trabajadores de los centros de llamado asistencial seguramente no vivirán sus trabajos como creativos, sino “más seguramente como monótonos e incluso faltos de capacidades.” Lo que destaca de la imagen de Florida es, primero, no sólo la insistencia entre los ganadores y los perdedores, sobre los creativos y los no creativos –recordando las divisiones laborales que encontramos en la novela distópica de Aldous Huxley Un mundo feliz—sino en la convicción implícita de que las categorías laborales finalmente sí proporcionan la única fuente de agencia real, independientemente de su contenido. Segundo, el valor de los no creativos es que son la naturaleza para la cultura de los creativos, femeninos para sus masculinos, operando como el telón de fondo y materia bruta, y finalmente como apoyo necesario, como trabajadores de servicios. Enfatizando la utilidad de las conversaciones casuales en la calle, a la Jane Jacobs, Florida trata a la gente pequeña de la calle como una fuente potente de ideas, un punto de vista sensiblemente moderno (o modernista).

En una consideración en línea sobre la tesis de Florida, el economista de Harvard Edward Glaeser, un crítico con tendencias de la derecha, expresa admiración por el libro de Florida, como una interesantemente escrita popularización de la máxima urbanista, generalmente aceptada, de que el capital humano impulsa al crecimiento, pero no logra encontrar algún valor añadido al ver el capital creativo como una categoría separada. Glaeser escribe:

La presencia de habilidades en el área metropolitana puede incrementar la nueva producción de ideas y la taza de crecimiento de los niveles de productividad, pero si Florida quiere argumentar que existe un efecto por parte de los tipos bohemios, creativos, por encima del efecto del capital humano, entonces aparentemente esto debería mostrarse en los datos.

Glaeser ejecutó regresiones estadísticas en los datos de crecimiento poblacional en cuantro medidas: (1) las participaciones de trabajadores locales en el “núcleo súper creativo”; (2) patentes per capita en 1990; (3) el Índice Gay, o el número de personas con parejas gays en el área relativa a la población total; y (4) el Índice Bohemio –el número de tipos artísticos relativos a la población general.

Glaeser concluye que en todas las regresiones, los efectos primarios sobre el crecimiento de la ciudad resultan del nivel educativo más que en cualquiera de las mediciones de Florida, y que de hecho en todas salvo en dos ciudades, “la población gay tiene un impacto negativo.” Concluye:

Ciertamente no interpretaría esto como algo que sugiere que los gays son malos para el crecimiento, pero sí me mantendría bastante sospechoso de sugerir a los alcaldes que la manera correcta de impulsar el desarrollo económico es atrayendo una población gay mayor. Existen muchas buenas razones para ser tolerante, sin estar tejiendo una historia sin fundamente sobre cómo la bohemia ayuda al desarrollo urbano.

Y adicionalmente:

No existe evidencia que sugiera que existe algo en esta diversidad o bohemia, una vez que controlas para el capital humano. Como tal, los alcaldes podrían aprovechar mejor si se enfocan en los bienes básicos deseados por estas habilidades, que pensar que existe una rápida compostura relacionada con la creación de un centro de la ciudad cool y bohemio.

Max Nathan, un urbanista inglés en el Centre for Cities, un instituto independiente de investigación en Londres, observa que “no hay mucha evidencia para una sola clase creativa en los Estados Unidos o Gran Bretaña. Y aunque el conocimiento, la creatividad y el capital humano se vuelven más importantes en la economía actual, más de veinte años de teoría de crecimiento endógeno ya nos está diciendo esto.” Concluye diciendo, “La creativiad y lo cool son el glaseado, no el pastel.”

La socióloga estadounidense Ann Markusen, de izquierda pero en concordancia con Glaeser, nos advierte adicionalmente que “la creatividad humana no puede refundirse con años de educación.” Algunas de las ocupaciones incluídas en la muestra de Florida no aluden al pensamiento creativo, mientras que muchas tareas manuales hacen justo eso; adicionalmente, difícilmente necesita señalarse que las cualidades y atributos humanos no son en sí mismos simplemente producidos por la educación.

El uso que hace Florida de las categorías del SOC del gobierno, aglomerando a los artistas y los bohemios con todo tipo de trabajadores de las IT (Information Technologies) y otros que no están ni remotamente interesados en el arte o la bohemia, se han identificado por muchos otros observadores –quizás especialmente aquellos involucrados en el mundo del arte—como una falla deslumbrante. Florida no logra identificar los intereses divergentes de empleadores y gerentes, o de trabajadores jóvenes y más viejos, en las elecciones sobre dónde vivir: parece ser, por ejemplo, que los jóvenes se mudan a la ciudad mientras que los trabajadores más viejos se mudan a los suburbios, donde los gerentes tienden a agruparse. Pero el libro de Florida encontró a su público dispuesto no entre los economistas políticos sino en un subconjunto de diseñadores de políticas municipales y gestores de financiamiento gubernamental, y en grupos de empresarios.

Como sugiere Alan Blum, el trabajo de Florida se dirige a las ciudades de “segundo piso” que buscan “una ‘identidad’ (como si fuera mercancía) que pudiera modelarse a partir de los materiales del presente.” Las ciudades de segundo piso tienden a glorificar la acumulación de amenities (instalaciones, servicios, comodidades) como un medio de salvación de una historia indistinta, una oportunidad para desarrollar y establecer flexibilidad. La crítica de Blum enfatiza la banalidad perogrullada de la visión de ciudad de Florida, con su calidad no-dialéctica y su eliminación de la diferencia a favor de la tranquilidad y previsibilidad, conforme instancia como política el sueño infantil de crearse perpetuamente a uno mismo de nueva cuenta. En mi estimación, las sociedades escandinavas parecen haber enfrentado al mundo de postguerra borrando la historia y re-presentándose como fábricas de diseño; al visitar el museo de diseño de Copenhague, me sorprendió que una enorme inscripción en la pared en la exhibición del gran diseñador Arne Jacobsen enfatizó tanto su completa falta de “interés en la Utopía” y su afición por las franelas blancas de tennis. Uno puede pensar en muchas ciudades, regiones y naciones que preferirían trascender un modo previo de organización económica, sea esta rural o fordista, a favor de una nueva imagen brillante de viabilidad postindustrial. El fracaso colectivo de la imaginación puede extenderse a pueblos enteros, a través de la selección re-creativa, o la franca eliminación, de la memoria histórica. Todo el espectro de la tesis de la clase creativa se centra en el manejo implícito de poblaciones, por medio de controles internalizados: en esencia, la gobernabilidad de Foucault.

Florida estaba dando clases en Carnegie Mellon, en la ciudad de Pittsburgh (cinturón de la manufactura) cuando formuló su tesis, pero posteriormente se mudó a la Universidad de Toronto, donde ahora encabeza el Instituto de Martin Prosperity en la Rotman School of Management, y es Profesor de Negocios y Creatividad. Su sitio en la web lo etiqueta como “autor y líder de pensamiento.” Florida ha desarrollado una carrera robusta como experto y consultor de management para entidades más inclusivas que firmas o industrias individuales. La consultoría de management es un campo altamente lucrativo que se centra en la identificación de estructuras de organización laboral y en métodos de organización de trabajadores de una manera persuasiva para la gerencia. La teoría del managemente, sin embargo, incluso en la época de industrialización de la década de los veinte, muchas veces ha sostenido que la creatividad y las relaciones interpersonales transformarían al management, conduciéndose al final de las jerarquías verticales y a una armonización de los intereses de los trabajadores y la gerencia.

Hablando en términos personales, a principios de los setenta trabajé en una pequeña compañía editorial, asesorada por Peter Drucker, en el sur de Califrnia, a la cual Drucker, el ídolod del management que entonces se encontraba en la cúspide de su fama, visitaba con regularidad. Se nos enseñó a considerar la herramienta gerencial llamada Grupo Y, ampliamente usada por las compañías japonesas, como el nuevo evangelio de las relaciones empleado-gerencia. Como concepto, el Grupo Y puede rastrearse hasta Douglas McGregor, profesor en la Escuela de Management de MIT. Influído por el psicólogo social Abraham Maslow y sus en aquel entonces populares teorías sobre la actualización personal, McGregor promovió la idea de los empleadores y los trabajadores como recursos humanos. En The Human Side of Enterprise (1960), McGregor desarrolló su muy influyente paradigm del manejo de empleados y la motivación, en donde la gerencia se caracteriza por uno de dos modelos opuestos, Teoría X y Teoría Y. En la Teoría X, las personas son vistas como renuentes al trabajo y renuentes al riesgo, desinteresados en las metas organizacionales, y que requieren de un fuerte liderazgo, así como incentivos monetarios. En la Teoría Y, por el contrario, se ve al trabajo como disfrutable y a las personas como naturalmente creativas y autodirigidas, si se comprometen a los objetivos del trabajo. (McGregor, poco realista, deseaba que su libro pudiera usarse como una herramienta de auto-diagnóstico para gerentes, más que como un rígido recetario.) Construyedo a partir de la teoría de McGregor, y mucho después que abandoné esa tienda editorial buscadora de la dicha, William G. Ouchi invocó la Teoría Z para llamar atención al estilo gerencial de los japoneses.

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Douglas McGregor's diagrams for Theories X and Y identifying different attitudes in the workplace.

Comenzando a principios de los sesenta, el management japonés hizo un uso extensivo de los “círculos de calidad,” inspirados por las lecciones de postguerra de los estadísticos estadounidenses W. Edwards Deming y J.M. Juran, quienes recomendaron invertir la proporción estadounidense de la responsabilidad para el control de calidad otorgada a los gerentes e ingenieros de línea, que se mantenía a 85 por ciento para los gerentes y 15 por ciento para los trabajadores. Como explica el Business Encyclopedia, los círculos de calidad japoneses se reúnen semanalmente, muchas veces en los tiempos propios de los trabajadores y muchas veces dirigidos por los capataces. “Los círculos de calidad proporcionan un medio para que los trabajadores participen en los asuntos de la compañía y para que la gerencia se beneficie de las sugerencias de los trabajadores… Las sugerencias de los empleados aparentemente crean billones de dólares de beneficios para las compañías.” Ahora, sin embargo, de acuerdo con el New York Times, la organización japonesa de negocios se acerca rápidamente a las normas y prácticas predominantes en los Estados Unidos.

