Bajo la mirada de la teoría
Boris Groys

Desde comienzos de la modernidad, el arte comenzó a manifestar cierta dependencia a la teoría. En aquel entonces –e incluso mucho después—la “necesidad de explicación” del arte, como Arnold Gehlen caracterizó esta ansia por la teoría, fue, a su vez, explicada por el hecho de que el arte moderno es “difícil” –inaccesible para el público general.1 De acuerdo con este punto de vista, la teoría juega un papel de propaganda –o mejor dicho, de publicidad: el teórico surge después que la obra se produce, y explica esta obra de arte a un público sorprendido y escéptico. Como sabemos, muchos artistas tienen sentimientos encontrados en torno a la movilización teórica de su propio arte. Están agradecidos con el teórico por promover y legitimar su obra, pero irritados por el hecho de que su arte es presentado al público con una cierta perspectiva teórica que, como regla, parece que es demasiado estrecha, dogmática e incluso intimidante para los artistas. Los artistas buscan tener más público, pero la cantidad de espectadores informados teóricamente es muy pequeña –de hecho, incluso más pequeña que el público para el arte contemporáneo. Por lo tanto, el discurso teórico se revela como una forma contraproductiva de publicidad: reduce al público en vez de ampliarlo. Y esto es verdad hoy más que nunca. Desde el principio de la modernidad, el público en general ha estado en reticente paz con el arte de su tiempo. El público de hoy en día acepta al arte contemporáneo aun cuando no siempre tiene el sentimiento de que “entiende” este tipo de arte. La necesidad de una explicación teórica del arte, entonces, parece ser definitivamente passé.

Sin embargo, la teoría nunca fue tan central para el arte como lo es ahora. De modo que la pregunta es: ¿Por qué es este el caso? Yo sugeriría que, hoy en día, los artistas necesitan una teoría para explicar lo que están haciendo –no a otros, sino a sí mismos. En este sentido, no están solos. Cualquier sujeto contemporáneo constantemente se hace estas dos preguntas: ¿Qué tiene que hacerse? y la más importante, ¿cómo puedo explicarme a mí mismo lo que ya estoy haciendo? La urgencia de estas preguntas resulta de un colapso agudo de la tradición que vivimos hoy en día. Nuevamente, tomemos al arte como ejemplo. En tiempos anteriores, hacer arte significaba practicar –bajo una forma en constante modificación—lo que las generaciones previas de artistas habían hecho. Durante la modernidad, hacer arte significaba protestar en contra de lo que estas generaciones previas hicieron. Pero en ambos casos, fue más o menos claro lo que pareciera tradicional –y, del mismo modo, qué forma tomaría una protesta contra esta tradición. Hoy en día, nos confrontamos a miles de tradiciones flotando alrededor del mundo –y con miles de formas distintas de protesta contra éstas. Por lo tanto, si alguien ahora quiere convertirse en artista y hacer arte, no le queda inmediatamente claro lo que su arte es en realidad, y lo que el artista supuestamente debe hacer. Para poder comenzar a hacer arte, uno necesita una teoría que explique lo que el arte es. Y dicha teoría le otorga al artista la posibilidad de universalizar, globalizar su arte. Un recurso hacia la teoría libera a los artistas de sus identidades culturales –del peligro de que su arte fuera percibido sólo como una curiosidad local. La teoría abre una perspectiva para que el arte se vuelva universal. Esta es la razón principal del surgimiento de la teoría en nuestro mundo globalizado. Aquí la teoría –el discurso teórico, explicativo—precede al arte, en vez de surgir después del arte.


Sin embargo, una duda sigue sin resolverse. Si vivimos en una época en la que toda actividad tiene que comenzar con una explicación teórica de lo que esta actividad es, entonces uno puede llegar a la conclusión de que vivimos después del fin del arte, porque el arte estuvo tradicionalmente opuesto a la razón, a la racionalidad, a la lógica –cubriendo, se decía, el dominio de lo irracional, lo emocional, lo teóricamente impredecible e inexplicable.

Efectivamente, desde su comienzo, la filosofía de occidente fue extremadamente crítica del arte, y rechazó abiertamente al arte, nada más que como una máquina para la producción de ficciones e ilusiones. Para Platón, para entender al mundo –para lograr la verdad del mundo—uno tiene que seguir no su imaginación sino su razón. La esfera de la razón fue tradicionalmente entendida como algo que incluye lógica, matemáticas, leyes morales y cívicas, ideas sobre lo bueno y lo malo, sistemas de gobierno de estado –todos los métodos y técnicas que regulan y subyacen en la sociedad. Todas estas ideas podrían entenderse por la razón humana, pero no pueden ser representadas por alguna práctica artística porque son invisibles. Por lo tanto, se esperaba que el filósofo pasara de el mundo externo de los fenómenos a la realidad interna de su propio pensamiento –para investigar este pensamiento, para analizar la lógica del proceso de pensamiento como tal. Sólo de esta manera, el filósofo alcanzaría la condición de la razón como el modo universal de pensamiento que une a todos los sujetos razonables, incluyendo, como dijo Edmund Husserl, a dioses, ángeles, demonios y humanos. Por lo tanto, el rechazo del arte puede entenderse como el gesto originario que constituye la actitud filosófica como tal. La oposición entre filosofía –entendida como el amor por la verdad--  y el arte (constituido como la producción de mentiras e ilusiones) informa toda la historia de la cultura occidental. Adicionalmente, la actitud negativa hacia el arte, se mantuvo por la alianza tradicional entre el arte y la religión. El arte funcionó como un medio didáctico en el cual la autoridad trascendente, incomprensible e irracional de la religión se presentaba a los seres humanos: el arte representaba a dioses y a Dios, los hacía accesibles a la mirada humana. El arte religioso funcionó como un objeto de confianza –uno creía que los templos, las estatuas, iconos, poemas religiosos y performance ritual eran los espacios de la presencia divina.