El Management siempre está buscando nuevas líneas de riesgo; después de todo, el avance y compensación de los gerentes dependen de la apariencia de innovación. Hace unos años, en un interesante “exposé” en la revista Atlantic, Matha Stewart, anterior socia en una firma de consultoría, caracterizó la teoría del management como una aparente filosofía altamente redituable de la sociedad humana, más que una visión científica informada sobre las relaciones sociales de las actividades productivas, ya que es así como se publicita. Stewart compara la teoría dominante de la producción conocida como taylorismo con la de Elton Mayo. El taylorismo, nombrada así a partir del consultor de cambio de siglo Frederick Taylor, fue un método (la del estudio de movimientos, pronto aliada al marginalmente más humanista estudio de tiempos de Frank y Lillian Gilberth) para analizar el proceso laboral para obtener más de los trabajadores. La teoría gerencial de Mayo, formulada un poco después, se basa en el fomento a la cooperación de los trabajadores. Caracterizando a la primera como racionalista y a la segunda como la corriente humanista de la filosofía gerencial, Stewart sostiene que simplemente se continúa en estos dos campos antiguos. El antropólogo David Graeber escribe que campos como la política, la religion y el arte dependen no en valores y datos derivados del exterior sino en consensos de grupo. Como muchas ideas de peso en la economía y la política, la inadecuación empírica y el poder predictivo defectuoso no son barreras para el éxito. Una nueva narrativa siempre es un medio poderoso para remover un poco las cosas; como el psicólogo austríaco del siglo XX Hans Vaihinger lo planteó en su libro Philosophie des Als Ob (“La filosofía del como si”), una persona necesita una historia dominante, independientemente de la realidad, y entonces, al parecer, también cualquier otra entidad u organización, especialmente cuando requiere un poder persuasivo para obtener recursos de otros. Desde el advenimiento del neoliberalismo en los ochenta, por ejemplo, aquellas nuevas cabezas corporativas que inmediatamente despiden al 20 por ciento de la fuerza laboral, se ha demostrado que lo hacen mejor por ellos mismos independientemente de los resultados, a pesar del hecho que se ha comprobado que esta estrategia daña la rentabilidad de una compañía en problemas, ya que destruye el conocimiento corporativo y la cultura laboral, si no es que algo más. Los estudios psicológicos están constantemente siendo aducidos a comprobar que muchos consumidores están desinteresados en la descomprobación de los reclamos, sean éstos para curas milagrosas, mejores bienes materiales, confabulaciones políticas y demás; sociólogos desde Merton hasta Adorno comentaron hace mucho tiempo con algo de frustración sobre la creencia de las personas en la suerte (como en la lotería) o en la astrología frente a la razón. La ideología ofrece una poderosa tamiz a través de la cual se conducen estas postulaciones de verdad.

Lo que importa, entonces, no es si el índice de bohemia es bueno o malo para el crecimiento urbano, sino que el evangelio de la creatividad ofrece algo para los alcaldes y los planificadores urbanos, sobre lo cual sostenerse, un nuevo episteme, si se quiere. Pero si la tesis de Florida también encuentra un apoyo entusiasta en los sectores gerenciales del mundo del arte que buscan apoyo de las fuentes municipales y de fundaciones mientras pretende que la clase creativa se refiere a las artes.

Sin embargo, los críticos y teóricos del arte europeos eran más proclives a estar leyendo el New Spirit of Capitalism de Boltanski y Chiapello, el cual ofrece un análisis exhaustivo de las nuevas clases basadas en el conocimiento (o fracciones de clases) y la manera como el lenguaje de la liberación, así como la nueva insistencia en condiciones laborales menos autoritarias y jerárquicas, se han replanteado. Aquí se encuentra una precisión, de Chantal Mouffe, dirigiéndose a un público de arte estadounidense en las páginas de Artforum:

Como Luc Boltanski y Ève Chiapello persuasivamente demostraron en The New Spirit of Capitalism (1999/2005), la clase gerencial cooptó exitosamente las distintas demandas de autonomía de los movimientos sociales que surgieron en los sesenta, aprovechándolas sólo para asegurar las condiciones requeridas por el nuevo modo postindustria de la regulación capitalista. Demostraron que el capital fue capaz de neutralizar el potencial subversivo de las estrategias estéticas y el ethos de la contracultura –la búsqueda de autenticidad, el ideal del auto-manejo, y el imperativo antijerárquico –transformándolos de instrumentos de liberación en nuevas formas de control que finalmente reemplazan el marco disciplinario del periodo fordista.

Esto nos lleva a la cuestión de la autenticidad y la clase creativa.

En palabras del artista de vodevil convertido en personalidad de la radio, George Burns, “El secreto de la actuación es la sinceridad. Si puedes fingir eso, entonces ya la hiciste.”

En Loft Living, Sharon Zukin ya había puesto el dedo en una paradoja sin respuesta, principalmente, el efecto de simulacro de hacer todo bonito, de la deseada pacificación de la ciudad, que, tal y como he explicado, convenientemente reemplazará a las poblaciones difíciles y no regidas por artistas, quienes generalmente (aunque no uniformemente) puede contarse en ellas como relativamente dóciles.

Zukin escribe:

Al buscar inspiración en la vida de los lofts, la nueva estrategia de la revitalización urbana apunta a una suerte de integración menos problemática que las ciudades sólo recientemente han conocido. Aspira a una síntesis de arte e industria, o cultura y capital, en donde la diversidad se reconoce, se controla e incluso de aprovecha. Pero primero, la aparente reconquista del núcleo urbano para la clase media en realidad lo reconquista para los usuarios de la clase alta. Segundo, los centros de las ciudades se convierten en simulacros, a través de locales emperifolladamente preservados… Tercero, los proyectos de revitalización que declaran una distinción –debido a virtudes históricas o estéticas específicas—se convierten en una parodia de la singularidad.

La búsqueda entre artistas, crearivos y demás, de un modo de vida que no se encime en los viejos vecindarios sino que se infiltra en ellos por medio de cafés, bares y tiendas de ropa que se ajusten a sus gustos, es un triste eco del paradigma del turista que se centra en la autenticidad indígena del lugar que colonizaron. La autenticidad de estos barrios urbanos, con sus poblaciones mayormente de la clase trabajadora, se caracteriza no por los bares y las bodegas, no más que lo que la prensa llama agallas, significando la falta de pulido burgués, y una suerte de resto de la naturaleza inconmesurable en medio del estado desnaturalizado de la ciudad. La llegada de artistas, hipsters y los que los siguen –¡no nos sorprende esto!—trae consigo la erradicación de este atractivo inicial. Y, como lo detalla Loft Living, los artistas y hipsters son sacados con el tiempo por personas con más dinero, por los abdundantes lofts vacantes convertidos en moradas lujosas o la nueva construcción en las zonas manufactureras evacuadas. Desafortunadamente, muchos artistas que se ven a sí mismos desalojados en este proceso no logran ver, o persisten en ignorar, el papel que los artistas jugaron al ocupar estos precintos anteriormente “ajenos.”

El libro más reciente de Zukin, The Naked City: The Death and Life of Authentic Urban Places (2010), apunta directamente a los argumentos sobre estilo de vida tipificados por el trabajo de Florida. Traza el trayecto de la idea y contenido del urban cool, con su repetido énfasis en aquellos dos términos, autenticidad y agallas. Como lo ha hecho durante toda su carrera, Zukin se dirige a los esfuerzos de los poderes a que mantengan ese cachet de la clase trabajadora, mientras simultáneamente se benefician de su eliminación. El libro de Zukin se enfoca en tres barrios de Nueva York –el Lower East Side o East Village; Harlem y Williamsburg en Brooklin, el actual epicentro del cool, conduciéndonos dolorosamente a través de la historia y la transformación regional.

Zukin también considera la venerable Union Square de Manhattan, la cual –con su historia de desfiles, marchas, oradores subidos en sus cajitas de jabón, y epxresiones de descontento urbano y decadencia—ha sido el foco de veinte años de esfuerzos por apaciguarla. Zukin cita el slogan promocional del Union Square Partnership, una “asociación pública-privada”: “Eat. Shop. Visit. Union Square.”

Esta plaza es parte del “archipiélago de enclaves” descrito por los urbanistas daneses Maarten Hajer y Arnold Reijdorp como típicos de los nuevos espacios públicos, ofreciendo, en palabras de Zukin,

Eventos especiales en alrededores placenteros…recreando la vida urbana como un ideal civilizado…con estrategias explícitas y sutiles pata estimular la docilidad de un público que para ahora está acostumbrado a pagar por una experiencia de calidad.

Adicionalmente,

Estes lugares rompen con el pasado no sólo por depender pasivamente de la desatención cívica de los moradores mientras ignoran con calma al extraño que está sentado enseguida de ellos en la banca, sino activamente permitiéndoles evitar a los extraños que consideran “ajenos”: los indigentes, los psicológicamente desorientados, los criminales limítrofes, y que simplemente son ruidosos o molestos.

Señalo de paso que Zukin culpa persistentemente a Jane Jacobs, en otros contextos tratada en el campo como la Madre Teresa de los Barrios, por su propia desatención a las necesidades y preferencias de personas más allá de las clases medias.

La privación hacia aquellos que están por fuera de los grupos que se benefician de la vida en la recién renovada ciudad es replicada en la división entre el mundo desarrollado y el menos desarrollado; así como el paradigma del urbanismo subsumió a todos los otros, igualmente la economía de conocimiento globalizado lo ha hecho, y aquellos que no son parte de esta, no obstante, están obligados a tomar una posición al respecto.

El giro postindustrial en las economías de occidente, de un modelo de estado benefactor a uno neoliberal ha resultado en la erosión de la clásica base de clase trabajadora que había proporcionado un contrapunto político durante la llamada era dorada del capital (1945-1970). El “giro cultural” resultante, donde las proclamas en conflicto se plantean en el área cultural –mediada a través de instituciones que incluyen al estado, los medios y el mercado—representan una relocalización de antagonismo político en el único ámbito que sigue siendo mutuamente reconocible. En economías menos desarrolladas, el alcance global del capitalismo de consumo agresivo y la internacionalización del control corporativo (neo-imperialista) nos presentan desafíos significativos para los esfuerzos de los movimientos de bases, para asegurar derechos de primer mundo por medio de la contestación política. George Yúdice describe los esfuerzos de organización local de la juventud pobre, tales como Rio Funk, que comenzó en Brasil en los noventa, entre otros; pero cita al comentarista brasileño Antonio Muniz Sodé y a Nestor García Canclini al señalar que una dependencia a los movimientos militantes de empoderamiento dirigidos al cambio absuelve a los estados de la responsabilidad y carga todo el peso a los subordinados mismos.

Al considerar la presencia social de los miembros de la clase creativa en general y a los artistas en particular, me he enfocado en la tendencia hacia la pasividad y complicidad en cuestiones sobre el poder diferencial de los otros. Pero un número significativo de artistas no se ajustan a esta categorización. Existe una división, quizás, entre aquellos cuyas prácticas son bien reconocidas por el mundo del arte, y aquellos esfuerzos que son tratados como inaceptables. Me quiero enfocar en el primer grupo. Yúdice, preocupado por la división entre poder y riqueza, reúne un conjunto de argumentos críticos, que toman de la crítica de Grant Kester sobre el artista como proveedor de servicios, siempre posiconado desde un nivel cultural elevado a uno inferior, así como en la crítica de Hal Foster, en los noventas, del artista como etnógrafo. Los problemas de los artistas que trabajan en los barrios pobres se encuentran parcialmente en la posibilidad, aunque no deseada, de la explotación, y parcialmente en una divergencia en el público del mundo del arte y su entendimiento del proyecto y de la comunidad local, como resultado de los distintos mundos que cada uno vive. Un número de artistas que cita insisten que no son “trabajadores sociales” sino que más bien buscan expandir el marco del arte. Esto sugiere que las lecturas intencionadas deben ocurrir por lo menos parcialmente en términos de una dimensión estética y simbólica. Esto se acomoda bien con comentaristas como Claire Bishop, que en un artículo muy conocido termina favoreciendo los proyectos un tanto maliciosos de Santiago Serra y los de Thomas Hirshchhorn por encima de esfuerzos “de servicio” más benignos y quizás socialmente útiles. Sospechosa de la posible utilidad y significado de los trabajos que invierten en lo social, Bishop parece considerar positivamente el hecho de que la falta de efecto social en la obra fuertemente simbólica de Serra, y la referencia a lo filosófico y a otros modelos en la obra de Hirschhorn, las hacen legibles primordialmente para los observadores “apropiados” del mundo del arte. Debido a que la estética relacional parece ser llevada a cabo en el terreno del servicio, vale la pena señalar que estas obras quitan al juicio de las categorías universales o la facultad invidualmente localizada del gusto hacia la incierta y aparentemente irrepetible recepción por un grupo o público en particular (¡La estela de Allan Kaprow!)

Yúdice se une a otros comentaristas al señalar que el arte como servicio es el fin de la vanguardia, extrayendo como tal las acciones del artista del ámbito de la crítica hacia el mejoramiento. En una sección que ha logrado algunos comentarios, Yúdice subraya cómo los artistas, incluso aquellos que han ido más allá de las instituciones y los mercados, han sido colocados en una posición de ejecutantes como agentes de estado. Esta reinterpretación del deseo vanguardista de “borrar los límites entre el arte y la vida,” de la “realidad” por encima de la crítica, expone la conversión del arte en un embudo o regulador para la “diversidad manejada” gubernamental. Lo que es peor, un imperativo hacia la efectividad que ha derivado de los administradores del arte. Un reporte de 1997 del National Endowment for the Arts titulado American Canvas insiste que para que las artes sobrevivan (supuestamente, después de los asaltos del entonces recién incitado y ahora recién resucitado asalto de la derecha al arte y la cultura estadounidense conocida como las “guerras de la cultura”) deben tomar una aproximación más pragmática, “traducir el valor de las artes en términos cívicos, sociales y educativos más generales” que serían convincentes para el público y las autoridades elegidas por igual:

…envueltas a través de la estructura cívica –encontrando un hogar en una variedad de actividades de servicio comunitario y de desarrollo económico—desde los programas para la juventud y la prevención del crimen hasta la capacitación y las relaciones raciales—lejos de las funciones estéticas tradicionales de las artes. Este papel extendido para la cultura también puede verse en todas las nuevas asociaciones que las organizaciones de las artes han tomado en años recientes, con los distritos escolares, los departamentos de parques y recreaciones, los burós de convenciones y de visitantes, las cámaras de comercio, y una serie de agencias de asistencia social, todas sirviendo para iluminar los aspectos utilitarios de las artes en la sociedad contemporánea.

Combinemos esto con la búsqueda por financiar a los museos específicamente para terminar con el elitismo. En los noventa, la agencia de financiamiento del National Endowment for the Arts incrementó su compromiso con la “diversidad” mientras que los museos, presionados por fundaciones poderosas tales como la Rockefeller, Carnegie y Ford, así como el Reader’s Digest Fund, trataron de lograr un “acceso” más amplio de público. El término operativo fue “comunidad”; el arte serviría los intereses de las “comunidades” –por lo cual debemos entender comunidades pobres, excluidas, no elites y no de la clase creativa—más que promover los valores universalistas de la doctrina modernista, la cual muchos pensaron que simplemente reafirmaba al estatus quo elitista. Esto deja a los artistas interesados en públicos más allá de las galerías con una suerte de dilema: servir las necesidades instrumentales de los estados y gobiernos o rechazar por completo la visibilidad del mundo del arte.

Para cerrar con esta sección de Clase de Cultura, pondré en juego dos citas adicionales. De la introducción de American Canvas:

Los años que dan cierre al siglo XX presentan una oportunidad…para la especulación sobre la formación de un nuevo sistema de apoyos (de las artes sin fines de lucro): uno basado menos en las prácticas tradicionales de lo caritativo y más en el intercambio de bienes y servicios. Los artistas americanos y las organizaciones de las artes pueden hacer contribuciones valiosas –desde la referencia a problemas sociales hasta el estímulo de la educación, proporcionando “contenido” para la nueva supercarretera de la información—a la sociedad estadounidense.

Y de Ann Markusen:

Los artistas pueden disfrutar un mecenazgo limitado y directo de las elites, pero como grupo, son mucho más progresivos que la mayoría de los otros grupos ocupacionales que Florida etiqueta como creativos. Mientras que las elites tienden a ser conservadoras políticamente, los artistas son el polo opuesto. Los artistas votan en grandes cantidades y fuertemente para candidatos de izquierda o demócratas. Muchas veces son activos en campañas políticas, usando sus talentos visuales, escénicos y escriturales para cargar las banderas. Muchos sociólogos y teóricos sociales sirven como la conciencia de la sociedad, la fuente más posible de crítica inmisericorde y de apoyo para temas tan impopulares como la paz, el entorno, la tolerancia y la libertad de expresión.

TERCERA PARTE: AL SERVICIO DE LA(S) EXPERIENCIA(S)

1. De jungla a jardín

En el pasado no muy distante de Nueva York, las azoteas de los vecindarios, e incluso aquellos en los edificios de departamentos de las clases medias bajas—las que no tienen porteros, digamos—era donde las mujeres salían con su ropa y sus hijos, bajo climas buenos o simplemente tolerables, para colgar su lavado en los tendederos, reuniéndose así a una comunidad mayor de mujeres al realizar lo necesario y lo formal, lo bueno y lo útil, la labor de reproducción y mantenimiento de la vida familiar. (Las ropas mismas, y el colgado de la ropa, eran señales fácilmente interpretables por otras mujeres, como lo era la riqueza, el estatus, el carácter moral, e incluso la armonía marital.) Para los hombres, muchas de estas azoteas servían para la crianza de palomas, cuya crianza es un hobby intergeneracional. Antes del aire acondicionado, subías a la azotea para estar en soledad, así como por un poco del preciado “aire fresco,” y si corrías con suerte podías avistar al laguillo más cercano. Las azoteas de los edificios de lofts, claro está, no cumplían funciones familiares. Las azoteas con jardines eran idilios placenteros para los espacios de penthouse lujosos, ausentes del brillo del valor de uso añadido al cultivo urbano o a las azoteas verdes.

La nueva y recientemente relajada actitud al (aparentemente) mundo natural en Nueva York –en una contradistinción con una ciudad como Helsinki, donde la naturaleza no es apreciada—se refleja en la resurrección de la Alta Línea de la ciudad, una línea ferroviaria elevada en desuso en la anterior zona industrial de la parte baja occidental de Manhattan. Su salvamento y conversión en un parque de Chelsea, con su (re)importación de una franca naturaleza en la ciudad, comenzó como un esfuerzo quijotesco por parte de un par de arquitectos pero pronto se convirtió en un proyecto patricio, y luego municipal. Marca un paso adicional en la larga transformación de los muelles urbanos, anteriormente la guarida sucia y peligrosa de los pobres, muchas veces vagabundos y extranjeros, trabajadores al servicio de los puertos para convertirlos en zonas recreativas y residenciales que atraen a una clase media alta mayormente joven. La orilla de la ribera, que una vez figuró como la división peligrosa entre este mundo y el bajo mundo, entre la seguridad y lo desconocido, ahora promete aventuras placenteras para viajes y visitas a la playa.

En otro registro, la ciudad ahora decidió acoger los jardines comunitarios de los barrios, especialmente en lugares donde la clase trabajadora ha sido efectivamente sacada a raíz de la plusvalía, un contraste de los noventa, cuando el alcalde de línea dura Rudy Giuliani trató de destrozar muchas de estos oasis (los cuales consideraba “socialistas”), muchas veces laboriosamente reclamados de los páramos cubiertos de basura que se habían deslindado a raíz de los presupuestos de las ciudades y dirigidos a la recepción pública, vendiendo los lotes a desarrolladores a precios de remate. La ciudad ahora permite el mantenimiento de gallinas (nunca gallos) y abejas, anteriormente prohibido en cualquier parte de la ciudad. En mi vecindario, el aun un poco descuidado pero a punto de convertirse en lugar cool barrio de Greenpoint, en Brooklin, unas mujeres jóvenes emprendedoras han comenzado una bien publicitada “granja” comercial de azotea. Otros vecindarios hipster incipientes están listos para copiarlos. Por favor, no traten de pensar en el Petite Hameau de María Antonieta, su pequeña granja en los campos de Versalles, ya que los creativos no son aristócratas, y los pobres también tienen finalmente oportunidad de cuidar a estos animales y hacer pequeñas cosechas lucrativas.

Aunque no sean aristócratas, acostumbrados a las filas de los privilegiados, los creativos pertenece a la primera generación que ha crecido dentro de un Estados Unidos casi completamente suburbanizado. El científico político americano, J. Eric Oliver, en su libro Democracy in Suburbia, presenta los vínculos entre el retiro suburbano hacia la “vida privada” y la extracción del conflicto y la competencia por encima de los recursos entre grupos urbanos:

Cuando la autoridad de zonas municipales y otras ventajas de tamaños más pequeños se acostumbran a crear bolsas de homogeneidad y afluencia económica, los beneficios cívicos de tamaños más pequeños se socavan. La bifurcación racial de las ciudades y los suburbios también tiene costos cívicos, en parte a través de la concentración de problemas de las áreas urbanas en escenarios racialmente mezclados. Al tomar gran parte de la competencia para recursos y gran parte del conflicto político que naturalmente existe entre los miembros de una comunidad metropolitana interdependiente, y separándolos con límites municipales, la suburbanización también elimina muchos de los incentivos que llevan a los ciudadanos al ámbito público.

Por lo tanto, deberemos leer el “volverse creativo” del centro urbano postindustrial como la formación de un espacio homogéneo drenado de los incentivos del compromiso político. El filósofo y científico político Seyla Benhabib ha caracterizado, y criticado, a Hannah Arendt, por las limitaciones al considerar lo público en términos de esferas agonistas o asociativas. La primera, sostiene Benhabib, se encuentra fuera de tono con la “realidad sociológica de la modernidad, así como con las luchas políticas modernas para la justicia,” a través de su preferencia por la teatralidad, de la política como acción emprendida por lo menos parcialmente por su propio ser y distinto de consideraciones de razón instrumental. Aun si no se toma un lado, es posible leer la caída de ambos modelos de política, de asociación y de agonismo, en la nueva “esfera creativa” de la elite urbana de la clase media alta.

La escena pública de la acción cívica es cada vez más coetánea de las preferencias de una clase específica, previniendo tanto la asociación como el agonismo –por lo menos al grado de que ninguna de las dos es digna del término “política.” Es en este sentido que debemos considerar el recién encontrado entusiasmo municipal hacia los parques y las experiencias de parque, y la autorización de la crianza “neohippie” de gallinas y de los cultivos urbanos y de azotea, junto con muchos de los ejemplos a seguir, como atados al cambio en la composición de clase del tejido urbano.