Cuando Hegel dijo alrededor de 1820 que el arte era una cosa del pasado, se refería a que el arte había dejado de ser un medio de verdad (religiosa). Después de la Ilustración, nadie debería o podría ser engañado por el arte, ya que la evidencia de la razón fue finalmente sustituida por la seducción por medio del arte. La filosofía nos enseñó a desconfiar de la religión y del arte, para que confiemos mejor en nuestra razón. El hombre de la Ilustración odiaba el arte, y creía sólo en sí mismo, en las evidencias de su propia razón.

Sin embargo, la teoría crítica moderna y contemporánea no es nada más que una crítica a la razón, la racionalidad y la lógica tradicional. Con esto, me refiero no sólo a ésta o aquella teoría en particular, sino al pensamiento crítico en general, conforme se ha desarrollado desde la segunda mitad del siglo XIX, tras la caída de la filosofía hegeliana.

Todos conocemos los nombres de los primeros teóricos paradigmáticos. Karl Marx comenzó el discurso crítico moderno, al interpretar la autonomía de la razón como una ilusión producida por la estructura de clase de las sociedades tradicionales –incluyendo la sociedad burguesa. El imitador de la razón lo entendía Marx como un miembro de la clase dominante, y por lo tanto, liberado del trabajo manual y de la necesidad de participar en la actividad económica. Para Marx, los filósofos podían volverse inmunes a las seducciones mundanas sólo porque sus necesidades básicas ya estaban siendo satisfechas, mientras que los trabajadores manuales sin privilegios eran consumidos por una lucha de supervivencia que no les daba oportunidad de practicar una contemplación filosófica desinteresada, para imitar la razón pura.

Por otro lado, Nietzsche explicó el amor de la filosofía por la razón y la verdad, como síntoma de la posición poco privilegiada del filósofo en la vida real. Veía la voluntad hacia la verdad como efecto del filósofo que sobrecompensa una falta de vitalidad y de poder real, al fantasear sobre el poder universal de la razón. Para Nietszche, los filósofos son inmunes a la seducción del arte, simplemente porque son demasiado débiles, demasiado “decadentes” como para seducir y ser seducido. Nietzsche niega la naturaleza pacífica y puramente contemplativa de la actitud filosófica. Para él, esta actitud es simplemente un frente usado por los débiles para lograr el éxito en la lucha por el poder y la dominación. Detrás de la aparente ausencia de los intereses vitales, el teórico descubre una presencia oculta de la voluntad de poder “decadente” o “enferma.” De acuerdo con Nietzsche, la razón y sus supuestos instrumentos están diseñados sólo para subyugar a otros personajes, no filosóficamente inclinados –esto es, apasionados, vitales. Es este gran tema de la filosofía nietzscheana que posteriormente fue desarrollado por Michel Foucault.

Y así, la teoría comienza a ver la figura del filósofo meditativo y su propia posición en el mundo, desde la perspectiva de, a saber, una mirada normal, profana, externa. La teoría ve al cuerpo viviente del filósofo a través de aspectos que no son accesibles a la visión directa. Esto es algo que el filósofo, como cualquier otro sujeto, necesariamente pasa por alto: no podemos ver nuestro propio cuerpo, sus posiciones en el mundo y los procesos materiales que ocurren dentro y fuera de éste (físicos y químicos, pero también económicos, biopolíticos, sexuales y demás). Esto quiere decir que no podemos realmente practicar una autorreflexión en el espíritu del dictum filosófico, “conócete a ti mismo.” Y lo que es más importante: no podemos tener una experiencia interna de las limitaciones de nuestra existencia temporal y espacial. No estamos presentes en nuestro nacimiento –y no estaremos presentes en nuestra muerte. Es por ello que todos los filósofos que practicaron la autorreflexión llegaron a la conclusión de que el espíritu, el alma y la razón son inmortales. Efectivamente, al analizar mis propios procesos de pensamiento, nunca puedo encontrar evidencia de su finitud. Para descubrir las limitaciones de mi existencia en el espacio y el tiempo necesito la mirada del Otro. Leo mi muerte en los ojos de los Otros. Es por eso que Lacan dice que el ojo del otro siempre es un ojo maligno, y Sartre dice que “el infierno son los otros.” Sólo por medio de la mirada profana de Otros puedo yo descubrir que no sólo pienso y siento –sino que también nací, viví, y moriré.