Los mercados verdes situados alrededor de Nueva York, los caminos para ciclistas y los patios externos construidos en medio de calles bulliciosas, expresan la convicción de que la ciudad ya no es una jungla de concreto sino un jardín cultivado que encierra a un zoológico o kinergarten bien administrado, en el cual todos y sus vecinos se ponen en vitrina, en el acto de la autocreación, sea que decidas ver o no. Los jardines, urbanos y las granjas en las azoteas, deslizadores de agua y esculturas trepables que han reemplazado el modelo modernista de las obras de arte público (que a su vez habían desplazado el monumentalismo sancionado por el estado de épocas previas) deben entenderse como acordes con el carácter cada vez más suburbano de la política de las clases creativas.

Si consideramos el tema en términos del papel del arte situado en espacios públicos, parecería indisputable que el sector de “arte público” (o “arte en público”) en los Estados Unidos ha girado en torno a un modelo de servicio/experiencia. El modelo modernista de arte público, que dependía fuertemente en lo que podríamos llamar inspiracionismo abstracto o en la crítica arquitectónica o social, había permitido una incomprensión e irritación cada vez mayor del público general; su barco finalmente se fue a pique con la extracción, en 1989, de la pieza minimalista y de sitio específico de Richard Serra, Tilted Arc (1981), describible quizás como un muro artístico pero rústico de acero COR-TEN, desde su posición frente a un juzgado federal en la parte baja de Manhattan. Como contraste, el proyecto de Christo y Jean-Claude de 2005, The Gates, para el Central Park de Nueva York, subrayó el papel del arte público como marco para la auto-apreciación narcisista por parte de los visitantes burgueses al parque y los padres de la ciudad, quienes pueden verse preambulando a través de un orgulloso y grandilocuente cuerpo político. Adicionalmente, ver a otros merodear alrededor de The Gates permitió una grandiosa autopromoción, en la cual los participantes se ven los unos a los otros y reconocen la presencia (legítima) de cada una en el gran escenario, con la figura de la Naturaleza suspendida por encima. Este papel de formar y enmarcar a la polis de Nueva York ya se jugaba en los jardines públicos, como el Prospect Park de Brooklin y el Central Park de Manhattan, en el siglo XIX; la historia moderna de la caminata alrededor de un paisaje escenificado comenzó mucho antes, en el siglo XVIII en Europa Occidental por lo menos, pero el proceso ahora depende más prominentemente en presentar al mundo cívico como reelaborado, aunque efímeramente, por el arte, y como arte –pero con esa sonrisa Kodak. La adultez creativa significa reimaginarnos como niños que buscamos divertirnos en nuestro tiempo libre; la ciudad ya no encarna las relaciones formales de la polis adulta sino que es vista por muchos como una serie de fantasías traslapadas de seguridad y aventura, como lo ha sugerido Sharon Zukin.

La atracción hacia la Naturaleza, hacia aquello que parece como un “externo” para una sociedad organizada de manera que no existe exterior, es parte del efecto simulacral que da cuenta de la pérdida de distinción entre las esferas públicas y privadas, y a la atomización de públicos en individuos en movimiento browniano, muchas veces convenientemente invisibles los unos a los otros, o, más apropiadamente, no más consecuentes que los muebles callejeros (es por ello que el proyecto de Christo y Jean-Claude fue tomado como municipalmente apropiado al permitir, temporal y simbólicamente, que lo político estuviera a la vista, caminando en filas ordenadas a través del parque coronado). Este es un paso más allá del anonimato que se había planteado desde hace mucho, como un efecto simultáneamente liberador y alienante de la vida citadina, teorizada por Georg Simmel en “Metropolis and Mental Life,” un artículo de 1903 cuya aceptación sucedió mucho después. Una señal adicional del rompimiento de los códigos urbanos y de las políticas limitantes de lo urbano/suburbano se representa por la casualización, incluso infantilización, del vestido clase mediero dentro de los límites de la ciudad, que ha ido de la mano del hábito de los nerds de las computadoras, comenzando con las tiendas de IT y cultivado por el mánagement, de vestirse como si estuvieran en el gimnasio, en un campamento de verano, o de excursión. Si el mundo de la “naturaleza” es fetichizado, puedes asegurarte que una versión del Übermensch está merodeando en los arbustos.

Como nos recuerda Giorgio Agamben:

Arendt ya había analizado el proceso que lleva a los homo laborans –y con ello, la vida biológica como tal—gradualmente a ocupar el centro de la escena política de la modernidad…Arendt atribuye la transformación y decadencia del ámbito político en las sociedades modernas a esta misma primacía de la vida natural por encima de la acción política.

Vemos esta sustitución funcionando en las políticas altamente evolucionadas de la conciencia consumidora contemporánea. La selección de productos de consumo exige cada vez más que se tomen en serio como acto político, pidiéndonos producir un autorretrato político conforme nos alimentamos, vestimos y limpiamos.

También hay algo fundamental en la relación entre la jardinería y esta biopolítica emergente, entre la jardinería y las metáforas de enraizamiento y los incómodos desplazamientos de la modernidad, el rompimiento de conexiones profundas e incluso inconscientes de comunidad y de lugar. El movimiento agricultor urbano, un rincón de la fiebre artesanal que periódicamente somete a las comunidades de artistas, expresa potentemente un deseo por regresar a un Edén mítico, prelapsario de comunidad y estabilidad, de vida preindustrial y premediática, sin las agallas de la desonexión urbana pero con la autenticidad del Gemeinschaft restaurada. Este sueño atractivo se expresa en la frase inmortal de la canción Woodstock de Joni Mitchell, de 1969, escrita a raíz de un evento histórico que las demandas de carrera le habían prevenido atender:

We are stardust.
We are golden.
And we’ve got to get ourselves back to the garden.

Aquí, el jardín es la parte del Imaginario post-suburbano que rigió la transición de la economía urbana de una industria de manufactura a una base residencial y comercial de alto nivel. Si podemos imaginar cada uno de los espacios urbanos distintivos –industrial, residencial, comercial—como la manifestación de ciertas políticas, podemos entender no sólo las modas culturales que han seguido su paso sino también la más amplia caracterización del capitalismo de consumo neoliberal como una “economía de experiencia.”

Conforme la vivacidad de la contención interclases ha sido sofocada por el apagado de las políticas de la clase trabajadora, una versión aséptica de una experiencia urbana industrial (o una imagen de la misma) puede ser mercadeada para la clase media que está de llegada, quienes tienen los medios y la voluntad para pagar por lo que anteriormente era un conjunto de estrategias indígenas de supervivencia, de un modo de vida. La azotea evacuada por las líneas de lavandería y el loft para pichones se convierte en una granja urbana, arrastrando nubes de gloria.

El nuevo Imaginario de Nueva York, como el de muchos otros, ya no es el de una jungla de concreto sino la de un jardín cultivado, un lugar en donde un jardinero controla las malezas y las plantas nocivas y dirige el crecimiento de maneras maravillosas y piadosas. Aunque sea tildado de enojona romántica –o sólo una vieja bohemia como Samuel Delany recordando los días en los que Times Square era simplemente The Deuce—quiero recordar al lector que, si no es que algo más, como una moradora citadina aprecio el recién encontrado sentimiento de seguridad probable en las calles, especialmente después de oscurecer; pero es importante discernir (como Delany desearía que hagamos) los términos de este intercambio.

2. Al servicio de las Experiencias

George Yúdice cita el artículo de Jeremy Rifkin, de 2000, “Age of Access: The New Culture of Hypercapitalism Where All of Life Is a Paid-for-Experience,” que describe la “venta y compra de experiencias humanas” en las “ciudades temáticas, los desarrollos de intereses communes, los centros de destino para el entretenimiento, los centros comerciales, el turismo global, la moda, la cocina, los deportes y juegos profesionales, el cine, la televisión, el mundo virtual y [otras] experiencias simuladas.” Rifkin observa:

Si la era industrial nutria nuestro ser físico, la Era del Acceso alimenta a nuestro ser mental, emocional y espiritual. Mientras se controla el intercambio de bienes caracterizaba a la era que acaba de pasar, el control del intercambio de conceptos caracteriza a la era que está por venir. En el siglo XXI, las instituciones intercambian cada vez más las ideas, y las personas, a su vez, compran cada vez más el acceso a estas ideas y las incorporaciones físicas en las que están contenidas.

Un efecto de esta búsqueda de la experiencia significativa –o auténtica—es el subrayado de la autenticidad como nada más ni menos que la moneda de la economía de experiencia. No nos debería sorprener encontrar un libro de negocios/motivacional titulado Authenticity, con el subtítulo “Lo que los consumidores realmente quieren.” Escrito por Joseph Pine II y James H. Gilmore, dos consultores que viven en la ciudad pequeña de Aurora, Ohio, el libro es el sucesor de uno previo, The Experience Economy: Work Is Theater & Every Business a Stage, de 1999. Estos y otros libros similares son guías no sólo para la creación de espectáculos sino para repensar toda actividad de negocios como gerundivo, proporcionando esas experiencias fantásticas, quizás transformadoras que todos supuestamente buscamos, sobre el modelo Disneylandia. El urbanismo en sí se convierte en la base fértil justo para estas transformaciones. (Naked City: The Death and Life of Authentic Urban Places ilustra esta tesis, al considerar tres barrios neoyorquinos distintivos).

El desgaste de las uniones tradicionales evidentes en las preferencias y comportamientos de la clase creativa también apunta a la tendencia para formar identificaciones basadas en elecciones consumistas, muchas veces efímeras. El gusto en las elecciones de estilos de vida sin compromiso político ha vaciado el significado del gusto –en el arte, la música, los muebles, el vestido, las escuelas, vecindarios, sitios vacacionales, actividades de esparcimiento, amistades—como un claro indicador del valor moral del individuo (del “cultivo” individual, para usar un constructo antiguo, tomado de la jardinería). (Esta es una razón más por la que es imposible basar una estética contemporánea seria en la de Kant, para quien la facultad del gusto no podría ser más claramente separada del “individualismo posesivo” que marca las elecciones de consumo contemporáneas. Kant, si recordamos, en La Crítica del Juicio Estético, desarrolló un sistema tripartite en el cual el gusto está claramente demarcado tanto de la razón y la urgencia por poseer, o lo “pornográfico.”) El gusto ahora parece ser una señal de membresía a un grupo, con poca resonancia como elección personal, más allá de cierto compás para seleccionar qué muestra del tipo requisito habrá que adquirir; quizás es por ello que David Brooks (tan agudo observador de los detalles elocuentes, que no obstante permanece completamente incapaz de ver el cuadro general), reconoció que para la clase creativa, las elecciones deben ser entendidas como virtuosas. (Que las elecciones individuales se hacen sobre la base de preferencias ya exhibidas por un grupo no es completamente nuevo, ya que los miembros de cualquier grupo y tribu son instantáneamente identificables desde la cima de la cabeza hasta la planta de los pies, pero el contexto presente parece distinto, centrándose más en la agudeza de consumo que en la calidad.) Pero la virtud no debe ser exhibida como virtuosismo sino más bien como algo dictado por una fuerza externa distinta a la religión, tales como la conciencia ecológica o los efectos putativos de salud. Las instituciones públicas, e incluso la realeza, han tratado de unificarse con el pueblo, exhibiendo el mismo sentimentalismo por medio de la muestra pública de dolor, felicidad y orgullo familiar. Las páginas web siguen el ejemplo de Facebook, con fotos de retratos de incluso profesores distintivos y figuras públicas; las instituciones de arte más pequeñas nos muestran a los miembros del staff (mayormente las mujeres) orgullosamente abrazando a su progenie o (mayormente los hombres) sus perros.

En general, las instituciones de arte, particularmente aquellas más pequeñas que solían formar parte del movimiento alternativo, han casado adicionalmente la provisión de experiencias a la cultura de la celebración, respingando sus narices ante la seriedad y la crítica, de la misma manera como lo han hecho los reseñistas, si no es que los críticos. Podemos ver la retórica, muchas veces vívidamente expresada, del servicio, por un lado, y las experiencias divertidas, del otro, entre las instituciones y las iniciativas de arte más pequeñas. Ofrezco algunos ejemplos resumidos, mayormente de anuncios vía e mail. Abarcan el espectro de los sitios de exhibiciones contemporáneas, desde los espacios pequeños y dirigidos por artistas, hasta las organizaciones mayores y más establecidas hasta el auto-branding de las ciudades. Existen varios conceptos centrales que proporcionan las piedras de toque retóricas en estas auto-descripciones. Del lado divertido, estos van desde la fertilización cruzada en campos “creativos” dispares y user friendly, hasta una colección de ganchos anti-puritanos que versan sobre el placer energético en el amor, el baile, o lo que sea, y, del lado de los servicios, de llevar la cultura a las clases más bajas, ayudando a sanar los traumas de la desindustrialización, y cubriendo las catástrofes de la guerra.

Mi primer ejemplo es un outlier (una entidad que actúa separada del sistema): una compañía de relaciones públicas y mánagement para “proyectos culturales” en Nueva York y Milán, llamada Contaminate NYC, anunciando una exhibición de caricaturas y de manga en un lugar llamado ContestaRockHair, descrito como:

una marca creada en 1996 por un grupo de estilistas que compartían su pasión por la moda, caracterizada por un alma de rock que vincula la música y el arte con la creación de estilos de peinado, fomentando la innovación y la experimentación. Hoy en día, ContestaRockHair cuenta con 11 salones en Roma, Florencia, Nueva York, Miami y Shanghai.

Una reconocida institución dirigida por artistas en Nueva York, ahora posicionándose como un espacio discursivo así como un sitio de exhibiciones, se ha “asociado” con un hotel boutique de maneras extrañas y proclama el “Paquete de Paz, Amor y Servicio a Cuarto,” del cual recibe un pequeño porcentaje. Otra organización sin fines de lucro de los setenta (enlistando un hotel y seis otros fundadores públicos y privados), expresa su “creencia apasionada en el poder del arte para crear experiencias personales inspiradas así como el fomento del progreso social.” En los setenta, una década de depresión económica, sus primeros programas “vigorizaban a los escaparates vacantes.” Esta estrategia, en la cual los desarrolladores de propiedades dependen de los artistas para hacer que lo vacío no se vea tan vacío, se ha vuelto ahora una fórmula ubicua en los Estados Unidos y en otras partes, haciendo la conexión entre la apariencia del arte en la escena y la revalorización de los bienes raíces vergonzosamente obvios.

Dos representantes más de esta moda asestan una nota más sobria. La primera es también de Nueva York: este grupo relativamente nuevo sostiene que “su misión es revitalizar…zonas…llevando una serie de instalaciones de arte inteligentes y de alto calibre…al público…” Una exhibición reciente en la anterior zona industrial, ahora un “distrito de artistas,” de Dumbo usa materiales de construcción confeccionados en un a serie de “oxímorones visuales que cambian función y significado de maneras altamente poéticas.”

La segunda, una locación al lado de un muelle en el sur de Europa, enlistando una docena de socios corporativos y municipales, “identifica la necesidad de rehabilitar y revitalizar los espacios urbanos, sin perder su identidad o alterar su naturaleza…” Al “tomar en consideración la locación del proyecto” el muelle, el espacio de arte

busca expandir el arte en espacios no-tradicionales y promover el uso de sitios que previamente no tenían las características de un museo…Sin cultura, las sociedades no pueden tener una verdadera conciencia cívica.

Berlín se experimenta en los discursos enmarcados del aburguesamiento de la industria creativa, especialmente después de que un reporte de 2007 en Der Spiegel la denominó como la principal “ciudad de la clase creativa” en Alemania, basándose en los índices “3T” de Richard Florida: Talento, Tecnología y Tolerancia. Hasta el momento, Berlín ha sido lento en su acogimiento de ser el “sitio urbano más cool y terrenal para las industrias creativas,” como lo describe el Berlin MEA Brand Building, publicitándose como “dedicada al lujo, la moda, el arte, los cosméticos y los accesoires [sic].” Un artículo del Wall Street Journal de 2010 se burla de la infelicidad de los artistas y los bohemios por la llegada del Soho House, parte de una serie de “clubs sociales privados ultra cool” porque muchos berlineses, “orgullosos y protectores de su anárquica y ruda marca cool,” son “testarudamente recelosos de los símbolos del aburguesamiento.” La Soho House de Berlín está en una antigua tienda departamental de judíos, convertida en cuarteles para la Juventud de Hitler convertida en edificio del Partido Comunista de Alemania Oriental, una historia que alimenta la indignación de la gente por la llegada a la ciudad de un club sólo para miembros.

Como una vez lo hizo en el replanteamiento de los bienes raíces alemanes contaminados por la historia mundial reciente, la transformación de las ciudades más nuevas a la conquista del espacio urbano pueden hacer levantar las cejas de aquellos a los cuales estas cuestiones les puedan importar. El New York Times, escribiendo acerca del distrito Podgroze en Cracovia, Polonia, un tristemente célebre ghetto judío bajo los nazis que posteriormente terminó comercialmente huérfano en los años de postguerra, habla con derrame de entusiasmo sobre los nuevos restaurantes que brotan junto a “un ambicioso museo de historia en la renovada Fábrica de [Oskar] Schindler” y otros museos prometetedores en la cercanía. “El premio por la propiedad más linda es para la Galería Starmach, una de las galerías de arte contemporáneo más celebradas en Polonia…un espacio blanco airado en una antigua sinagoga de ladrillos rojos.”

Pero ¡sigue sonriendo! El duelo está consignado a los nuevos espacios de arte, tales como los complejos monumentos escultóricos diseñados por arquitectos o artistas y otros santuarios seculares de peregrinaje, tales como los museos de remembranza. En otras palabras, aquellos que desean dedicarse al duelo son dirigidos ahí en vez de a las estructuras religiosas reales o a museos de usos más generales. Mientras tanto, aquellos museos establecidos desean hacerse parecer menos como mausoleos y grandes palacetes y más como parques y jardines, yendo más allá del típico decoro del pasado, de vastos jarrones florales y paisajes discretos, hacia pabellones y estructuras de bambú producidas por una serie de artistas o arquitectos oficiales en los patios traseros de museos y en sus azoteas. Este esfuerzo de carita feliz es sólo un paso corto más allá de sus esfuerzos por justificar su derecho a fondos de municipalidades escépticas y de donantes, atrayendo, por medio de programas administrados por departamentos de educación, a visitantes externos a su ámbito normal, asumiendo de esta manera no sólo el rol de proveedores de servicio sino el de una institución pedagógica (muchas veces inclinada hacia los niveles de bajo grado). Ya no permiténdoles tomar la antigua visión y de verse a sí mismos como el sitio de una contemplación individualizada de objetos estéticos de valor, los museos han tomado cada vez más la responsabilidad para la totalidad de las experiencias de los visitantes, pastoreándolos de la tienda a las obras de arte, con sus envolventes textos virtuales, impresos y registrados, hacia el café, mientras también invitan a aquellos anteriormente grupos de población excluida e informándoles acerca de las múltiples recompensas que puede ofrecerles las visitas a los museos.

3. Sí me importa morir

Detroit es una ciudad imaginada por algunos como un páramo urbano que revierte a la llanura. En los últimos veinte años, muchos proyectos han tratado de vincularse con el constante desliz de Detroit, de ser una vanguardia metropolitana icónica de la producción en línea fordeana a ser una reliquia severamente afectada. Como la metrópolis más rápidamente disminuida en los Estados Unidos (se encuentra en su punto más bajo en 100 años, habiendo caído, de ser la cuarta metrópolis más grande en 1950 a la undécima en 2009 y perdiendo un cuarto de su población en el proceso) y lejos de la esperanza de salvación de su Centro de Renacimiento, la Detroit postindustrial se encuentra actualmente educando a sus residentes sobre cómo crecer disminuidamente con gracia. La ciudad se ha encogido durante mucho tiempo, conforme la huida de los suburbios (mayormente blancos) comenzaron desde los cincuenta en adelante, mientras la industria automotriz dejó de ser la poderosa parte fuerte de la economía estadounidense, dispersando su producción hacia localidades donde se percibe menos salario en los Estados Unidos y otras partes, reduciendo enormemente sus filas de empleo. La historia de Detroit como la ciudad industrial fordista por excelencia (Ford es el fabricante de autos pionero en la línea de producción) vale la pena considerar. No sólo su historia de organización laboral y luchas sindicales ha sido larga y distinguida, el gobierno de la ciudad también tuvo un número de socialistas durante un buen tiempo, hasta que su soporte de base desapareció y el gobierno de la ciudad fue acuciado por políticos corruptos. El afamado motín de Detroit (algunos lo llamarían levantamiento) de 1967, aunque sus raíces se encontraban en la desigualdad de razas, no obstante incluyó algo de solidaridad racial.

Detroit tiene una larga y distintiva historia cultural, mayormente en la música –jazz, música clásica, R&B, y más recientemente, el sonido Motown, hip-hop y el Detroit Techno. Pero las instituciones de elite, apoyadas públicamente, incluyendo el reconocido Instituto de las Artes de Detroit, la Casa de Ópera de Detroit (hogar del Teatro de Ópera de Michigan) y la mundialmente famosa Sinfónica de Detroit, luchan por captar públicos y apoyos; este año, los músicos de la Sinfónica, después de una polémica huelga de seis meses, así como la cancelación del 75% de la temporada, aceptó un recorte de pago del 23&, y la Casa de Ópera ahora sostiene servicios eclesiásticos todos los domingos.