Descartes dijo brillantemente “Pienso, luego existo.” Pero un espectador externo, de mente crítico-teórica, diría sobre Descartes: él piensa porque él vive. Aquí, mi autoconocimiento es radicalmente opacado. Quizá sepa lo que pienso. Pero no sé cómo vivo –ni siquiera sé que estoy vivo. Ya que nunca me he experimentado a mí mismo como muerto, no puedo experimentarme a mí mismo como vivo. Tengo que preguntarles a otros si y cómo vivo yo –y eso quiere decir que también debo preguntar lo que en realidad pienso, porque mi pensamiento es ahora visto como determinado por mi vida. Vivir es exponerse como viviente (y no como muerto) ante la mirada de los otros. Ahora, se vuelve irrelevante lo que pensamos, planeamos o esperamos –lo que se vuelve relevante es cómo nuestros cuerpos están moviéndose en el espacio bajo la mirada de Otros. Es de esta manera como la teoría me conoce mejor que lo que yo me conozco. El sujeto orgulloso e iluminado de la filosofía ha muerto. Me quedo con mi cuerpo –y soy presentado a la mirada del Otro. Antes de la Ilustración, el hombre fue sujeto a la mirada de Dios. Pero después de esa era, estamos sujetos a la mirada de la teoría crítica.



A primera vista, la rehabilitación de la mirada profana también implica una rehabilitación del arte: en el arte, el ser humano se convierte en una imagen que puede ser vista y analizada por el Otro. Pero las cosas no son tan simples. La teoría crítica critica no sólo la contemplación filosófica, sino cualquier tipo de contemplación, incluyendo la contemplación estética. Para la teoría crítica, pensar o contemplar es lo mismo que estar muerto. En la mirada del Otro, si un cuerpo no se mueve sólo puede ser un cadáver. La filosofía privilegia a la contemplación. La teoría privilegia la acción y la práctica –y odia la pasividad. Si yo dejo de moverme, me salgo del radar de la teoría, y a la teoría no le gusta eso. Toda la teoría secular, post-idealista es un llamado a la acción. Toda teoría crítica crea un estado de urgencia –incluso un estado de emergencia. La teoría nos dice: somos simples organismos mortales, materiales, y tenemos poco tiempo a nuestra disposición. Por lo tanto, no podemos perder el tiempo con la contemplación. En cambio, debemos actuar aquí y ahora. El tiempo no se espera y no tenemos tiempo suficiente para demorarnos más. Y mientras es, claro está, cierto que toda teoría nos ofrece cierta visión general y explicación del mundo (o explicación de porqué el mundo no puede explicarse), estas descripciones teóricas y escenarios sólo tienen un papel instrumental y transitorio. La verdadera meta de toda teoría es la de definir el campo de acción que fuimos llamados a emprender.

Aquí es donde la teoría demuestra su solidaridad con el sentimiento general de nuestros tiempos. En tiempos previos, la recreación significaba contemplación pasiva. En su tiempo libre, las personas iban al teatro, al cine, los museos, o se quedaban en casa a leer libros o ver la tele. Guy Debord describió esto como la sociedad del espectáculo –una sociedad donde la libertad tomó la forma de tiempo libre asociado con la pasividad y el escape. Pero la sociedad actual es distinta a esa sociedad espectacular. En su tiempo libre, la gente trabaja, viaja, practica deportes y hace ejercicio. No leen libros, pero escriben en Facebook, Twitter y otros medios de socialización en la red. No ven arte pero toman fotos, hacen videos, y los envían a sus parientes y amigos. Las personas se han vuelto efectivamente activas. Diseñan su tiempo libre haciendo muchos tipos de trabajos. Y mientras que esta activación de humanos se correlaciona con las principales formas de los medios de la era, dominados por las imágenes en movimiento (ya sean de cine o video), uno no puede representar el movimiento del pensamiento o el estado de contemplación a través de estos medios. Uno no puede representar este movimiento incluso a por medio de las artes tradicionales; la famosa estatua de Rodin, el Pensador, en realidad nos presenta a un tipo descansando después de hacer ejercicio en un gym. El movimiento de pensamiento es invisible. Por lo tanto, no puede ser representado por una cultura contemporánea orientada a recibir información visualmente transmisible. De modo que uno puede decir que el desconocido llamado a la acción de la teoría se acomoda bien dentro del entorno mediático contemporáneo.

Pero claro, la teoría no nos hace un simple llamado a la acción, rumbo a una meta específica. Más bien, la teoría llama a la acción que ejercería –y extendería—la condición misma de la teoría. Efectivamente, toda teoría crítica no es solamente informativa sino también transformativa. La escena del discurso teórico es de una conversión que se excede a los términos de la comunicación. La comunicación en sí no cambia a los sujetos del intercambio comunicativo: he transmitido información a alguien, y alguien más ha transmitido información a mí. Ambos participantes permanecen idénticos en sí mismos durante y después del intercambio. Pero el discurso teórico crítico no es sólo un discurso informativo, ya que no sólo transmite ciertos conocimientos. Más bien, nos hace preguntas concernientes al significado del conocimiento. ¿Qué significa que yo tenga cierto nuevo extracto de conocimiento? ¿Cómo este conocimiento me ha transformado, cómo ha influido en mi actitud general sobre el mundo? ¿Cómo este conocimiento ha cambiado mi personalidad, ha modificado mi modo de vida? Para responder estas preguntas, uno tiene que ejecutar la teoría –para mostrar cómo cierto conocimiento transforma nuestro comportamiento. En este sentido, el discurso crítico es similar a los discursos religiosos y filosóficos. La religión describe al mundo, pero no está satisfecho con este papel descriptivo nada más. También nos llama a creer esta descripción, y a demostrar esta fe, y actuar con base en nuestra fe. La filosofía también nos llama no sólo a creer en el poder de la razón, sino también a actuar razonablemente, racionalmente. Ahora, la teoría no sólo quiere que creamos que somos cuerpos vivientes y primordialmente finitos, sino también quiere demostrarnos esta creencia. Bajo el régimen de la teoría no es suficiente vivir: uno también debe demostrar que vive, uno debe ejecutar el acto de estar vivo. Y ahora, podría decir que en nuestra cultura, es el arte el que ejecuta este conocimiento de estar vivos.

Efectivamente, la meta principal del arte es mostrar, exponer y exhibir modos de vida. Del mismo modo, el arte ha jugado muchas veces el papel de ejecutar el conocimiento, de mostrar lo que significa vivir con y a través de cierto conocimiento. Es bien sabido que, como Kandinsky explicaría su arte abstracto al referirse a la conversión de masa en energía en la teoría de la relatividad de Einstein, vio su arte como una manifestación de este potencial en un plano individual. La elaboración de la vida con y a través de las técnicas de la modernización fueron manifestadas de manera similar por el Constructivismo. La determinación económica de la existencia humana tematizada por el marxismo se reflejó en la vanguardia rusa. El surrealismo articuló el descubrimiento del subconsciente que acompañaba a esta determinación económica. Un poco después, el arte conceptual atendió al control más cerrado del pensamiento y comportamiento humano por medio del control del lenguaje.

Claro, uno puede preguntarse: ¿Quién es el sujeto de dicho performance artístico de conocimiento? Para ahora, hemos escuchado sobre las muchas muertes del sujeto, del autor, del hablante y demás. Pero todos estos obituarios le concernían al sujeto de la reflexión y autorreflexión filosófica, pero también el sujeto voluntario del deseo y la energía vital. Por contraste, el sujeto performativo está constituido por un llamado a actuar, a demostrarse a sí mismo como alguien vivo. Yo me reconozco como el destinatario de este llamado, y me dice: cámbiate a ti mismo, muestra tu conocimiento, manifiesta tu vida, toma acción transformativa, transforma al mundo, y así sucesivamente. Este llamado es dirigido hacia . Así es como yo sé que puedo, y debo, responderlo.

Y por cierto, el llamado a actuar no está hecho por un llamador divino. El teórico es también un ser humano, y no tengo razón para confiar completamente su intención. La Ilustración nos enseñó, como ya lo he mencionado, no confiar en la mirada del Otro, sospechar de Otros (sacerdotes y demás) al perseguir sus propias agendas, ocultas detrás de su discurso apelativo. Y la teoría nos enseñó a no confiar en nosotros, y en la evidencia de nuestra propia razón. En este sentido, toda ejecución de una teoría es al mismo tiempo una ejecución de la desconfianza de esta teoría. Ejecutamos la imagen de la vida para demostrarnos como vivos ante los otros –pero también para protegernos del ojo maligno del teórico, para ocultarnos detrás de nuestra imagen. Y esto, de hecho, es precisamente lo que la teoría quiere de nosotros. Después de todo, la teoría también desconfía de sí misma. Como Teodoro Adorno dijo, lo total es falso y no hay vida verdadera en lo falso.2  

Dicho esto, uno también deberá tomar en consideración el hecho que el artista puede adoptar otra perspectiva: la perspectiva crítica de la teoría. Los artistas pueden, y de hecho lo hacen, adoptar esto en muchos casos; se ven a sí mismos no como ejecutantes de conocimiento teórico, usando la acción humana para preguntarse acerca del significado de este conocimiento, sino como mensajeros y propagandistas de este conocimiento. Estos artistas no ejecutan, sino que más bien se unen al llamado transformativo. En vez de ejecutar la teoría llaman a otros a hacerlo; en vez de volverse activos quieren activar a otros. Y se vuelven críticos en el sentido de que la teoría es exclusiva hacia cualquiera que no responda a su llamado. Aquí, el arte toma un papel ilustrativo, didáctico, educativo –comparable al rol didáctico del artista en el marco de, digamos, la fe Cristiana. En otras palabras, el artista hace propaganda secular (comparable a la propaganda religiosa). No soy crítico de este giro propagandístico. Ha producido muchas obras interesantes en el curso del siglo XX y sigue siendo productivo ahora. Sin embargo, los artistas que practican este tipo de propaganda muchas veces hablan de la inefectividad del arte, como si todos pueden y deben ser persuadidos por el arte, aun cuando él o ella no sea persuadido por la teoría. El arte de propaganda no es específicamente ineficiente; es sólo que comparte los éxitos y fracasos de la teoría que propaga.
Estas dos actitudes artísticas, el performance de la teoría y la teoría como propaganda, no sólo diferentes sino también entran en interpretaciones conflictivas e incompatibles del “llamado” de la teoría. Esta incompatibilidad produjo muchos conflictos, incluso tragedias, dentro del arte de la izquierda –y efectivamente en la derecha—en el transcurso del siglo XX. Esta incompatibilidad, por lo tanto, merece una discusión atenta por ser el conflicto principal. La teoría crítica –desde sus inicios en la obra de Marx y Nietzsche—ve al ser humano como un cuerpo finito, material, desprovisto de acceso ontológico a lo eterno o lo metafísico. Esto quiere decir que no hay una garantía ontológica, metafísica, de éxito para cualquier acción humana, así como no hay tampoco garantía de fracaso. Cualquier acción humana puede ser en cualquier momento interrumpida por la muerte.
El evento de la muerte es radicalmente heterogéneo en relación con cualquier construcción teológica de la historia. Desde la perspectiva de la teoría viva, la muerte no tiene que coincidir con la realización. El fin del mundo no tiene que ser necesariamente apocalíptico y revelar la verdad de la existencia humana. Más bien, conocemos la vida como no-teológica, sin un plan divino o unificador al cual pudiéramos contemplar y sobre el cual podríamos depender. Efectivamente, nos sabemos involucrados en un juego incontrolable de fuerzas materiales que convierten a cualquier acción en contingencia. Observamos el cambio permanente de las modas. Observamos la avanzada irreversible de la tecnología que posteriormente hace obsoleta cualquier experiencia. Por lo tanto somos llamados, continuamente, a abandonar nuestras habilidades, nuestro conocimiento, y nuestros planes, por estar caducos. Lo que sea que veamos, esperamos sus desapariciones más rápido que tarde.  Lo que sea que planeemos hoy, esperamos que cambie mañana.
En otras palabras, la teoría nos confronta con la paradoja de la urgencia. La imagen básica que la teoría nos ofrece es la imagen de nuestra propia muerte –una imagen de nuestra mortalidad, de una finitud radical y una falta de tiempo. Al ofrecernos esta imagen, la teoría produce en nosotros el sentimiento de urgencia –un sentimiento que nos impulsa a responder a su llamado a la acción ahora en vez de después. Pero al mismo tiempo, este sentimiento de urgencia y de falta de tiempo nos previene de hacer proyectos al largo plazo; de basar nuestras acciones en una planeación al largo plazo; de tener grandes expectativas personales e históricas con respecto a los resultados de nuestras acciones.