Como la locación de un nuevo programa policíaco, Detroit es la viva imagen de la abyección urbana post-fordiana. Eliminada del registro de una America civilizada, sufriendo de pésimas estadísticas de criminalidad, vigilancia inadecuada y corrupción municipal, la ciudad recientemente ha hecho un llamado sin convocatoria a una extrasvaganza de proyectos que intentan establecer la auténtica credibilidad tanto para impulsar a los artistas y a los activistas locales. Como en el caso de Nueva Orleans, algunas personas cool se están mudando actualmente –personas que caben dentro del cubro de la “clase creativa.” Algo del renovado interés por Detroit surge de un análisis de la ciudad tanto como modelo del fracaso del capitalismo (urbano) y como un terreno fértil para las semillas del futuro. Algunos otros observadores parecen deleitarse en la oportunidad por recoger las ruinas en una suerte de curioseo extendido, pero con la esperanza a veces no especificada de que el resultado ocurriera en los alrededores del mundo del arte. Otros siguen interesados en las oportunidades pedagógicas, ya sea para ellos mismos o para otros. Como es el caso en todas partes, muchas llegadas recientes buscan renta barata, lugares para vivir y trabajar cómodamente, como lo ha señalado Richard Florida; como el mismo Florida también nos dice, a donde van los hipsters, seguramente llegan los restaurantes. El New York Times se pregunta: “¿Qué tanto beneficio puede ofrecernos un restaurante?” y nos asegura que

en esta ciudad, un muy anunciado emblema de la caída de la era industrial, y el hogar para una economía incapacitadamente mala, un sistema educativo en problemas, segregación racial y a veces un crimen al cual se le hace caso omiso, existe un lugar donde casi todos –negros, blancos, pobres, ricos, urbanos, no urbanos—invariablemente te recomiendan para comer: Slows Bar B Q.

Abierto en 2005, el restaurante, de acuerdo con su dueño, el artista y descendiente de los bienes raíces Phillip Coller, ha “validado la idea de que las personas vendrán a la ciudad.” El reportero comenta, “En cualquier parte menos Detroit, la noción de que la gente llegará y pagará dinero para pedir barbecue y cerveza no se vería como algo revolucionario.”

Detroit es el hogar de muchos proyectos públicos y comunitarios que valen la pena, lejos del radar del mundo del arte, tales como el antiguo movimiento agricultor, parcialmente lidereado por el querido activista radical Grace Lee Boggs, ahora de noventa y seis años. Boggs trabaja con comunidades establecidas de distintos grupos de ingresos, usando el crecimiento, plantado y cosechado colectivo de cultivos y flores como base para la unidad y la movilización cívica, y como una manera de atraer a los niños; el sembrado y la cosecha siguen siendo una metáfora poderosa para la auto-aplicación, el esfuerzo comunitario y la posibilidad de un futuro. En una ciudad como Detroit, proliferan los grupos vecinales.

La gente ha estado haciendo arte sobre los problemas de Detroit desde hace mucho tiempo, especialmente a través del medio fotográfico y el cine; ver, por ejemplo, Finally Got the News de Newsreel (1970), y Roger and Me de Michael Moore (1989). Camilo José Vergara, sociólogo, fotógrafo y contundente cronista de los padecimientos de las ciudades estadounidenses desde los ochenta en adelante, fotografió y escribió acerca de Detroit. En los ochenta, el grupo local Urban Center for Photography enfureció a las figuras públicas y los impulsores de la ciudad, convirtiendo una beca que recibieron en un proyecto público titulado Demolished by Neglect, el cual incluyó el envío de fotografías en gran formato de casas quemadas y teatros decrépitos y otros espacios amplios en sitios exteriores.

Detroit es el sitio de proyectos de beneficiencia de ONGs en la esfera de las relaciones urbanas, algunas valederas, algunas difícilmente. En los últimos meses me he encontrado con artistas de alrededor del mundo que han convertido a los precintos y alrededores de Detroit en sus temas de estudio. Algunos de los proyectos descansan cómodamente dentro de la tradición de la antropología de rescate, tales como el proyecto de la artista canadiense Monika Berenyi, que archiva la poesía de los sesenta y setenta de Detroit a través del Detroit City Poetry Project: An oral history. Varios proyectos de Detroit han ocurrido en Nueva York o han sido instituidos por artistas radicados en Nueva York. En 2009, una pequeña organización sin fines de lucro en el Lower East Side de Nueva York presentó una exhibición titulada “Art of the Crash: Art Created from the Detritus of Detroit.” Otro proyecto, Ice House Detroit, por un arquitecto y un fotógrafo radicados en Brooklin (aunque el fotógrafo nació en Detroit), consistió en rociar laboriosamente (y costosamente, al parecer) una de las incontables casas abandonadas de Detroit con agua, en medio del invierno, para hacerla visible e innegablemente estética. De vuelta en Nueva York, una joven artista con una exhibición individual en el Museo de Arte Moderno el año pasado mostró su serie simbólica de paneles fotográficos titulado Detroit. “Lo que tienen que entender sobre Detroit es que la ruina es dominante. No es como si estuviera relegada a una sola parte de la ciudad…está en todas partes.” La artista (que también visitó Nueva Orleans) “internalizó toda esa decadencia, pero también descubrió señales esperanzadoras de reinvención, como un grupo de artistas convirtiendo una planta automotriz abandonada en espacios para un estudio,” escribe el New York Times.

Alejandra Salinas y Aeron Bergman, artistas radicados en Ohio, han estado haciendo proyectos en Detroit (la ciudad natal de Bergman) durante una década, en colaboración con instituciones de Detroit y Oslo. Estarán presentando una residencia de “artista/poeta/académico” llamada INCA: Institute for Neo Connotative Action, desde un departamento del centro de la ciudad propiedad de ellos. Salinas y Bergman han hecho películas de texto animado basándose en grabaciones de audio de activistas políticos y comunitarios locales (incluyendo Grace Lee Boggs) y sobre la historia de DRUM, el capítulo de Detroit de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios, centrada en la película de Newsreel Finally Got the News.

Los Países Bajos también envía a los estudiantes de arte a Detroit, pero en números mucho mayores y a través de canales institucionales regularizados, bajo el auspicio del Dutch Art Institute, en colaboración con la Universidad de Michigan, una universidad pública de elite. La universidad ha establecido un centro de Detroit, accesible sólo para estudiantes radicados en Ann-Arbor con tarjetas. En Ann-Arbor, como a una hora de Detroit, la artista Danielle Abrahams imparte un curso llamado “¿Por qué todos en Ann-Arbor quieren hacer obra en Detroit?” Durante la conferencia abierta de 2010, patrocinada por el programa de Arte y Práctica Social en la universidad del estado de Portland, en Oregon, los estudiantes de Abrams explicaron que no iban a Detroit a “componerla” sino más bien “para conocer a la comunidad: su historia, su gente, y sus movimientos”: “La ciudad te enseñará lo que necesitas saber.” Los estudiantes de Abrams no produjeron proyectos de arte sino más bien “enlaces de investigación en la comunidad.”

Un par de artistas australianos jóvenes recibieron financiamiento de una residencia del Concejo de Australia en Chicago, para realizar un proyecto durante todo un mes en Gary, Indiana, una satélite industrial de Detroit, similarmente en ruinas. En conjunción con el grupo activista vecinal Central District Organizing Project, plantaron un jardín comunitario y pintaron una casa casi abandonada con un propietario ausente. También registraron entrevistas locales para una película planeada intercalando las entrevistas con fragmentos de la película Hollywoodense de los ochenta, The Wiz.

El imperativo hacia una manifestación de preocupación y respeto social, si no es que compromiso, domina la mayoría de los proyectos de los cuales he sabido. Si en parte esto suena como trabajo misional en una ciudad de tercer mundo que es parte de una nación de primer mundo –como el Ninth Ward en la Nueva Orleans post-Katrina—otros proyectos son, como el artista del MoMA, enmarcados en términos románticos, a veces futuristas (¿y qué es le futurismo sino algo predicado de la pérdida?). Permítanme invocar el motivo de la melancolía. Sólo a través del duelo sobre algo que se ha perdido puede la melancolía poseer aquello que probablemente nunca tuvo; los contornos de la ausencia proporcionan una suerte de eco o salvación de lo que se imagina perdido, permitiéndole sostenerse. En este sentido, la mayoría de los proyectos del mundo del arte que se centran en prácticas en sitios decadentes como Detroit son monumentos melancólicos al capital, en el sentido de que nos presentan tanto la devastación que deja en su ausencia como la política que provocó. Detroit fue el hogar no sólo de uno de los grandes triunfos de la manufactura capitalista, sino también de uno de los grandes compromisos entre capital y trabajo. Ser de la clase media alta y melancólico en torno a Detroit es fijar firmemente nuestras responsabilidades a un pasado ahora ausente; ejercer el duelo por Detroit es un gesto que simultáneamente evidencia nuestra conciencia social y testifica su impotencia absoluta. (Ver Detroit también tranquiliza el cuestionamiento sobre el efecto que puede tener uno en su propio vecindario en otra ciudad en otra parte.)

Esta melancolía ha nutrido a un futurismo post-apocalíptico. Una exhibición reciente en Casco, el espacio público de diseño en Utrecht, por un diseñador radicado en Londres y un cineasta de Detroit, busca “imaginar una ciudad post-capitalista,” enfocándose en el zoológico abandonado de Detroit, “no sólo para ser testigos del fracaso de una civilización en su estado de ruina, sino para encontrar un ecosistema abundante de flora y fauna que ha evolucionado ahí.” Una conferencia asociada, presentada por un profesor de estudios urbanos, de origen escocés y radicado en Detroit, sostenía que Detroit es un lugar “donde comienza a entrar en juego un modelo de espacios abiertos, o, para usar un término que surge mucho acá en Detroit, la pradera urbana,.” (El arquitecto del proyecto Ice House dijo de manera similar a la revista Dwell que “Detroit es un lugar con mucho potencial en este momento, y existen muchos individuos trabajando en proyectos innovadores, tales como la re-praderización del centro de la ciudad, la agricultura urbana, la reutilización y redistribución de materiales, la densificación de ciertas áreas, y una reutilización amplificada del espacio arquitectónico.”)

El Proyecto Heidelberg, decididamente local, un esfuerzo de 25 años de Tyree Guyton para decorar los exteriores de casas en un vecindario empobrecido, que se centra en la calle Heidelberg de Detroit, se acomoda en la categoría del “outsider art”. A diferencia de, digamos, la iniciativa del artista-alcalde Edi Rama de Tirana, para pintar los edificios del centro de esta ciudad destituida con colores brillantes, capturadas por el artista albanés Anri Sala en Damni i colori, el proyecto de Guyton no ha tenido un nivel alto de tracción municipal o del mundo del arte. Un grupo de artistas radicados en Detroit, que llevan el nombre de Object Orange, sin embargo, lograron un breve instante de atención en 2006/2007, cuando pintaron edificios abandonados con el color de Disney, “Tiggerific orange,” esperando, finalmente decidieron, que la ciudad los derrumbara para reducir la plaga y el peligro que representan.