Un buen ejemplo de esta ejecución de la urgencia puede verse en Melancholia, de Lars Von Trier. Dos hermanas ven su muerte próxima bajo la forma del planeta Melancholia mientras éste se acerca a la tierra, a punto de aniquilarla. El planeta Melancholia las mira, y leen sus muertes en la mirada neutral y objetivante del planeta. Es una buena metáfora para la mirada de la teoría, y las dos hermanas son llamadas por esta mirada para que reaccionen a ésta. Aquí nos encontramos con un caso moderno y secular típico de la urgencia extrema –inescapable, y al mismo tiempo puramente contingente. La lenta aproximación de Melancholia es un llamado a la acción. Pero ¿qué tipo de acción? Una hermana trata de escaparse de esta imagen, para salvarse ella y su hijo. Es una referencia a la típica película apocalíptica hollywoodense, en donde el intento por escapar de una catástrofe mundial siempre se logra. Pero la otra hermana le da la bienvenida a la muerte, y es seducida por esta imagen de la muerte al punto del orgasmo. Más que pasar el resto de su vida evitando la muerte, ella ejecuta un ritual de bienvenida, el cual la activa y excita dentro de la vida. Aquí encontramos un buen modelo de las dos maneras opuestas de reacción al sentimiento de urgencia y a la falta de tiempo.

De hecho, la misma urgencia, la misma falta de tiempo que nos empuja a actuar, nos sugiere que nuestras acciones probablemente no lograrán ninguna meta, o producirán algún resultado. Es una idea que fue bien descrita por Walter Benjamin en su famosa parábola, usando el Angelus Novus de [Paul] Klee: si vemos hacia el futuro vemos sólo promesas, mientras que si vemos hacia el pasado sólo podemos ver las ruinas de estas promesas.3 Esta imagen fue interpretada por los lectores de Benjamin como algo mayormente pesimista. Pero en realidad es optimista, en cierta medida, esta imagen reproduce una temática de un ensayo mucho anterior, en el que Benjamin distingue entre dos tipos de violencia: divina y metafísica.4 La violencia mítica produce destrucción que nos lleva de un viejo orden a nuevos órdenes. La divina violencia solamente destruye, sin establecer un nuevo orden. Esta destrucción divina es permanente (similar a la idea de Trotsky de la revolución permanente). Pero hoy en día, un lector del ensayo de Benjamin sobre la violencia inevitablemente se preguntará, ¿cómo es que la violencia puede ser eternamente infligida si sólo es destructiva? En algún momento, todo sería destruido, y la violencia divina en sí se volverá imposible. De hecho, si Dios ha creado el mundo de la nada, también puede destruirlo completamente, sin dejar rastro.

Pero el punto es precisamente este: Benjamin usa la imagen del Angelus Novus en el contexto de su concepto materialista de la historia, en el cual la violencia divina se convierte en violencia material. Por lo tanto, se vuelve claro porqué Benjamin no cree en la posibilidad de la destrucción total. En el mundo secular, puramente material, la destrucción sólo puede ser una destrucción material, producida por fuerzas materiales. Pero cualquier destrucción material sigue siendo parcialmente efectiva. Siempre deja ruinas, rastros, vestigios detrás, precisamente como lo describe Benjamin en su parábola. En otras palabras, si no podemos destruir totalmente el mundo, el mundo tampoco puede destruirnos totalmente. El éxito total es imposible, pero igualmente el fracaso total. La visión materialista del mundo abre una zona más allá del éxito y el fracaso, la conservación y el aniquilamiento, la adquisición y la pérdida. Ahora bien, esta es precisamente la zona en la cual el arte opera, si es que quiere ejecutar su conocimiento sobre la materialidad del mundo, y de la vida como proceso material. Y mientras que el arte de las vanguardias históricas también ha sido acusado de ser nihilista y destructivo,  la destructividad del arte de vanguardia fue motivada por su creencia en la imposibilidad de una destrucción total. Uno puede decir que la vanguardia, mirando hacia el futuro, vio precisamente la misma imagen que el Angelus Novus de Benjamin vio cuando miró hacia el pasado.