Menciono estos proyectos en Detroit, no para elogiarlos o criticarlos en particular, sino porque representan un movimiento dentro del arte, y la arquitectura, para instituir proyectos en las comunidades, en el entorno construido o en referencia a éste, seguramente como parte del imperativo de orientación comunitaria de “ir sobre lo social.” ¿Acaso es preocupante que dichas obras se sostienen en una contradistinción, implícita o explícita, con el “arte político,” con obras directamente preocupadas por el acceso al poder? Aquí puede ayudarnos invocar la frase del teórico urbano de Nueva York, Marshall Berman, donde “la colisión entre un espacio abstracto capitalista y un espacio concreto humano.” Los grupos comunitarios, y los artistas comunitarios, están ligados a una localidad concreta y, por lo tanto, no pueden enfrentarse a aquellos que comandan el capital, que es definido por su movilidad. Pero aun más, los grupos comunitarios están compuestos de miembros ligados los unos a los otros, mientras que los artistas itinerantes siguen estando siempre por fuera, funcionando como observadores partícipes, al estilo antropológico. Algunos, como Harrell Fletcher (o anteriores, como los cineastas Nettie Wild y Beni Matias), han descubierto comunidades donde esperaban sólo hacer un proyecto y retirarse, pero que en cambio se han mudado ahí.

En otras ciudades, como Barcelona, generalmente presentada como un modelo de redesarrollo humanista, impulsado por el empuje implacable de la “renovación” municipal, pero también notable por su “rechazo” a las iniciativas locales de vivienda, los jóvenes estudiantes activistas trabajan en la resistencia y las campañas de reforma dentro de las comunidades de las clases trabajadoras, bajo la presión del aburguesamiento, añadiendo algo de visibilidad y quizás de fuerza organizacional a los grupos vecinales locales.

4. Práctica pública, práctica social

No sé si estar más complacida o aprehensiva sobre artistas del mundo del arte dedicándose a, como dice el letrero en la puerta, la “práctica social.” Ciertamente, estos ensayos sobre el mundo más allá del mundo del arte, que puede incluir cualquiera de una racha de proyectos pedagógicos en comunidades ordinarias, alimentan los instintos de un sector de artistas, un sector constantemente renacido, para hacer algo “verdadero.” Vale la pena notar, siguiendo a Mierle Ukeles, el reemplazo del término arte público por el de práctica social. El énfasis en las cualidades personales y las redes sociales muy posiblemente darán luz a proyectos que se centran en lo afectivo. He ensayado en torno a algunas de las dificultades de estos esfuerzos. También he aludido, a través de este ensayo, a la relativamente fácil cooptación de artistas como grupo urbano en ciudades que simplemente nos permiten vivir y trabajar de maneras que encontramos conducentes a nuestras preocupaciones –una pacificación que se vuelve más fácil por la expansión de la definición del artista y la avanzada profesionalización del campo. Los pequeños pasos en la formación de iniciativas comunitarias son tratadas como merecedoras del equivalente moral (y profesional) de las medallas de mérito, para una generación que creció con imágenes y comunicación virtual, y que carecen de una comprensión suficiente del compromiso sostenido que se requiere para una inmersión comunitaria. Estos proyectos pueden captar la atención de periodistas y autoridades municipales, todas hablando el mismo idioma y operando contra un escenario de entendimientos de clase compartidos. (Esta es precisamente la situación que Sharon Zukin describió en Loft Living, la cual, debemos recordar, es un estudio de caso, usando el vecindario de Soho en Manhattan, de la transformación de un espacio urbano devaluado en bienes raíces de precios elevados, una condición revisitada en el más reciente Naked City, para poder referirse al proceso en una fase mucho más avanzada, muchas veces de décadas de distancia, por ese camino.) Pero hace invisible la paciente organización y agitación, muchas veces de décadas, de los miembros de las comunidades locales (un proceso que pude atestiguar de primera mano en Greenpoint, Brooklin).

Mis preocupaciones comienzan aquí, pero se extienden aun más, al deseo de los jóvenes artistas, ahora muy aparente en los Estados Unidos, de “tener éxito.” El éxito se mide no especialmente en términos de las evaluaciones de las comunidades “atendidas,” aunque eso sea integral para las obras, sino por medio de los efectos dentro del mundo profesional del arte a donde se registran estos proyectos. El éxito, para aquellos a los que les he preguntado, parece significar tanto fama como fortuna en el ámbito profesional. No estoy sola en mi desasosiego por el hecho de que este conejito en particular parece estar deslizándose dentro de la boa, conforme la “práctica pública” se acepta cada vez más en el mundo del arte, particularmente en aquellas extravaganzas de demostración llamadas bienales, que parecen residir en las ciudades pero cuyos proyectos globalizados pueden, en efecto, ser descartados como proyectos de una sola emisión.

Un problema con mi crítica de la tesis de Richard Florida surge de la insuficiencia de simplemente señalar la ofuscada combinación de la categoría de “artista” con el grupo económico mayor al que ha denominado la “clase creativa,” ya que los artistas cada vez más adoptan las estrategias emprendedoras de esta última. Seamos testigos de la táctica cada vez más común de recaudar dinero para proyectos a través de los medios sociales y sitios relacionados, tales como Kickstarter o PitchEngine, donde el atractivo hacia un público más allá del profesional muchas veces está respaldado en el lenguaje de la promoción. Como la escritura de un curriculum, ahora fuertemente alimentada por una mentalidad de relaciones públicas, las ofertas están engrasadas con declaraciones infladas y el uso cargado de superlativos. Uno debería referirse aquí a las múltiples y repetidas discusiones sobre el artista como personalidad flexible en el mundo post-fordista, obligados a “venderse” en numerosos discursos proteicos; una literatura que reúne a escritores como Brian Holmes y Paolo Virno (brevemente cité esta literatura en otro ensayo, en relación con las cuestiones sobre el arte político y crítico). Paolo Virno escribe:

El pianist y el bailarín se mantienen precariamente equilibrados en la línea que divide a dos destinos antiéticos: por un lado, pueden convertirse en ejemplos de un “trabajo asalariado que no es al mismo tiempo un trabajo productivo”; por el otro, tienen una cualidad que nos sugiere la acción política. Su natueraleza es esencialmente anfibia. Hasta el momento, sin embargo, cada uno de los desarrollos potenciales inherentes en la figura del artista ejecutante –poiesis o praxis, Obra o Acción—parece excluir a su opuesto.

La alienación que esto crea es tan dominante que, aunque la alienación del trabajo fue un tema muy estudiado a mediados del siglo XX, la condición se ha establecido como una miasma sobre todos nosotros y ha desaparecido como tema. Al mismo tiempo, mientras que algunos artistas nuevamente se ocupan de la naturaleza del trabajo y el papel de los artistas en la transformación social, los teóricos Continentales (i.e. de occidente) han visto mayormente a la transformación social bajo el prisma del arte y la cultura. El enfoque en la cultura como medio de criticar y quizás suplantar el dominio de clase tiene un largo linaje. Perry Anderson ha señalado que el marxismo en su totalidad fue inhibido de lidiar con los problemas económicos y políticos de la década de los veinte en adelante, y cuando los cuestionamientos que conciernen al vencimiento del capitalismo se convirtieron en cuestiones superestructurales, los teóricos, como podía esperarse, no se concentraron en las cuestiones del estado o en la ley, sino en la cultura.

Mientras que las prácticas públicas entran en la lista de prácticas legibles dentro del mundo del arte, entran también en la tesis de la clase creativa, en la cual, junto con el mucho mayor grupo de los trabajadores en la industria del conocimeinto, transformarán a las ciudades, no entrando a la lucha política transformadora sino, más bien, para servir como asistentes involuntarios del dominio de las clases altas.

Dos iniciativas casi simultáneas en Nueva York, ocurriendo mientras escribo esto, nos ofrecen una idea sobre la manera como esto termina llevándose a cabo, primero desde el punto de vista del artista, el segundo desde el punto de vista de los poderes. Una conferencia ambiciosa, en una galería sin fines de lucro en Brooklin, que se describe como “comprometida con la organización de exhibiciones que son crítica, social y estéticamente conscientes,” se anuncia de la siguiente manera: “En años recientes, muchos artistas han comenzado a trabajar en contextos no-artísticos, empujando los límites de su práctica creativa para ayudar a solventar problemas sociales.” Las ofertas van desde presentaciones sobre “artistas incrustados en el gobierno, industria y políticas electorales” hasta aquellos que operan más allá de la economía de dinero. El anuncio plantea adicionalmente:

Esperamos avanzar las posibilidades de que los artistas participen en el desarrollo de políticas sociales. Artistas, historiadores de arte, profesionales de museos, académicos, expertos en políticas y oficiales de gobierno considerarán cómo el proceso de producción de arte puede contribuir al cambio social así como atraer a las autoridades, los líderes comunitarios y el público en general a pensar en los artistas como socios potenciales en una variedad de circunstancias.

Como un directo contrapunto se encuentra el Festival de las Ideas para Nueva York, en Manhattan, inciado por el New Museum y patrocinado por Goldman Sachs, American Express, Audi, la Fundación Rockefeller y la revista New York, entre otras, y con agradecimientos a negocios locales, grupos sociales, y un conjunto de comisionados de la ciudad de Nueva York:

[Este festival], una nueva iniciativa de colaboración mayor … que involucra a una buena cantidad de organizaciones del centro de la ciudad, desde universidades hasta instituciones de arte y grupos comunitarios, trabajando juntos para efectuar el cambio … aprovechará el poder de la comunidad creativa para imaginar la ciudad del futuro … El Festival servirá como una plataforma para artistas, escritores, arquitectos, ingenieros, diseñadores, agricultores urbanos, planificadores y líderes de pensamiento para el intercambio de ideas, la proposición de soluciones, e invitar al público a participar.

Está compuesto de una conferencia, el inevitable festival callejero, y “más de cien proyectos independientes y eventos públicos.” La conferencia es descrita (en el inflado vocabulario que hemos visto que adoptan algunas instituciones más pequeñas) como algo que incluye:

visionarios y líderes –incluyendo alcaldes ejemplares, pronosticadores, arquitectos, artistas, economistas, y expertos en tecnología—dirigiéndose a los temas del Festival: la Ciudad Heterogénea; la Ciudad en Redes; la Ciudad Reconfigurada; la Ciudad Sostenible.

Estos dos eventos sugieren los dos registros de los proyectos públicos, de los creativos reelaborando al mundo urbano, que sólo parecen seguir el mismo guión. Mientras que los artistas buscan el momento mesiánico, o simplemente útil, apuntando al “cambio social,” la producción institucional se centra en varias fórmulas de moda para la “ciudad futura.” (No obstante, el evento institucional ha asegurado la participación de la mayoría de la sección baja de Manhattan y el proyecto de Brooklyn y los espacios sin fines de lucro –incluyendo algunos cuyas inserciones de prensa figuraron en el presente ensayo—sin duda entendiendo que difícilmente podrían darse el lujo de rechazar la oferta.)

Para los negocios y las comunidades de planificación urbana, la cultura no es un bien social sino un “activo cultural estratégico.” Un consultor y anterior profesor de política urbana, Colin Mercer, escribe sobre el “significado estratégico de las industrias culturales y creativas (de contenido) basadas en la propiedad intelectual, en las comunidades urbanas de negocios” que puedan “trabajar en asociaciones y sinergias con negocios existentes/tradicionales para estimular la entrada de clientes, la oferta, el branding y la oportunidad para el consumo y la diversidad de la experiencia. Mercer señala que las características de la vida urbana que anteriormente llevaba a las personas a los suburbios –tales como diversidad y densidad, por un lado y, por el otro, viejas fábricas vacantes y almacenes considerados “factores de locación negativos en la vieja economía” –son “potencialmente factores positivos en la nueva economía, porque son atractivos para aquellos [los “trabajadores basados en el conocimiento de la nueva economía”] quienes traen con ellos el potencial para el crecimiento económico.