Desde el principio, el arte moderno y contemporáneo integraron las posibilidades del fracaso, la irrelevancia histórica, y la destrucción dentro de sus actividades. Por lo tanto, el arte no puede ser conmocionado por lo que ve en el espejo retrovisor del progreso. El Angelus Novus de la vanguardia siempre ve lo mismo, ya sea que mire hacia el futuro o hacia el pasado. Aquí la vida se entiende como un proceso no-teológico, puramente material. Practicar la vida significa estar consciente de la posibilidad de su interrupción en cualquier momento por la muerte, y por lo tanto evitar la búsqueda de metas definitivas y objetivos, porque dichas búsquedas pueden ser interrumpidas por la muerte en cualquier momento. En este sentido, la vida es radicalmente heterogénea, con respecto a cualquier concepto de la Historia que pueda ser narrado sólo como instancias dispares de éxitos y fracasos.

Durante mucho tiempo, el hombre fue ontológicamente situado entre Dios y los animales. En aquel entonces, parecía ser más prestigiado ser colocado más cerca de Dios, y más lejos del animal. Dentro de la modernidad y nuestro tiempo presente, tendemos a situarnos entre el animal y la máquina. En este nuevo orden, parecería que es mejor ser animal que máquina. Durante los siglos XIX y XX, pero también en la actualidad, había una tendencia a presentar la vida como desviación de cierto programa, como la diferencia sólo entre un cuerpo viviente y una máquina. Cada vez más, sin embargo, conforme se asimiló el paradigma maquínico, el ser humano contemporáneo puede verse como un animal actuando como máquina, una máquina industrial o una computadora. Si aceptamos esta perspectiva foucaultiana, el cuerpo humano viviente –la animalidad humana—efectivamente se manifiesta por medio de la desviación del programa, a través del error, de la locura, el caos y la imprevisibilidad. Es por esto que el arte contemporáneo tiende muchas veces a tematizar la desviación y el error, todo lo que rompa con la norma y perturbe el programa social establecido.

Aquí, es importante señalar que la vanguardia clásica se colocaba más del lado de la máquina que del lado del animal humano. Los vanguardistas radicales, desde Malevich y Mondrian hasta Sol LeWitt y Donald Judd, practicaron su arte de acuerdo a programas maquinales, en los cuales la desviación y la discordancia estaban contenidas por las leyes generativas de sus respectivos proyectos. Sin embargo, estos programas eran internamente distintos de cualquier programa “real,” porque no eran ni utilitarios ni instrumentalizadores. Nuestros programas sociales, políticos y técnicos reales se orientan hacia lograr cierta meta, y son juzgados de acuerdo a su eficiencia o habilidad por lograr esta meta. Los programas de arte y las máquinas, sin embargo, no son de orientación teológica. No tienen una meta definitiva; simplemente siguen y siguen. Al mismo tiempo, estos programas incluyen la posibilidad de ser interrumpidos en cualquier momento sin perder su integridad. Aquí, el arte reacciona a la paradoja de la urgencia producida por la teoría materialista y su llamado a la acción. Por un lado, nuestra finitud, nuestra falta ontológica de tiempo nos obliga a abandonar el estado de contemplación y pasividad y comenzar a actuar. Y no obstante, esta misma falta de tiempo dicta una acción que no está dirigida hacia una meta en particular, y puede ser interrumpida en cualquier momento. Dicha acción es concebida desde el principio como algo que no tiene un final específico, a diferencia de una acción que termina cuando se logra su meta. De ahí que la acción artística se vuelve infinitamente continuable y/o repetible. Aquí la falta de tiempo es transformada en un excedente de tiempo, de hecho, en un excedente infinito de tiempo.

Es característico que la operación de la llamada estetización de la realidad es efectuada precisamente por este giro, de una interpretación teológica a una interpretación no teológica de la acción histórica. Por ejemplo, no es accidental que el Che Guevara se convirtiera en el símbolo estético del movimiento revolucionario: todas las empresas revolucionarias de Che Guevara terminaron en fracasos. Pero esa es precisamente la razón por la que la atención del espectador cambia, de la meta de la acción revolucionaria a la vida de un héroe revolucionario que no fracasa en el logro de sus metas. Esta vida, entonces, se revela como brillante y fascinante, sin considerar los resultados prácticos. Dichos ejemplos pueden, claro, ser multiplicados.

En el mismo sentido, uno puede decir que el performance de la teoría por parte del arte también implica la estetización de la teoría. El surrealismo puede interpretarse como la estetización del psicoanálisis. En su primer Manifiesto Surrealista, Andre Breton propuso famosamente una técnica de escritura automática. La idea era escribir tan rápido que ni la conciencia ni la inconciencia pudieran estar a la par con el proceso de escritura. Aquí, la práctica psicoanalítica de la libre asociación es imitada, pero desapegada de su meta normativa. Posteriormente, después de leer a Marx, Breton exhortó a los lectores del Segundo Manifiesto sacar un revólver y disparar al azar entre la multitud: nuevamente la acción revolucionaria se vuelve sin propósito. Incluso anteriormente, los dadaístas practicaron el discurso más allá del sentido y la coherencia, un discurso que podía ser interrumpido en cualquier momento sin perder su consistencia. Lo mismo puede decirse, de hecho, de los discursos de Joseph Beuys: eran excesivamente largos pero podían ser interrumpidos en cualquier momento porque no estaban sujetos a la meta de llegar a un argumento. Y lo mismo puede decirse sobre muchas otras prácticas artísticas contemporáneas: pueden ser interrumpidas o reactivadas en cualquier momento. El fracaso, entonces, se vuelve imposible, porque los criterios para el éxito están ausentes. Ahora, muchas personas en el mundo del arte deploran el hecho de que el arte no es y no puede ser exitoso en la “vida real.” Aquí la vida real es entendida como historia, y el éxito como éxito histórico. Anteriormente, les mostré que la noción de historia no coincide con la noción de vida –en particular con la noción de “vida real”—ya que la historia es una construcción ideológica basada en un concepto de movimiento progresivo hacia cierto telos. Este modelo teológico de historia progresiva tiene raíces en la teología Cristiana. No corresponde a la visión post-Cristiana, post-filosófica y materialista del mundo. El arte es emancipador. El arte cambia el mundo y nos libera. Pero lo hace precisamente al liberarnos de la historia –al liberar la vida de la historia.

La filosofía clásica fue emancipadora porque protestó en contra del dominio religioso, aristocrático y militar que suprimió a la razón –y al ser humano individual como el que carga con la razón. La Ilustración quería cambiar el mundo liberando a la razón. Hoy en día, después de Nietzsche, Foucault, Deleuze y muchos otros, tendemos a creer que la razón no nos libera, sino que nos suprime. Ahora queremos cambiar el mundo para liberar a la vida, misma que se ha vuelto una condición más fundamental de la existencia que la razón. De hecho, la vida nos parece a nosotros como sometida y oprimida por las mismas instituciones que se proclaman como modelos de progreso racional, con la promoción de la vida como su meta. Liberarnos del poder de estas instituciones significa rechazar sus reclamos universales basados en preceptos más viejos de la razón.

Por lo tanto, la teoría nos llama a cambiar no sólo este o aquel aspecto del mundo, sino el mundo en su totalidad. Pero aquí surge la pregunta: ¿Acaso es posible ese cambio total, revolucionario, y no sólo gradual, particular, evolutivo? La teoría cree que toda acción transformativa puede efectuarse porque no existe una garantía metafísica y ontológica del status quo, de un orden dominante, de realidades existentes. Pero al mismo tiempo, tampoco existe una garantía ontológica de un cambio total exitoso (ni divina providencia, pode de naturaleza o razón, dirección de historia u otro resultado determinable). Si el marxismo clásico seguía proclamando la fe en una garantía de cambio total (bajo la forma de fuerzas productivas que explotarán las estructuras sociales), o Nietzsche creyó en el poder del deseo que explotará todas las convenciones civilizadas, hoy en día tenemos dificultad para creer en la colaboración de dichos poderes infinitos. Una vez que rechazamos la infinitud del espíritu, parece poco probable sustituirlo con una teología de la producción o del deseo. Pero si somos mortales y finitos, ¿cómo podemos exitosamente cambiar el mundo? Como ya lo he sugerido, los criterios para el éxito y el fracaso son precisamente los que definen al mundo en su totalidad. De modo que si cambiamos –o incluso mejor, si abolimos—estos criterios, efectivamente cambiamos al mundo en su totalidad. Y, como he tratado de demostrar, el arte puede hacerlo. Y de hecho ya lo está haciendo.

Pero claro, uno puede preguntarse además: ¿Cuál es la relevancia social de tal performance artístico, no instrumental, no teológico, de la vida? Yo podría sugerir que es la producción de lo social como tal. Efectivamente, no deberíamos pensar que lo social está desde siempre ahí. La sociedad es un área de igualdad y semejanza: originalmente, la sociedad, o la politeia surgió en Atenas, como una sociedad de lo equitativo y lo similar. Las sociedades griegas antiguas –que son un modelo para toda sociedad moderna—estaban basadas en el interés común, tales como la formación, el gusto estético, el lenguaje. Sus miembros eran efectivamente intercambiables por medio de la realización física y cultural de valores establecidos. Cada miembro de la sociedad griega podía hacer lo que los otros también podían, en los campos del deporte, la retórica o la guerra. Pero las sociedades tradicionales basadas en intereses comunes ya no existen.