El paper de Mercer es, claro está, una lectura de la tesis de Florida; escribe:

Este no es un “defensor del arte” el que está planteando el argumento. Es un economista urbano y regional de la Universidad de Carnegie Mellon cuyo trabajo ha sido muy influyente para las políticas urbanas y regionales y para la planeación en Norteamérica, Europa y Asia …porque ha reconocido algo distintivo sobre la confección contemporánea de las ciudades exitosas, innovadoras y creativas que … toman cuenta de … lo que él denomina la “clase creativa.”

Efectivamente. El paradigma de Florida es útil para las ciudades –especialmente las ciudades de “segundo piso”, si Alan Blum está en lo correcto –que buscan crear una marca y publicidad para el propósito de atraer tanto capital como trabajo (el tipo correcto de trabajo, ya que los trabajadores de servicios vendrán por cuenta propia). Como sugerí en una parte anterior, es de poca importancia si la teoría resulta empíricamente, ya que sirve como boleto de entrada a discursos renovados sobre transformación urbana. Si y cuando haya superado su utilidad, otro paquete promocional, completo con datos y figuras, le sucederá, de la misma manera como la conversación urbana de Florida ha reemplazado mayormente las teorías más ominosas de la “cero tolerancia” y de los “ventanales rotos” de la problemática del gobierno urbano –un reemplazo que ha sido necesitado por menores estadísticas de criminalidad y quizás a partir del éxito de evacuar o despolitizar a los residentes pobres y de clase trabajadora. Me preocupa más el punto de vista de las clases creativas, definidas con mucha amplitud, especialmente de los artistas y otros “trabajadores culturales,” aunque me recuerdo a mí misma que el trabajo inmaterial y flexible vinculan a los creativos y a aquellos implícitamente llamados no-creativos, que en los Estados Unidos parece habernos llevado a un detenimiento al mayoreo, desde la organización y la militancia.

Pero desde el punto de vista de una política, como declara el urbanista británico Max Nathan,

En todas partes, la cultura y la creatividad mejoran la calidad de vida; los edificios icónicos y los buenos espacios públicos pueden ayudar a los lugares a reposicionarse y re-crear sus marcas. Pero la mayoría de las ciudades –grandes y chicas—les serviría más comenzar en otra parte: con el crecimiento de la base económica; fortaleciendo las habilidades, la conectividad y el acceso a mercados; asegurando a las personas locales que puedan accesar a nuevas oportunidades, y mejorando los servicios principales…

Permítanme brevemente llevar esta discusión de vuelta a Henri Lefebvre. Lefebvre, como lo señalé al comienzo de este ensayo, en la primera parte, había planteado que lo urbano representaba un nuevo estadio cualitativo en la evolución de la sociedad, de lo agrario a lo industrial a lo urbano. Por lo tanto, razonó, las futuras movilizaciones en contra del capitalismo tendrían un carácter urbano. Esto preocupó a Manuel Castells, que, al escribir como un estructuralista y siguiendo a Althusser, prefirió enfocarse en la función ideológica de la ciudad –su papel en el aseguramiento de la reproducción de relaciones de producción—más que aproximar la ciudad como un espacio esencialmente nuevo, uno, además, que podría ser construido como dotado de rasgos cuasi-metafísicos para la producción tanto de alienación y de emancipación. Como escribe el teórico urbano Andy Merrifield:

Mientras que la ciudad, en la dialéctica de Lefebvre, funcionaba para el capitalismo, en realidad amenazó más al capitalismo; ahora, en la dialéctica de Castells, mientras que la ciudad amenazó al capitalismo, de alguna manera se volvió más funcional para el capitalismo. Efectivamente, la ciudad, escribe Castells, se convirtió en la “especificidad espacial de los procesos de reproducción del poder laboral y de los procesos de reproducción de los medios de producción.

La claridad relativa de la política de clases europea podría permitir a Castells a escribir que los intentos gaullistas de renovación urbana fueron

dirigidos a sectores de izquierda y particularmente comunistas del electorado… Cambiar esta población significa cambiar la tendencia política del sector … La renovación urbana está fuerte donde la tradición electoral de la “mayoría” parlamentaria está débil.

La interpretación de Zukin de los eventos urbanos es similar, pero ajustada a las condiciones americanas. La relación débil y muchas veces antagonista del movimiento estudiantil en Estados Unidos, a través de los sesenta y setenta, hacia la vida y cultura de la clase trabajadora ayudó a producir una política de resistencia cultural en la recién desarrollada “clase creativa” que fue cortada, culturalmente, físicamente y existencialmente, de las formas tradicionales de organización de la clase trabajadora urbana. Aunque los artistas, los trabajadores de servicio flexibles y los “creativos” más generalmente puedan no ser la fuente de acumulación de capital, es indiscutible que el valor elevado del entorno construido depende de su pacificación de la ciudad, mientras el corte de las relaciones con la historia de las clases –incluso hasta de nuestras propias familias en algunas instancias—ha producido en el mejor de los casos una ceguera, y en el peor de los casos una relación objetivamente antagonista, al carácter verdadero de las tradiciones urbanas de la vida y la lucha. Lo que muchas veces permanece es una versión romantizada y nostálgica de la vida citadina en la cual el trabajo se percibe erróneamente como poco más que una función encubierta de servicio, para la producción de bienes “artesanales,” por ejemplo, y la creación de espacios de producción y de consumo por igual (lofts de manufactura, talleres, bares, tabernas, cafeterías y peluquerías) oscurecidos por la nube nostálgica.

5. Artistas que buscan inspiración –o consuelo

El antropólogo David Graeber escribe con algo de sorpresa en una conferencia con varias figuras centrales de la teoría italiana “post-laborista” –Maurizio Lazzarato, Toni Negri, Bifo Berardi y Judith Revel—que se llevó a cabo en el Tate Modern en Londres, en enero de 2008. Graeber profesa estar asombrado que ninguno de los conferencistas ni los organizadores tienen relación alguna con el arte, ni siquiera tienen algo que decir sobre ella (excepto por unas cuantas referencias históricas), aunque el evento fue auspiciado por un museo y la sala estaba llena. Titula a su reseña “The Sadness of Post-Workerism, or Art and Immaterial Labor Conference,” porque lo que describe como un sentimiento generalizado de tristeza por parte de los ponentes, rastreable sobre todo hacia Bifo, que en ese momento decidió que “todo estaba perdido.” Graeber parece encontrar cierta congruencia con la crisis perpetua del mundo del arte y las dificultades de la teorización post-fordista, especialmente desde que le resulta risible el concepto de trabajo inmaterial de Lazzarato. Decide que los artistas presentes han invitado a los ponentes a actuar como profetas, de decirles dónde están en esta indudable ruptura histórica –la cual Graeber considera que es el estado perpetuo del mundo del arte. Sin embargo, diagnostica a los ponentes como personas que, por lo menos por el momento, también han perdido el futuro.

Graeber seems to find a certain congruence with the perpetual crisis of the art world and the difficulties of post-Fordist theorizing, especially since he finds Lazzarato’s concept of immaterial labor to be risible. He decides that the artists present have invited the speakers to perform as prophets, to tell them where they are in this undoubted historical rupture—which Graeber finds to be the perpetual state of the art world. However, he diagnoses the speakers as having, for that moment at least, decided that they too have lost the future.

Estoy lejos de estar preparada para llevar a esto a significar que los artistas han perdido el future. No es de consecuencia menor que este tipo de conferencia es un sello del mundo del arte (Graeber probablemente lo sepa, también). La filosofía sustituye a fuentes previas de inspiración, desde la teología y las preferencias de los mecenas hasta las variedades de teorización científica o revolución política. Una conferencia sueca reciente se pregunta, “¿Es el artista un modelo para el trabajador ‘post-fordiano’ contemporáneo, flexible, creativo, adaptable y barato –un emprendedor creativo? O es lo contrario –¿una función profesionalizada dentro de una economía de servicio avanzada?” Una pregunta que quizás valga la pena, y que muchos críticos y teóricos, particularmente europeos, junto con algunos artistas, tienden a preguntarlo. Aquí se encuentra algo qué considerar: la esfera cultural, a pesar de una implacable cooptación por medio del marketing, es un sitio perpetuo de resistencia y crítica. El rechazo bohemio/romántico, el distanciamiento hacia el exilio, el utopismo, y los ideales de reforma son endémicos de los estudiantes de clase media, formando la base de compromisos anti-burgueses –y no todos llegan a madurarlo, a pesar del surgimiento de un hipsterism impulsado por la moda (esto es, impulsado por el gusto). La socióloga Ann Markusen, en una suerte de balance de la crítica de la utilidad dócil de los bohemios como trabajadores, nos recuerda que los artistas se inclinan sobrecogedoramente hacia la izquierda en el espectro político, y se involucran por lo menos esporádicamente en la agitación y participación política.

Tampoco estoy inclinada a seguir a Debord o a Duchamp y dejar el terreno del arte y la cultura. Ciertamente, la celebración y la manía de los estilos de vida se anticipan a la crítica; un énfasis primario sobre el goce, la diversión o la experiencia preclude la formación de un discurso público robusto y exigente. Pero incluso los ruckuses (un ala de los globalifóbicos) tienen su lugar como irrupción e intervención; algunos pueden verlos como menos dirigidos por intereses personales que los proyectos sociales, sino como proyectos colectivos totales, mientras que la diversión sigue siendo un término que se refiere a la experiencia privada. No existe una prescripción razonable para cómo, y bajo qué registro, nos involucremos con las condiciones actuales de servilismo y libertad.

Brian Holmes ha comparado el baile entre instituciones y artistas como un juego de Liar’s Poker. Si el mundo del arte piensa que el artista puede estar guardando aces, le permiten la entrada, pero si resulta que en realidad los tiene –esto es, que tiene un contenido político vivo en la obra—el artista es sacado del juego. Aunque Chantal Mouffe exhorta a los artistas (justamente, me supongo) a no abandonar el museo—que quiero entender como el mundo del arte propiamente dicho—no hay nada que sugiera que no deberíamos de ocupar simultáneamente el terreno de lo urbano.

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Este ensayo es una version extendida de una conferencia impartida en la Tercera Conferencia de Hermes en el Provinciehuis Den Boschon, en noviembre 14, de 2010, que surgió de una sugerencia de Camiel van Winkel para considerar la obra de Richard Florida. Agradezco a Stephen Squib por su invaluable y edificante asistencia durante la investigación y proceso de edición y por su infinita paciencia. Agradezco también a Alexander Aberro y a Stephen Wright por sus útiles respuestas a versiones previas de este trabajo.

Libre traducción. Las versiones originales de estos textos, divididos en tres partes, pueden encontrarse en la revista e-flux

http://www.e-flux.com