Hoy en día, vivimos no en una sociedad de semejanza, sino más bien en una sociedad de diferencia. Y la sociedad de la diferencia no es una politeia sino una economía de mercado. Si yo vivo en una sociedad en la que todos somos especializados, y cada uno tiene su identidad cultural específica, entonces yo ofrezco a los otros lo que tengo y sé hacer, y recibo de ellos lo que tienen y pueden hacer. Estas redes de intercambio también funcionan como redes de comunicación, como un rizoma. La libertad de comunicación es sólo un caso especial del libre mercado. Ahora, la teoría y el arte que ejecuta la teoría, producen similarmente más allá de las diferencias que son inducidas por la economía de mercado –y, por lo tanto, la teoría y el arte compensan la ausencia de los intereses comunes tradicionales. No es casualidad que el llamado a la solidaridad humana es casi siempre acompañado en nuestro tiempo no por una apelación de los orígenes comunes, el sentido común y la razón, o el interés común de la naturaleza humana, sino el peligro de la muerte común por medio de la guerra nuclear o el calentamiento global, por ejemplo. Somos diferentes en nuestros modos de existencia, pero similares debido a nuestra mortalidad.

En tiempos antiguos, los filósofos y los artistas querían ser (y se entendían así) seres humanos excepcionales, capaces de crear ideas y cosas excepcionales. Pero hoy en día, los teóricos y los artistas no quieren ser excepcionales –más bien, quieren ser como todos los demás. Su tema preferido es la vida cotidiana. Quieren ser típicos, no-específicos, no-identificables, no-reconocibles en una multitud. Y quieren hacer lo que todo mundo hace: preparar comida (Rirkrit Tiravanija) o patear un bloque de hielo por la calle (Francis Alÿs). Kant ya sostenía que el arte no es una cuestión de verdad sino de gusto, y que puede y debería ser discutido por todos. La discusión del arte está abierta a cualquiera porque, por definición, nadie puede ser especialista en arte –sólo puede ser un diletante. Esto quiere decir que el arte desde sus inicios es social, y se vuelve democrático si uno derriba los límites de la high society (aun sigue siendo un modelo de sociedad para Kant). Sin embargo, desde la época de las vanguardias en adelante, el arte se volvió no sólo un objeto para la discusión, libre de los criterios de la verdad, sino una actividad universal, no específica, no productiva y generalmente accesible, libre de cualquier criterio de éxito. El arte contemporáneo de avanzada es básicamente una producción artística sin producto. Es una actividad en la cual todo mundo puede participar, es incluyente y verdaderamente igualitaria.

Al decir esto, no estoy pensando en estética relacional. Tampoco creo que el arte, si se entiende de esta manera, puede ser verdaderamente participativo o democrático. Y ahora trataré de explicar por qué. Nuestro entendimiento de la democracia está basado en una concepción de la nación-estado. No tenemos un marco de democracia universal que trascienda los límites nacionales –y nunca tuvimos ese tipo de democracia en el pasado. De modo que no podemos decir a qué se parece realmente una democracia verdaderamente universal e igualitaria. Adicionalmente, la democracia es tradicionalmente entendida como la regla de la mayoría, y claro, podemos imaginar la democracia como algo que no excluye a ninguna minoría y que opera por consenso –pero aun así, este consenso necesariamente incluirá sólo personas “normales, razonables.” Nunca incluirá a los “locos,” a los niños y así.

Tampoco incluirá a los animales. No incluirá a los pájaros. Pero, como sabemos, San Francisco de Asís daba sermones a los animales y a los pájaros. Tampoco incluirá a las piedras –y sabemos de Freud que existe un impulso en nosotros que nos obliga a convertirnos en piedras. Tampoco incluirá a las máquinas –incluso si muchos artistas y teóricos quisieran convertirse en máquinas. En otras palabras, un artista es alguien que no es simplemente social, sino supersocial, para usar el término acuñado por Gabriel Tarde en el marco de su teoría de la imitación.6 El artista imita y se establece como similar e igual a demasiados organismos, figuras, objetos y fenómenos, que nunca formará parte de un proceso democrático. Para usar una frase muy precisa de Orwell, algunos artistas son, efectivamente, más iguales que otros. Mientras que el arte contemporáneo es muchas veces criticado por ser demasiado elitista, no suficientemente social, en realidad el caso es lo contrario: el arte y los artistas son supersociales. Y como Gabriel Tarde correctamente sostiene: para ser verdaderamente supersocial uno tiene que aislarse de la sociedad.

Boris Groys (1947, Berlín del este) es Profesor de Estética, Historia del arte y Teoría de Medios en el Center for Art and Media Karlsruhe y Profesor Global Distinguido en la New York University. Es autor de muchos libros, incluyendo The Total Art of Stalinism, Ilya Kabakov: The Man Who Flew into Space from His Apartment, Art Power, The Communist Postscript y, más recientemente, Going Public.

Originalmente publicado en e-flux
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1. Arnold Gehlen Zeit-Bilder. Zur Soziologie und Aesthetik der modernen Malerei, (Frankfurt: Athenaeum, 1960).
2 Theodor Adorno, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life, trans. E.N. Jephcott (London: Verso, 1974), 50 and 39 respectively.
3 Walter Benjamin, “On the Concept of History,” in Selected Writings, vol. 4: 1938-40,  ed. Howard Eiland and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press, 2003), 389-400..
4 Benjamin, “Critique of Violence,” in Selected Writings, vol. 1: 1913-26, ed. Marcus Bullock and Michael Jennings (Cambridge: Harvard University Press, 1999), 236-52.
5 Gabriel Tarde, The Laws of Imitation (New York: H.Holt and Co., 1903), 88.